18

Thomas miraba la foto que había encontrado entre las cartas y los recortes de periódico de Úna. Recordó el momento en que se la hicieron. Se anunciaba buen tiempo y los vecinos más cercanos se habían reunido para cortar la hierba que había crecido durante la primavera. Thomas manejaba la guadaña con facilidad. Era un trabajo duro, pero le gustaba. Nunca pensó en otra forma de ganarse la vida que no fuera el campo. Veía a su alrededor las inmensas extensiones de pasto y lo mucho que quedaba por hacer. El sol, el calor y, a su lado, Maire extendiendo con la horca la hierba que él había cortado. A la hora de la comida, Albert les hizo la foto. Estaban sentados en el suelo, bajo un árbol. Maire se apoyaba en su pecho y Thomas la sujetaba entre sus brazos, con la barbilla en el hombro derecho de ella. Sonreían.

Thomas metió la foto en una de las cajas y las bajó al trastero. Esperaba que algún día Maire se las pidiera. Cerró la puerta con llave y subió los cuatro pisos por las escaleras hasta llegar al ático. Se quitó los zapatos y paseó por la casa descalzo. Miró la hora, aún eran las seis de la tarde; decidió que trabajaría un poco. Se sirvió una copa de vino, cortó un poco de queso y se sentó fuera, en la terraza. Dejó el ordenador sobre la mesa y por un momento cerró los ojos. Le llegó el olor de los geranios, los claveles, las alegrías y los rosales que trepaban por la pared situada a su izquierda. A la derecha, en la parte sombría, había plantado ciclámenes, fucsias, begonias y hortensias. Vio que empezaban a florecer las margaritas. Miró el sol, todavía quedaban dos horas para que pudiera regar. Era su momento preferido del día, cuando el aroma de las flores se mezclaba con el de la tierra mojada; le recordaba su niñez en Irlanda.

Pasadas las ocho, mandó un último correo y apagó el ordenador. Comprobó que en la terraza daba la sombra y aprovechó para regar su frondoso jardín urbano. Se entretuvo en quitar las hojas secas y cortar las flores marchitas. Entró descalzo en el salón. Enseguida se dio cuenta de que llevaba las plantas de los pies manchadas de barro; sus huellas habían quedado impresas en la tarima del suelo. Cuando viniera Lupe lo miraría con ojos de odio. Prefirió limpiarlo antes que enfrentarse a esa mirada. Se dio una ducha rápida y se vistió con un pantalón de vestir y una camisa blanca. Claire lo esperaba en el Bang, un club elitista cerca de Dijon.

Desde su estancia en Barcelona, había decidido mostrarse más cauto respecto a su relación. Para él, Claire era una pareja perfecta, sobre todo, si la situación se mantenía como hasta ese momento. Viajar a Irlanda le había afectado más de lo que suponía y, desde luego, no necesitaba añadir complicaciones a su vida. Pero aún pensaba en los pendientes que había comprado en Barcelona. No le parecía justo guardarlos o regalárselos a otra persona; eran de Claire. Se arriesgaría y se los daría esa noche. Esperaba que ella no le diera excesiva importancia al regalo. Condujo tranquilo disfrutando de la última luz del día. En la radio sonaba una canción de Nina Simone; su voz cálida lo envolvía como un abrazo.

Cuando llegó ya era de noche. Enseñó su documento de identidad al guarda de la entrada. El hombre confirmó en el ordenador si Thomas estaba en la lista y, lo más importante, si iba acompañado. Le cobró setenta euros por la entrada que incluía cuatro consumiciones y le abrió la barrera. Cuando entró en el recinto, vio unos cuantos Ferraris y Aston Martins aparcados. En la terraza, mujeres cubiertas de joyas con minifaldas que dejaban fuera la mitad de las nalgas, se tomaban una copa. La mayoría llevaba ropa de gasa transparente o iban vestidas solo con lencería fina. Vio a unas cuantas que solo llevaban un tanga y joyas en el cuello. La noche templada invitaba a disfrutar de la vida y del sexo. Parecían mujeres encantadas con su papel de objeto de deseo. Les gustaba ser exhibidas por sus maridos o acompañantes como quien pasea a perritos caros de compañía. Esa noche había bastantes señores de más de cincuenta años junto a rubias impresionantes. Mientras caminaba por las terrazas, Thomas contó quince de estas parejas. Sabía por experiencia que, a lo largo de la noche, estas Marilyns serían devoradas por jóvenes leones.

Sacó el móvil y llamó a Claire.

—Hola, Claire. ¿Dónde estás?

—Te oigo fatal, Thomas. ¿Dónde estás tú?

—Estoy delante de la terraza principal.

—Yo, en el salón. Voy para allí.

Camino del edificio principal, se cruzó con una mujer vestida con un mono de cuero negro que dejaba los pechos y el culo al descubierto; llevaba a un hombre atado con una correa. Thomas no pudo evitar sonreír. Nunca imaginó que ese mundo existía y, menos aún, que iba a formar parte de él. Un año atrás, Claire lo había introducido en el mundo swinger de Cap’Adge y le pareció ciencia ficción. Sabía que una de las cosas que le unían a Claire era el sexo y la diversión asegurada cuando estaban juntos.

Lo esperaba en lo alto de la escalinata. Llevaba un minivestido de gasa azul, unas sandalias de tacón de aguja y una flor del mismo color como único adorno, sujetando la parte derecha del pelo. Ni joyas ni abalorios. Preciosa, como siempre. Mientras Thomas subía las escaleras, Claire se dio la vuelta y se agachó fingiendo que estaba recogiendo algo del suelo. Thomas vio que no llevaba ropa interior. Claire se volvió y le dedicó una sonrisa traviesa. Cuando llegó hasta ella, se puso seria.

—¡Thomas, llegas tarde! —exclamó, y le rodeó el cuello con los brazos—. La mejor fiesta del año, y tú te retrasas.

—Vamos, Claire. Son las diez de la noche, habíamos quedado a menos cuarto. Me he entretenido viendo el ambiente. Por cierto, demasiado elitista para mi gusto.

—Antes te gustaba —replicó ella, apartándose de él.

—Antes.

—¿Me vas a fastidiar la noche?

—No es mi intención.

—Y ¿cuál es?

—Beber, mirar y divertirme.

—Pero ¿te vas a quedar en un rincón en plan soy-un-voyeur-dejadme-tranquilo?

—De ningún modo —contestó Thomas, y le agarró el culo—. Que sepas que no me gusta tu vestido. No deja nada para la imaginación.

Claire sonrió satisfecha y fue a besarle en los labios. Thomas desvió la cara. Tomando la iniciativa, le besó el cuello. Claire apretó los puños con rabia.

—Te voy a follar ahora mismo, aquí, contra la pared —le susurró Thomas al oído.

—No es posible, tengo otros planes —dijo Claire, que se zafó de él y entró en la mansión.

—Espera —dijo de improviso Thomas—, tengo algo para ti.

Metió la mano en el bolsillo lateral de la americana y sacó una cajita pequeña de color oscuro forrada de terciopelo. Claire abrió la boca, pero no logró articular palabra; estaba demasiado sorprendida. Abrió el estuche con una lentitud que a Thomas le resultó exasperante, y dejó escapar un pequeño grito al ver los pendientes de zafiros.

—Y ¿esto? —preguntó cuando se repuso de la sorpresa.

—No tiene importancia. Los vi en un escaparate y me parecieron perfectos para tus orejas de duendecillo del bosque.

—Vaya, no sé qué decir, salvo gracias.

—De nada. Y ahora, ¿qué tienes pensado? —preguntó él cambiando de tema.

—Espera que me los ponga y te llevo de la manita al interior del palacio de la lujuria y el placer.

Thomas la siguió a regañadientes.

El salón recordaba uno de los salones de Versalles. Decorado con molduras de oro en estilo barroco, en las paredes se alternaban los ventanales con enormes espejos. Los techos, de una altura considerable, estaban pintados con motivos mitológicos. De ellos colgaban unas gigantescas lámparas de araña.

—No me extraña que sea uno de los tres clubs más importantes del mundo —dijo Thomas, admirado—. Nunca había visto nada igual.

—Aquí solo entran ricos, amigos y recomendados —explicó Claire.

—Y ¿en qué grupo estás tú?

—En el cuarto.

Thomas la interrogó con la mirada y Claire se cerró la boca a modo de cremallera. Él comprendió que no le contaría cómo había logrado que accedieran a ese club reservado solo a los dioses del Olimpo. Además, a ella le gustaba fomentar el misterio en torno a su vida y solía dejar las explicaciones inconclusas, las preguntas sin respuesta y hacer que los hechos cotidianos parecieran experiencias ambiguas. Thomas no sabía si era así con todas las relaciones que había tenido, o si era una estrategia para retenerlo. La verdad es que ese esfuerzo por parecer una femme fatale de los años cincuenta le divertía, y prefirió no darle más vueltas.

Se dirigieron a la barra del bar, que ocupaba la parte izquierda del gran salón. Thomas pidió un mojito y Claire, una copa de champán. En medio de la sala se habían formado tríos, cuartetos y orgías gang-bangs. Sonaba una canción de Madonna. Elegantes rubias con sus collares de perlas hacían felaciones, mientras en el centro de la sala una dama de la alta sociedad, o eso le pareció a Thomas, estaba inclinada hacia adelante. Tenía detrás una fila de hombres que, condón en mano, esperaban su turno ante la mirada complaciente del marido. Cuando terminaban, ella los despedía con un merci. En cada una de las cuatro esquinas del salón, bailaban dentro de sus jaulas las gogós. Acabaron sus copas y pidieron otras. Claire agarró a Thomas y lo llevó hasta el fondo de la sala. Pasaron al lado de la protagonista de una gang-bang que tenía la cara llena de semen. Descendieron por unas amplias escaleras hasta llegar a las catacumbas del palacio. Claire lo llevó por un laberinto de celdas repletas de cuerpos entrelazados, donde se escuchaba una banda sonora de gemidos. Dejaron atrás una habitación completamente agujereada que permitía practicar sexo a través de las paredes. Todo estaba lleno de vericuetos y habitáculos en los que perderse hasta que, por fin, llegaron a su destino. Era un cuarto oscuro donde no se veía absolutamente nada. No sabías lo que tocabas ni quién te tocaba.

—Esto no me hace ninguna gracia —comentó Thomas—. No me gustan las sorpresas, quiero saber con quién lo hago.

—Tranquilo, confía en mí, solo vamos a estar otra mujer y yo. Nadie más.

Thomas asintió dejándose desnudar por cuatro manos. El suelo estaba cubierto de alfombras y mullidos cojines. Olía a algo exótico, le recordó al Gran Bazar de Estambul. Reconoció por su olor el cuerpo de Claire y recorrió el de la invitada a tientas. Le gustó, era pequeño y de formas redondeadas, con pechos grandes, naturales, sin silicona. Los tres cuerpos se juntaron intercambiando saliva, gemidos y mordiscos.

Cuando terminó, Thomas salió fuera con su ropa en la mano. Tenía calor. Claire prefirió quedarse en el cuarto. Se dirigió a los baños, donde la encargada le entregó una toalla y unas chanclas. Se dio una larga ducha.

Relajado y cansado de sexo, con su copa en la mano, Thomas se tumbó al aire libre en una chaise-longue. Apoyó en el respaldo la cabeza mojada y contempló las estrellas. Distinguió la constelación de Aquila con su estrella Altair, a su lado Delphinus; un poco más abajo, Sagitarius y, a la derecha, Scorpius con Antares. De repente lo invadió el cansancio. Al día siguiente tenía trabajo, quería irse a casa. Llamó a Claire por teléfono para decírselo. Cerca, oyó sonar un móvil con la misma melodía que el de Claire. Se levantó y, por curiosidad, siguió el sonido. Vio a Claire pensativa, mirando el móvil. A continuación, cortó la llamada sin responder. El móvil de Thomas también quedó en silencio. Se dirigió resuelto hacia ella. Estaba acompañada de otra mujer. Nada más acercarse vio quién era. Las dos se dieron cuenta de su presencia e interrumpieron su conversación. Claire fue a decir algo, pero Thomas levantó la mano y con un gesto le ordenó que se callara.

—Por favor, Claire, no digas nada.

Miró a Rose que, avergonzada, se cubría la cabeza con las manos.

—Claire, te aseguro que estoy tan enfadado que no sé ni qué decirte. Tenías muchas mujeres para elegir pero tú, creyéndote una diosa, elegiste a la única prohibida. Te lo advertí.

Claire lo miraba con una leve sonrisa en la cara.

—No te das cuenta de lo que has hecho. Has jodido lo nuestro. —Hizo una pausa y meditó lo que iba a decir a continuación—: De momento no tengo intención de volver a verte. Cuando puedas, deja las llaves del apartamento en el buzón de mi casa. Me has mentido.

—Solo ha sido sexo, Thomas, y te lo has pasado bien —dijo Claire, altiva—. Ahora te las vas a dar de indignado. No me has parecido muy disgustado allí dentro.

—Déjalo, Claire. Para mí, no todo vale —dijo en voz baja—. Te dije que no me acostaba con mis empleados y a ti te han dado igual mis principios. Me has manipulado y estoy seguro de que a Rose también —dijo al tiempo que señalaba a su secretaria.

Thomas dio un paso atrás y le repitió:

—Deja las llaves en el buzón.

Retiró con un puntapié una silla que obstaculizaba su paso y se marchó hacia el coche.