21

Después de comentar los casos de muertes súbitas y su relación con el dopaje, Thomas le propuso a Laura que cenaran juntos. Ella aceptó encantada. Tenía una amiga de la facultad que vivía en Ginebra e iba a aprovechar para dormir en su casa y pasar el día siguiente juntas.

—Intentamos vernos —explicó Laura—, pero lo cierto es que suelen pasar meses entre visita y visita.

Thomas la miró extrañado.

—Pero si estáis muy cerca… En Estados Unidos, si un amigo vive a hora y media es casi un vecino.

—Lo sé. El problema es que a las dos nos apasiona nuestro trabajo —se excusó—, y nos ocupa la mayor parte del tiempo.

—Sí, ya veo.

A Laura, las palabras de Thomas le sonaron a burla. Su cara solía reflejar sus emociones con demasiada claridad, y no pudo disimular su malestar. Alcanzó su chaqueta y se dio media vuelta.

Él notó la tensión y preguntó:

—Perdona, ¿pasa algo?

—Nada, tienes razón —dijo Laura—. Mi trabajo es mi actual amor. ¿Vamos a cenar? Me muero de hambre.

Abrió la puerta del despacho y salió al pasillo. Se había comportado como una cría. ¿Qué le pasaba? ¿Desde cuándo oír que su única pasión era el trabajo le molestaba tanto? Oyó que se cerraba la puerta. Después, sintió a su lado la presencia de Thomas que se estaba poniendo la gabardina.

—No me hagas caso, últimamente estoy un poco susceptible.

—Vale —dijo él, y sonrió.

Desde la Place Bel-Air subieron por la Rue de la Cité hasta llegar a la parte antigua de Ginebra, la vieille ville. El viento del norte se había detenido y la noche prometía ser cálida. Pasaron por delante de la catedral. Cerca de allí, entre unas callejuelas, se encontraba el hotel-restaurante Les Armures. El comedor principal, conocido como «La Salle des Artistes», se situaba en la planta baja. Tenía enormes vigas de madera en el techo y estaba decorado con armaduras medievales que parecían custodiar las paredes. Thomas se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo de la americana, que dejó en el guardarropa junto a la gabardina.

—Bueno, doctora, te aseguro que en este sitio te vas a olvidar del estrés. ¿Te gusta el queso?

—Me encanta.

—Pues ya somos dos.

Se sentaron junto a la ventana. Laura se quitó la chaqueta. Thomas admiró sus largos brazos bien torneados y cubiertos de pecas. Intentó fijarse en otra cosa, así que abrió la carta y pidió la famosa fondue de queso y dos raclettes. Para beber, se decidió por un vino blanco, un Simon Bize Savigny. Laura pidió lo mismo. Mientras esperaban la comida, Thomas retomó el tema de la muerte de las atletas.

—Todas murieron de manera fulminante. Irina Petrova, la última chica, murió de un ataque cardíaco.

—Pero ¿por qué siendo tan joven?

—La mayor parte del corazón obtiene la sangre que necesita de las dos arterias coronarias. Si uno de estos vasos se obstruye, el lado del corazón que irrigaba ese vaso deja de funcionar por falta de oxígeno.

—¿Así de fácil?

Laura asintió.

—¿Y ese fue el caso de esta deportista?

—Exacto —respondió Laura, mientras mordía un trocito de pan.

—¿Y Úna Kovalenko?

—Murió de embolia pulmonar. Ocurre cuando un coágulo de sangre que está fijo en una vena del cuerpo se desprende y llega al pulmón donde se obstruye el paso de la sangre por una arteria.

—Pero ¿cómo se desarrolla?

—Bueno, normalmente el trombo se produce en las piernas, los muslos o las caderas. Si se suelta y acaba atrancado en una arteria pulmonar, es posible, en caso de que sea pequeño, que no cause síntomas. Si es más grande, puede provocar daño pulmonar o la muerte.

Thomas se quedó pensativo mientras cortaba el pan en pequeños trozos. Laura miró sus manos, luego su cara. Estaba ausente. Deseó poder acompañarlo en sus pensamientos, pero optó por guardar silencio. Laura recibió la llegada de la fondue con alivio. El camarero colocó el recipiente de hierro en el centro de la mesa. Debajo de la marmita crepitaba una llama azul. Thomas salió de su ensimismamiento y repartió el pan. Del interior del recipiente salían densas burbujas de queso fundido. Con la ayuda de los largos tenedores, pincharon un trozo de pan y lo introdujeron en la fondue. Al sacarlos, soplaron antes de comerlo.

—Mmm, delicioso —dijo Laura a la vez que cerraba los ojos—. Cuando saques el siguiente trozo de pan de la marmita, prueba a echarle un poco de pimienta, verás cómo tiene un sabor más intenso.

—Tienes razón, qué rico. No tengo palabras —dijo Thomas después de probarlo.

Como si hubieran llegado a un acuerdo, comieron sin hablar, disfrutando de la fondue. La llegada de las raclettes y unas copas de vino blanco los animaron a retomar la charla.

—Estas patatas cocidas con queso fundido me encantan —dijo Thomas.

—Y a mí —asintió Laura, encantada.

—¿Las demás chicas de qué murieron? —preguntó Thomas de repente.

Laura sacó su libreta con las notas sobre el caso mientras el camarero recogía la mesa. Thomas pidió el postre.

—Verusha Antonova y Nathasa Stepanova murieron en enero por parada cardíaca. En marzo, Yelena Ustinova, de embolia cerebral, y en mayo, Arisha Volkova, de embolia pulmonar.

—De lo mismo que Úna… —dijo Thomas para sí mismo.

—Exacto, la misma causa de muerte y el mismo mes. Como puedes comprobar, todas las muertes se debieron a lesiones obstructivas.

—Es obvio que eran del Este pero, ¿de qué país?

—Todas rusas —contestó Laura mirándole a los ojos—. ¿No te parecen demasiadas coincidencias?

Thomas asintió, mientras saboreaba el helado de chocolate.

—¿Qué incidencia tiene este tipo de muerte en deportistas?

—Según un estudio realizado en Estados Unidos, los casos de muerte súbita son de cuatro por millón.

—¡Vaya! Se ha sobrepasado con creces esa estadística —se asombró Thomas.

—El estudio se hizo contando como muerte súbita el fallecimiento que se produce en la primera hora desde el inicio de los síntomas, o la muerte inesperada de una persona aparentemente sana que se encontraba bien las veinticuatro horas previas.

—¿No tomas postre? —preguntó Thomas al acabar el suyo.

—Imposible, estoy llena. Ahora mismo lo que me apetece es dar un paseo y quemar unas cuantas calorías de las cinco mil que, por lo menos, tenía esta cena.

—Vale, pago y nos vamos.

—No te molestes, ya he pagado yo cuando he ido al baño.

—¿Has pagado la cena?

—Sí, ¿algún problema?

—Ninguno.

Salieron por la Place Neuve y continuaron por la Rue de la Croix Rouge en dirección a la Promenade des Bastions. Después se encaminaron hacia el lago. Se acercaron al Jet d’Eau por el muelle de Gustav Ador y se sentaron en el extremo del puente del Mont-Blanc. Desde el banco del muelle vieron cómo zarpaban los barcos que hacían las travesías por el lago Lemán. Thomas miraba fijamente el agua, parecía cansado.

—¿Cómo es la muerte súbita? Quiero decir, ¿qué le pasa a la persona? —preguntó sin volver la cabeza.

—Las víctimas de muerte súbita presentan de manera brusca una pérdida completa del conocimiento y no responden a ningún tipo de estímulo. Pueden tener los ojos abiertos o cerrados y, enseguida, dejan de respirar. El color de la piel pierde rápidamente su tono rosado habitual y se torna azul violáceo.

Laura cruzó las piernas y se abrochó la chaqueta con el cinturón de lana a juego.

—¿Se puede parar ese proceso?

—Depende del tiempo que transcurre entre que el corazón se para y la desfibrilación. Se calcula que, por cada minuto de demora, existe un diez por ciento menos de posibilidades de que el paciente se recupere. Si no tenemos a mano un desfibrilador, la segunda medida es el masaje cardíaco, pero solo para ganar tiempo.

—Entonces, si ocurre por la noche, mientras duermen, como todas estas chicas…

—No hay ninguna esperanza —lo interrumpió Laura—. Transcurridos cinco minutos, ya tendrían algún daño cerebral.

—Esta semana intentaré hacer alguna llamada y ver qué averiguo. No tengo ni idea de dopaje. No sé por dónde empezar —reconoció Thomas.

—Habría que comenzar por el entorno de las chicas. Alguien les suministrará las drogas, seguramente un médico —dijo Laura, torciendo la boca en un gesto de disgusto—. Y ese médico las comprará en algún sitio.

—Quizá en Internet.

—Puede. Es importante averiguar en qué círculo se movían las chicas, porque seguro que habrá otras que estén dopándose.

—Pero estas deportistas se habrán enterado de las muertes e intuirán el peligro que corren.

Laura se encogió de hombros a modo de respuesta.

—¿Tú crees que será EPO adulterada o de mala calidad?

—No lo sé —reconoció Laura—. Por lo que he podido leer, además de EPO, se toma hormona de crecimiento y esteroides anabolizantes. Lo llaman «el cóctel».

—¿Lo dices en serio?

—Todo es poco para ganar.

Thomas bostezó y se tapó la boca con la mano.

—Estás cansado. Venga, vamos.

Fueron hasta una parada de taxis. Thomas prefería andar hasta su hotel. Antes de subirse al coche, Laura le dio la mano. El apretón fue frío y enérgico. Se la notaba incómoda, igual que él. Odiaba las despedidas en todas sus formas. Le parecían un acto obligado e hipócrita, pura parafernalia. Durante unos segundos sus miradas se cruzaron. Laura le obsequió con una breve sonrisa que a Thomas le gustó. Quedaron en llamarse la semana siguiente.

Media hora después, Thomas entraba en su habitación del hotel. Se desnudó, se duchó y se metió en la cama con el pelo mojado. Al rato encendió la luz de la mesilla de noche, el paseo lo había despejado. Miró la hora, le pareció un buen momento para llamar a George, a Washington. Marcó su número de móvil particular.

—¿Qué hay, amigo? ¡Cuánto tiempo! —exclamó George, desde el otro lado de la línea.

—Madre mía, George, menudo acento yanqui tienes. No me había dado cuenta hasta ahora.

—Te recuerdo que soy yanqui; es decir, el amo del universo conocido…

—Y por conocer —Thomas acabó la frase.

—¿Qué me cuentas, franchute?

Touché.

—¿Estás bien? ¿Sigues con el bombón francés?

—No.

—¿No?

—Agua pasada.

—Eres mi héroe. Pero ha tenido que ser hace poco. Cuando nos vimos, hace un par de meses, estabas con ella —comentó, extrañado, George.

—La semana pasada.

Thomas se incorporó en la cama, dobló la almohada y apoyó en ella la cabeza.

—¿Qué pasó?

—Nada importante. Me la jugó en un ménage à trois.

—¿Con un tío? —preguntó George. Parecía encantado con la conversación.

—No te pases, con otra mujer, que casualmente trabaja para mí. Una de mis reglas es no mezclar trabajo y sexo.

—¿La conozco?

—Creo que sí. Es Rose, mi secretaria.

Se oyó un silbido al otro lado de la línea.

—¿Qué tal fue?

—No pienso contarte nada. No voy a ser yo el que alimente tus fantasías.

—Mal amigo…

—Ya lo creo —contestó Thomas con una sonrisa.

—¿Alguna en el horizonte?

—Ninguna. ¿Y tú qué tal? —preguntó cambiando de conversación.

—Bien, sin novedad. He engordado dos libras y Catherine, en represalia, me ha quitado los bollos, las hamburguesas y demás. En fin, todo lo que me gusta. Dice que cuando quiera quedarse viuda me dejará volver a las andadas. Llevo tres días masticando comida para vacas.

—¿Comida para vacas?

—Sí, ya sabes, todas esas porquerías tipo verdura, tomate, lechuga.

—Ya… Oye, George, te llamaba porque quería que me dieras tu opinión sobre un asunto que quizá podría llegar a ser un caso.

—Creía que ya no te dedicabas a estos asuntos. Dispara, soy todo oídos —contestó George.

—En el último año, han muerto seis chicas de muerte súbita en la zona de los cantones de Vaud y Valais, en Suiza. Todas eran deportistas profesionales rusas. Dos de ellas, las últimas, murieron en el mismo centro de alto rendimiento.

—¿De qué densidad de población estamos hablando? —preguntó George con voz seria.

—No lo sé, desde luego no llega al millón de habitantes.

Okay. Sin duda, es extraño. Apostaría que se trata de doping.

—¿Qué sabes de ello?

—Demasiado. Estoy en la DEA, amigo, todo lo que huele a droga me compete. Cada vez se consumen sustancias dopantes con más asiduidad. En muchos gimnasios es un descontrol. Un informe de la AMA…

—De la… —lo interrumpió Thomas.

—Agencia Mundial Antidopaje —explicó George—. Un estudio sostiene que el origen de la implicación de la mafia estadounidense en el tráfico de sustancias dopantes se remonta a los años setenta. Entonces, la familia Gambino, que poseía los gimnasios Gold’s Gym en California, financió un documental, Pumping iron, protagonizado por Arnold Schwarzenegger.

—¿El actor?

—Sí, el que luego sería gobernador de California era por entonces adicto a los gimnasios y había logrado siete veces el título de Mister Olympia. Esa película inició la moda de los cuerpos de músculos hipertrofiados, que alcanzaría su apogeo poco después con el mismo Schwarzenegger. Él nunca ha desmentido que consumió esteroides mientras protagonizaba Conan El Bárbaro.

—Cierto, me acuerdo de esa película y las que después siguieron con esos héroes tan musculados…

—Exacto. Pues esa moda se tradujo en un aumento de la demanda de hormonas y anabolizantes, y la mafia empezó a inundar el mercado negro. Muchos de los actores de segunda fila que hinchaban sus cuerpos en los gimnasios acabaron enrolados en películas porno-gays, industria también controlada por la mafia. Si no me falla la memoria —George hizo una pausa—, hacia 1995 la mafia neoyorquina perdió el control de los esteroides, que pasó a manos, principalmente, del crimen organizado ruso, una amalgama de setenta familias.

—De acuerdo, pero yo estoy buscando otro tipo de dopaje. Se llama EPO.

—Creo que hay un informe muy bueno de Interpol acerca de esa sustancia. A ti te será fácil acceder a él.

—Me interesa eso que me has contado sobre la mafia rusa. Puede que tenga algo que ver con las chicas muertas. No sé…, no tengo ni idea por dónde empezar.

Thomas se quitó el doblez de la almohada y se tumbó en la cama.

—Oye, George, lo siento, pero me voy a dormir. No puedo pensar con claridad. —Apretó con dos dedos de la mano izquierda el puente de la nariz a la altura de los ojos—. Tengo una semana tremenda, con un montón de conferencias. Cuando acabe, empezaré a informarme de qué va todo este mundillo.

—Ya he leído lo del congreso de ADN. Espero que les metáis a algunos países en la cabeza la necesidad de preservar la escena del crimen y tomar muestras fidedignas antes de que haya pasado por allí una manada de búfalos.

—¿Búfalos?

—Bueno, lo primero que se me ha ocurrido. Me da igual, gallinas, elefantes…

—Sí, son muy parecidos.

Okay, Thomas, te dejo. Duerme y ya hablaremos. Veré qué averiguo, seguro que en los archivos de la DEA puedo encontrar información.

Thomas asintió.

—Ah, y queda pendiente lo del trío, necesito detalles —añadió George.

Bye, George.

Thomas colgó con una sonrisa.