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El Boeing 777 de la compañía Korean Air con destino a Daegu despegó del aeropuerto internacional de Zúrich a las 21.35 horas. Frank y Hugo estaban sentados en primera clase hablando de sus asuntos, cuando se encendió la luz que indicaba que la maniobra de despegue había finalizado. Hugo llevaba un tiempo con la vista puesta en la azafata. Cada vez que veía una chica atractiva, no podía evitar imaginarla delante de él con tacones y en ropa interior. La chica no tendría más de veinticinco años. Llamaron su atención sus preciosas piernas y, en particular, los gemelos contorneados. Le gustaban las piernas de las mujeres tanto como sus pechos. La azafata se acercó para ofrecerles algo de beber. Hugo pidió un whisky. Pudo ver su cara de cerca, los ojos azules realzados por el maquillaje llamaban la atención. Tenía una nariz preciosa y una sonrisa muy bonita. A Hugo le hubiese gustado invitarla a cenar, pero tenía otros planes y estaba seguro de que a ella no le iban a gustar.

Llegaron al Interburgo Hotel pasadas las diez de la noche. El viaje había sido largo, con escala en Seúl, y estaban cansados. Los dos se repartieron las suites situadas en la última planta. Lo primero que hizo Frank al entrar en la habitación fue dirigirse al gran ventanal que la recorría de un lado al otro. Desde esa altura, se podían ver los puntos blancos de las luces de las farolas que, como una serpiente, avanzaban en zigzag iluminando el cauce del río.

Los campeonatos empezaban al día siguiente. La ceremonia de clausura era el 4 de septiembre. Nueve días para ver uno de los mejores espectáculos del mundo. Frank había organizado su tiempo de tal manera que quedaba libre de sus compromisos por las tardes, aunque no tenía horario si una de sus atletas más importantes le pedía ayuda. Había adquirido un sexto sentido a la hora de tratar con las atletas de alto nivel. Era testigo de sus encumbramientos, gracias a la prensa y los aficionados, de la transformación que se producía en la personalidad de las chicas durante el proceso y de la caída ante el empuje de nuevos valores. Él tenía que prepararlas para ese momento. Muchas de sus atletas eran un ejemplo para deportistas de todo el planeta. Contaban con el apoyo de jefes de Estado y de hombres poderosos. Firmaban contratos millonarios o aparecían en las televisiones junto a estrellas de otros deportes como reclamo para marcas de ropa deportiva o de coches. Eran foto de portada en las revistas de moda y del corazón. Todo eso les reportaba fama y dinero, pero aumentaba su ego. La consecuencia más evidente era que no admitían la derrota cuando llegaba, y echaban la culpa de sus limitaciones a los demás. Aquel era el terreno en el que se movía Frank. Él había presenciado cómo su padre se manejaba con los poderosos miembros del club de golf, muchos de ellos acostumbrados a tratar a los demás con desprecio, y había aprendido de su padre esa virtud. Por eso era uno de los mejores, sabía lo que tenía que hacer y decir cuando una de sus atletas perdía los nervios.

Al día siguiente, después de la ceremonia de inauguración, un coche los esperaba a él y a Hugo en la zona VIP del aparcamiento. Al entrar, Frank reconoció al chofer como uno de los hombres de confianza de Serguei. Serguei había ganado mucho dinero en la Costa del Sol; primero con clubs de alterne, y después, en el sector inmobiliario. Cuando mejor le iban los negocios, llegó a Málaga un joven juez que no estaba dispuesto a aceptar sobornos. Serguei tuvo que dejar apresuradamente sus inversiones ilegales y volver a su país. Allí es donde conoció a Frank, y allí fue donde Frank le habló de la idea que tenía Hugo de introducir su empresa en Rusia. Estaban a punto de lograr su objetivo. El padre de Hugo llevaba más de veinte años intentándolo, sin éxito. Hugo sabía que si lo conseguía se ganaría definitivamente la confianza de su padre. Se excitaba solo de pensarlo.

El chofer condujo el coche hasta una zona residencial de la ciudad de Daegu. Se detuvo delante de una casa de dos plantas. Las grandes puertas exteriores se abrieron. En el porche, los esperaba Serguei.

—¿Qué tal la ceremonia? —preguntó.

Hugo estrechó la mano de Serguei y esperó a que Frank hablara.

—Ha estado muy bien. Esta cultura siempre sorprende por su mezcla de tradición y modernidad. Un espectáculo lleno de gente y…

—Para espectáculo, lo que os he traído desde el este de Rusia —interrumpió Serguei—. Pasamos dentro y lo comprobáis vosotros mismos.

—¿A qué estás esperando? —gritó Serguei al chofer—. ¡Ve a recoger a los del comité!

Serguei los acompañó al interior de la casa. Recorrieron un pasillo hasta llegar a un gran salón. La mayor parte de las chicas estaban sentadas o reclinadas en los sillones, vestidas con unos impresionantes trajes de noche que resaltaban los pechos diseñados con bisturí. A Frank le recordaron a las actrices cuando posan para la prensa el día del estreno de una película. Hugo se quedó parado ante lo que tenía enfrente, eran hermosas y muy jóvenes. Se fijó en dos chicas que llevaban un brazalete blanco, las reservadas para Hernández y Emmanuel.

—¿Os gustan? —preguntó Serguei.

Se acercó a una de ellas y le agarró el culo.

—Mirad qué duro lo tiene. Aunque tengo que reconocer que no tanto como tus atletas, ¿eh, Frank?

Frank no dijo nada. No le gustaban los modales de Serguei. Lo consideraba un hombre cruel. Trataba a sus empleados igual que a sus enemigos. Sabía que no había tenido una vida fácil, pero eso no justificaba sus métodos.

Serguei había nacido en una familia humilde. Su madre murió cuando él vino al mundo. Su padre trabajaba en una refinería lejos del pueblo y la abuela se hizo cargo del pequeño. Con el tiempo, su padre dejó de enviarles dinero. Las veces que aparecía por casa cuando tenía vacaciones era porque se había quedado sin pasta y no tenía adonde ir. Se pasaba el tiempo borracho y maldiciendo la hora en la que había nacido su hijo. Serguei dejó la escuela y se dedicó a robar piezas de moto para venderlas. Después de un tiempo, junto con otros niños de su pueblo, sustituyó las piezas de motos por el robo de joyas y dinero en casas. Una noche, la Policía, alertada por los vecinos, lo detuvo. Cuando el juez le preguntó quién se hacía cargo de él, Serguei le contestó que no tenía familia. Lo mandaron a un internado a más de dos mil kilómetros de su pueblo. Pasó cinco años entre esos muros. La disciplina era digna de cualquier regimiento del ejército ruso. Se levantaban a las seis de la mañana, hacían las camas y bajaban en ropa interior a formar, con temperaturas por debajo de cero en invierno. Luego se encargaban de las tareas diarias: fregar los pabellones, preparar las comidas, trabajar en el campo o hacer pequeños trabajos de ensamblaje de piezas para el ejército. Fue allí donde aprendió que había que hacerse respetar.

—Mis atletas no son putas —dijo Frank, molesto.

—Ya, ya, que no se acuesten contigo no quiere decir que no lo hagan con otros.

—Te recuerdo que mi mujer es rusa y fue atleta —repuso Frank, enfadado.

—Nada de lo que yo sé es importante ahora. Tú vienes de otra cultura, donde hay otras reglas, la gente no pasa hambre. No lo tomes como algo personal.

—Ya —respondió Frank, incómodo.

—Venga, hombre. No te enfades. Mira qué chicas. Las he traído desde Vladivostok. Un nueve sobre diez.

Hugo, que había permanecido de pie escuchando la conversación, agarró a Frank por el brazo y se lo llevó al sillón.

—Mira esa chica, la que lleva el brazalete blanco. No me digas que no es una preciosidad.

—Sí, sí, ya veo —dijo Frank dirigiendo la mirada al lado opuesto de la chica.

—¿Estás bien? ¿Tienes dolores otra vez? —le preguntó Hugo.

—No, no es nada. Cosas mías.

—¿Te has tomado tu dosis de morfina?

Frank se levantó sin mirar a Hugo y fue en busca de algo de comer. Hugo llamó a la chica del brazalete. La chica se acercó y se sentó a su lado en el sofá.

—Un Manhattan para mí —pidió Hugo al camarero desde el otro lado de la sala—. Y tú, preciosa, ¿quieres algo de beber?

—Un Bloody Mary cargado, por favor.

—¿Te gusta el vodka?

—No, el zumo de tomate —respondió la chica en un mal inglés.

—No te pases con la bebida, esta noche vas a estar conmigo y te quiero en plena forma.

A la chica le cambió el gesto de la cara. Serguei la había seleccionado para Hernández y Emmanuel. No podía desobedecer al jefe.

—No pongas esa cara preciosa. ¿Cómo te llamas? —le preguntó Hugo.

—Teresa.

Hugo intuía que no era su verdadero nombre, pero no le importaba. Iba a pasar con ella toda la noche.

—Solo una cosa, cuando estemos juntos no me cuentes tu vida, no me interesa lo más mínimo. No pienso salvarte, ni darte dinero.

Hugo era frío y calculador con las mujeres. Les decía que era un hombre casado y con hijos y, por supuesto, que los amaba con locura. Era suficiente para que las chicas lo dejasen en paz. Sabía que muchas de ellas estaban vigiladas por las mafias, y que la única manera que tenían de escapar de sus redes era saldando sus deudas con el dinero de un cliente rico, pero él solo quería sexo. Su deseo de poseerlas podía más que sus principios morales.

Todo había empezado en la época del instituto. Acababa de dejar la adolescencia y descubrió lo placentero que era acostarse con diferentes chicas a lo largo de la semana. Tenía claro que no quería pasar el resto de su vida al lado de una sola mujer. Así que, a los veinte años, empezó a quedar con jóvenes estudiantes que se pagaban los estudios vendiendo su cuerpo. Eso le causó más de un problema. Las estudiantes pronto se encaprichaban con él. Encontró la solución en sustituir a las jóvenes estudiantes por prostitutas más profesionales.

—Teresa, yo hablo con Serguei y le damos el brazalete a otra.

—¿Y el dinero? —preguntó la chica preocupada.

—No te preocupes por el dinero —respondió Hugo—. Vas a estar conmigo esta noche y te vas a alegrar del cambio. Ya lo verás cuando aparezcan esos dos por la puerta. Ahora dame el brazalete, que voy a arreglar esto.

Hugo dejó el vaso encima del sillón, le quitó el brazalete y fue a hablar con Serguei. Al cabo de unos minutos, Serguei se lo puso a otra de las chicas. Hugo volvió con Teresa.

—Todo arreglado. Ahora dime, ¿cuántos años tienes?

En ese momento aparecieron Hernández y Emmanuel por la puerta, acompañados del chofer. Frank se levantó del sofá y fue a su encuentro.

—¡Bienvenidos!

—¿Cómo es que no hemos ido al hotel directamente como habíamos acordado? —preguntó Hernández.

—Cambio de planes.

Los miembros del comité se miraron sorprendidos. Hugo posó enérgicamente la mano en el muslo de Teresa. Le hubiese gustado perderse en una de las habitaciones y mandar a paseo a los demás. Las chicas se quedaron en el salón charlando y picando unos entremeses fríos. Los hombres cenaron en una sala contigua. Serguei había encargado la cena a un restaurante de la ciudad, no le gustaba que nadie ajeno a su círculo presenciase los encuentros.

—Y ahora los postres —anunció el anfitrión con una sonrisa.

La puerta corredera que separaba el salón del comedor se abrió. Una por una, las chicas desfilaron y comenzaron a quitarse los vestidos, a la vez que se acercaban con movimientos sensuales hacia los hombres. Hugo no dejaba de mirar a Teresa, su cuerpo brillaba como el de una sirena recién salida del agua.