A la mañana siguiente, no quiso ir a trabajar. Decidió hacerlo desde casa. Tenía que corregir los últimos detalles sobre su ponencia. El congreso de Ginebra trataba sobre la importancia de la recogida de muestras en los lugares donde se había cometido un acto delictivo y la necesidad de unificar criterios. Sonó el teléfono, miró el número por si era Claire pero era uno desconocido. Lo descolgó.
—Hola, buenos días. Soy la doctora Laura Terraux. Nos conocimos en el hospital de Monthey. ¿Hablo con el señor Connors?
—Sí, buenos días, doctora.
—Perdone la molestia pero, ¿se acuerda de la última conversación que tuvimos?
—Sí, estaba preocupada por los numerosos casos de muerte súbita.
—Bueno, usted me comentó que si ocurría otro lo llamara. El caso es que ha ocurrido. Ayer practiqué la autopsia a una joven con idéntico resultado.
El cuerpo de Thomas se tensó.
—¿Era deportista?
—Sí.
—¿Profesional o amateur?
—Profesional. Procedía del centro de alto rendimiento Les Diablerets.
Thomas se quedó mudo, no hacía mucho que había estado en el centro.
—Perdone…, ¿señor Connors?
—Sí, sigo aquí. Estaba pensando que estuve allí hace nada.
Sin saber por qué, pues apenas lo conocía, Laura sintió una punzada de rabia. Había estado por Monthey y no la había llamado.
—¿Cuándo se encontró el cuerpo? —preguntó Thomas.
—Por la mañana. Lo encontró un amigo de la chica.
—¿Murió como las demás, por la noche?
—Exacto. Los primeros análisis reflejan que sucedió mientras dormía —confirmó la doctora—. La muerte le llegó de forma inesperada y fulminante.
—De acuerdo. Y ¿en qué puedo ayudarle?
—He hablado esta mañana con la Policía. Sabía de antemano cuál iba a ser la respuesta. La misma de siempre, no hay caso. Son muertes naturales. Pienso que habría que indagar… —La doctora permaneció en silencio un instante—. Usted tiene experiencia y medios para hacerlo.
Thomas se sentó en una silla y tocándose una sien con la otra mano dijo:
—Está bien, creo que tiene razón. Voy a comentar el caso con algún compañero a ver qué opina.
—Gracias, señor Connors.
—Perdone, doctora Terraux, si no le importa, como ya hemos sido presentados podríamos tutearnos; incluso en francés me cuesta hablar de usted a la gente. Recuerde que soy irlandés.
Laura rio.
—A mí me pareciste más americano. ¿Dónde se ha visto un irlandés sin acento?
—Mea culpa. La necesidad hace que dejemos cosas por el camino.
—Ya lo creo… —respondió Laura, pensativa—. Bueno, Thomas, veamos qué averiguas. Por mi parte, volveré a revisar las autopsias para comprobar que no se nos ha pasado algo importante por alto.
—Tengo un congreso la semana que viene en Ginebra. Creo que el martes, no estoy seguro. Tendré que preguntarle a mi secretaria, pero haré un hueco. Como está a menos de dos horas de Monthey, podríamos vernos y contrastar lo que tengamos.
—Dímelo con tiempo para saber si tengo guardia.
—No te preocupes, te lo confirmo mañana.
—Vale… pues, gracias, Thomas. Espero tu llamada.
—De acuerdo, adiós.
Thomas encendió el portátil y salió a la terraza. Al cabo de diez minutos, lo apagó. No se concentraba, tenía la mente en otra parte. En su cabeza aparecía el rostro de Úna-Maire en el depósito. Recordó los recortes de prensa de Úna, sus fotos de juventud. ¿Por qué Úna guardaba aquello? ¿Qué representaba él, un desconocido, para ella? Un pensamiento sobrevoló su cabeza y le paralizó la respiración. Se levantó, entró en la casa. Se puso a dar vueltas alrededor del salón. No podía ser. Era imposible. ¿Imposible? Salió fuera, encendió el ordenador y buscó en sus archivos la carpeta de Maire. La abrió. Leyó la partida de nacimiento de Úna.
«Úna Kovalenko Gallagher, nacida en Kilconnell, Condado de Galway el 2 de mayo de 1987».
Thomas contó mentalmente hacia atrás nueve meses.
Llevaba unas noches durmiendo mal. Con gesto cansado, entró en las oficinas de la Interpol. Cuando el ascensor llegó a su planta, respiró hondo y se dirigió a su despacho con paso ligero sin dirigir la mirada a nadie en concreto. Tenía que hablar con Rose, sabía que no podía esquivar más el tema, pero lo violentaba. También se había instalado en su cabeza la duda sobre Úna. De manera consciente, intentaba borrar la palabra que acudía una y otra vez a su mente. Se había negado a llamar a Maire para aclararlo, porque a esas alturas de su vida le parecía ridículo plantearle esa posibilidad.
No voy a dar ese paso, pensó, de ningún modo. Veinticuatro años es mucho tiempo para que, en algún momento, Maire hubiera encontrado la oportunidad de hablar conmigo. Además, me marché a primeros de septiembre, hubiera sido mucha casualidad que precisamente en esos pocos días se hubiera quedado embarazada. Úna era hija del ruso, seguro, o de otro, quién sabe. Enseguida se arrepintió de ese pensamiento. No estaba siendo justo con Maire. Hablaba desde el despecho. Descubrir que nada más irse a Estados Unidos ella había salido con otro y, no solo había tenido una hija con él si no que incluso se había casado, le había dolido. Ahora ya no tiene importancia, han pasado veinticinco años y Úna está muerta, pensó. Se acordó de las demás deportistas que habían fallecido. Mirando los hechos con frialdad, no había nada extraño, tan solo una estadística fuera de lo normal y una forense demasiado eficiente.
Thomas se recostó en la silla y pensó. Su mesa del despacho estaba impoluta, no parecía que trabajara nadie. Los libros de consulta estaban colocados por temas en la inmensa librería de nogal; los bolígrafos, en un bote; las hojas, apiladas en la esquina derecha formando un perfecto rectángulo y el ordenador, en el centro exacto. Daba la impresión de que la habitación hibernaba. Thomas repasó los hechos una y otra vez. Estaba desconcertado. No encontraba pruebas ni motivos para investigar. Enroscaba y desenroscaba sin cesar el capuchón de una estilográfica. Ese tic lo ayudaba a pensar cuando se quedaba en blanco y su cerebro se negaba a continuar. Hojeó toda la información que le había mandado la doctora Terraux, buscó en Internet las noticias de los periódicos de aquellos días. Me rindo, se dijo. Por hoy ya basta.
Miró la hora, la una. Pensó que sería una buena idea ir a un restaurante y comer un buen solomillo regado con vino tinto. No se acordaba de la última vez que su comida no hubiera consistido en algo rápido. Se miró instintivamente la tripa, no estaba nada mal para un hombre de cuarenta y tres años. Se mantenía en forma, aunque no adivinaba el motivo, ya que no practicaba ningún deporte ni cuidaba su alimentación. Suponía que eran los genes y el trabajo duro en la granja de sus padres. Recordó haber leído que los músculos tienen memoria.
Con nostalgia, miró la pluma que sujetaba entre sus manos. El color dorado original se había desgastado dejando paso al metal. Su madre se la compró cuando lo contrataron como perfilador en el FBI. Estaba tan orgullosa… Pero no entendía que a esos niveles, en los que uno se codeaba con peces gordos, no se podía utilizar una pluma dorada que no fuera de oro de verdad. Así que la guardó sin usarla y a cambio se compró una Parker 105. La sacó del cajón. Era una estilográfica preciosa. El cuerpo estaba acabado en oro amarillo y su textura era única, diseñada para parecerse a la corteza de un árbol, sólida, con un perfecto agarre. El plumón, con una sección de resina negra, estaba realizado en oro macizo de catorce quilates. Solo la usaba para firmar en actos oficiales.
Unos pequeños golpes sonaron en la puerta.
—¿Puedo pasar? —preguntó una voz al otro lado, a la vez que entraba sin esperar respuesta.
Era Rose. Llevaba una carpeta roja sujeta por ambas manos pegada a su pecho. Parecía protegerse con ella. Entró y cerró la puerta.
—Yo… disculpe señor Connors, pero tengo que hablar con usted, de lo del otro día —dijo en voz muy baja.
—No es necesario —respondió Thomas, incómodo—, estoy muy ocupado.
—Pero… es que esta situación me supera y no puedo trabajar así. Cada vez que entra o sale del despacho yo… me agobio esperando que me dirija la palabra y que me pida alguna explicación sobre lo sucedido la otra noche.
Rose calló, avergonzada. Se acordó de los gemidos de Thomas en aquel cuarto oscuro. Recordó su olor. Se mordió el labio inferior y bajó la cabeza. Apretó la carpeta contra sí misma.
Thomas dejó de fingir que estaba ocupado, guardó la pluma en el cajón y la miró.
—No me apetece hablar de ello. Pienso que no fue culpa suya y, por mi parte, voy a actuar como si nunca hubiera pasado. Mañana me voy a las oficinas de Ginebra para preparar las jornadas mundiales del ADN, y hasta dentro de una semana no volveré. Esto ayudará a olvidar el asunto. ¿Le parece bien?
—Sí, señor Connors, aunque yo… quería disculparme…
Thomas cortó la frase con un rotundo:
—El incidente está zanjado. ¿Desea algo más? —preguntó secamente.
—Nada más, buenos días —respondió la secretaria, azorada.
Thomas maldijo para sí. Deseaba marcharse cuanto antes a Ginebra.
Por la tarde, ya en casa, hizo la maleta con lo necesario para la semana. Dejó una nota a Lupe, su asistenta, para que cuidara el jardín, y anotó la cantidad de abono líquido que debía echar en el agua para regar las flores. Mandó un mensaje a Claire recordándole que dejara sus llaves en el buzón. Los días pasaban y ella seguía sin devolvérselas. Llamó a la doctora Terraux para confirmar su cita.
—Hola, Laura. Soy Thomas, ¿estás ocupada?
—Hola, Thomas. Tengo poco tiempo. Me estoy preparando para realizar una autopsia, espera que ponga el manos libres y así podemos hablar.
Thomas oyó unos ruidos y luego volvió a oír la voz de la doctora.
—Perdona, este móvil es un trasto —se disculpó—. Se oye fatal en este agujero.
—Nada, va a ser un momento. Solo te llamaba para concretar lo de mañana por la tarde. Me parecía que podíamos quedar en mi despacho de la Interpol, en Ginebra, así no tenemos que fijar una hora en concreto.
—Me parece perfecto —contestó ella, mientras se enjabonaba las manos y los antebrazos—. De esa manera no tengo que estar tan pendiente de la hora.
Thomas le dio la dirección, el número de despacho y, con un hasta mañana, se despidieron.
Eran las 18.10 cuando lo avisaron desde seguridad que tenía una visita: Laura Terraux. Thomas confirmó que la esperaba.
La doctora apareció en el despacho, trayendo consigo el aire fresco de la tarde. Llevaba el pelo suelto alborotado y tenía las mejillas rojas.
—¡Qué frío hace en esta ciudad! —dijo al entrar.
Thomas no sabía si debía darle la mano o tres besos, según la costumbre suiza. Se levantó y rodeó la mesa para ir a su encuentro. De manera torpe, hicieron las dos cosas. Se dieron la mano y se dieron un beso fugaz, sin tocarse apenas. Laura se quitó la chaqueta de punto y la colgó en el perchero. Llevaba unas botas negras altas hasta la rodilla y un vestido de manga larga, con pequeñas flores negras sobre fondo verde; un cinturón negro le remarcaba la cintura.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Thomas.
—Bien, me encanta conducir, aunque me he confundido al entrar en la ciudad. El GPS me mandaba por una calle que estaba cortada por obras y hasta que he encontrado otro camino he tardado un rato —respondió, mientras sacaba del bolso una carpeta—. ¿Y tu congreso?
—Por ahora, todo marcha sobre lo previsto. Las jornadas comienzan mañana y el lío de organización, reserva de hoteles y demás, ya está resuelto.
Thomas se dirigió al ventanal que ocupaba la parte de atrás de la mesa, y subió los estores para que entrara la luz natural.
—Qué oscuro está el día —dijo mirando la calle—. Creo que va a llover.
Laura echó sin remilgos encima de la mesa una carpeta, que produjo un leve siseo al deslizarse. Thomas se dio la vuelta y la miró.
—He repasado todas las autopsias una por una detalladamente. No hay mucho que deducir: muertes súbitas, provocadas por algún coágulo. Punto y final —dijo con sorprendente calma.
—¿Nada más?
—Nada. Estaban limpias. Los análisis toxicológicos descartan el uso de drogas u otras sustancias. Son muertes naturales.
—Entonces, ¿sugieres que todas estas muertes son pura casualidad? —preguntó Thomas, decepcionado—. He hojeado los informes. Cuanto más sé, más raro me parece este asunto. Mi olfato me dice que hay algo que no cuadra. Piénsalo, todas eran de Europa del Este, mujeres, jóvenes, deportistas. Y todas han muerto de la misma manera.
Una amplia sonrisa se dibujó en la cara de la forense. Thomas pensó que era muy atractiva; admiró su cara moteada por diminutas pecas y los ojos verdes que se clavaban en él.
—Dopaje con eritropoyetina —anunció satisfecha.
Thomas, intrigado, se sentó en su silla y la invitó a que tomara asiento. Laura prefirió quedarse de pie.
—En 1997, estalló un gran escándalo tras la revelación del informe Donati. Ese médico italiano acusaba al ochenta por ciento de los ciclistas profesionales de doparse con EPO —hizo una pausa y continuó—: La eritropoyetina es una hormona que el organismo humano produce de manera natural en el riñón. Su producción se ve estimulada en situaciones, como la hipoxia, en las que es necesario aumentar los niveles de hematíes en sangre.
—Doctora, le recuerdo que no tengo conocimientos de medicina —dijo Thomas.
—La hipoxia es una enfermedad en la cual el cuerpo se ve privado del suministro de oxígeno. En una hipoxia grave, las células sanguíneas desoxigenadas pierden su color rojo y se tornan azules —explicó, mientras se retiraba su pelo moreno de la cara—. Por ejemplo, las células cerebrales, que son extremadamente sensibles, comienzan a morir en menos de cinco minutos después de que se haya interrumpido el suministro de oxígeno.
La forense sacó un cuaderno de su bolso y comenzó a ojear lo escrito.
—Es que he tomado notas para que nada se me escape —se disculpó—. La síntesis de eritropoyetina en los laboratorios, obtenida en los años ochenta, abrió enseguida un amplio abanico de posibilidades sobre su uso indebido en los deportes de resistencia.
Thomas la miró con gran interés.
—¿Qué mejoría obtiene el deportista? —preguntó, apoyándose en el brazo de la silla.
—En un deportista que practique una especialidad de resistencia, el consumo de EPO presenta grandes beneficios. Cuando se inyecta esta sustancia, se estimula la formación de hematíes, los glóbulos rojos, lo que eleva la tasa de hemoglobina. Como consecuencia de ello, los músculos, aun recibiendo la misma cantidad de sangre, captan más oxígeno, trabajan de forma más eficaz y se retrasa la aparición de fatiga —le explicó, cada vez más animada—. El investigador sueco Bjorn Ekblom dijo en un estudio que el uso de la eritropoyetina sintética puede hacer que un deportista rebaje en medio minuto su récord personal en una prueba de veinte minutos de duración. Se trataría por tanto de una mejora de casi un tres por ciento.
—¿Esto cuánto supone para un atleta? —preguntó impaciente.
—Conseguiría que un corredor de diez mil metros rebajara su récord personal de veintiocho a veintisiete minutos. Una diferencia similar a la existente entre el récord de su país y el récord olímpico.
Un silbido salió de la boca de Thomas. Le parecía increíble.
—Ahora te cuento lo mejor —dijo ella con voz misteriosa.
—Por favor, estoy en ascuas —añadió Thomas acompañando sus palabras con un gesto de la mano que la invitaba a seguir con su explicación.
—Los deportistas que se inyectan esta sustancia ven subir sus cifras de hematocrito, porcentaje de glóbulos rojos frente al total de la sangre, hasta niveles increíblemente altos, que pueden llegar al sesenta por ciento.
—Y ¿cuándo representa un peligro para el organismo? —preguntó Thomas, cada vez más interesado.
—Según los hematólogos, cuando se supera la cifra de cincuenta y cinco se considera que la sangre comienza a espesarse de forma peligrosa. Inyectada en grandes cantidades, la EPO eleva las cifras de hemoglobina en un veinte por ciento. —Laura hizo una pausa—. La sangre del deportista con una cifra de hemoglobina muy superior a la normal aumenta peligrosamente su viscosidad y no circula por los vasos con la misma fluidez. La sangre se coagula fácilmente.
—Pero eso es demencial… —murmuró Thomas.
—Exacto, y aquí reside el principal riesgo para el deportista, no solo por la mayor viscosidad del torrente sanguíneo, sino porque otro de los efectos de la eritropoyetina es el aumento de la cifra de plaquetas. Si el trombo aparece en zonas vitales del organismo, como las arterias del cerebro o las coronarias, la consecuencia no puede ser peor: muerte súbita.
—Ya veo dónde quieres llegar —comentó Thomas animado.
—Espera, que hay más. La muerte en extrañas circunstancias de dieciséis ciclistas holandeses, incluido el campeón Bert Oosterbosch, entre 1987 y 1990, se relacionó enseguida con la administración de eritropoyetina. Todas las muertes se iban produciendo de la misma forma: paros cardíacos mientras los ciclistas dormían.
—Pero ¿cómo es que no había oído hablar de eso? —preguntó Thomas extrañado—. Son muchas muertes para que no haya sido una noticia de carácter mundial, y además en Europa.
—No lo sé. La verdad es que fueron dieciséis muertes en tres años, todas en Holanda. Según diferentes expertos en medicina deportiva, el aumento de la viscosidad sanguínea, unido a la baja frecuencia cardíaca durante el sueño, fue la causa.
La forense lo miró esperando una reacción. Se veía que las neuronas de Thomas funcionaban a toda velocidad, sacaban conclusiones, hilvanaban teorías.
—La sangre se vuelve barro —murmuró Thomas satisfecho—. Doctora, ya tenemos caso.