Thomas contemplaba el cuerpo felino de Claire, enroscado entre las sábanas blancas. Cansado de sexo, desvió la mirada hasta sus largas piernas. Su cuerpo estaba medio oculto por su camisa y el sujetador de encaje. Se habían desvestido con urgencia, dejándose llevar por un deseo repentino y voraz, y la cama parecía un torbellino de ropas entrelazadas con las sábanas. En ese momento, Claire se movió con un gesto perezoso y de una lentitud asombrosa. Parecía una coreografía mil veces ensayada. Sin embargo, era algo natural en ella: la elegancia de sus manos al hablar, con aquellos movimientos de los brazos levantándose en el aire como si volara. Se giró hacia él y retiró un mechón de cabello de su hermoso rostro en un derroche de sensualidad.
¿Por qué no la quería? ¿Por qué no sentía su ausencia cuando estaba lejos?, se preguntó Thomas. Después de los primeros meses de novedad, de expectación ante el sexo, sus sentimientos estaban bloqueados, como si permanecieran ocultos en un armazón de hierro y sin posibilidad de crecer. Claire era alegre, misteriosa, una gran conversadora, sagaz… Suponía que el buen sexo que tenían postergaba el anunciado final y cubría ese amor que era incapaz de sentir.
—El sábado es mi cumpleaños —dijo Claire, de repente, mientras se tumbaba boca abajo sobre la cama.
—Pues, tendremos que celebrarlo. ¿Alguna idea?
—Se supone que tú deberías pensar algo.
—Vamos Claire, no seas así, nuestra relación no es de esas.
—Y ¿cómo es, que no me he dado cuenta? —preguntó, mientras ahuecaba la almohada.
—Sin compromisos, sin obligaciones, sin…
—Sin detalles —lo interrumpió.
—Si quieres definirla así, me parece bien —respondió él, dirigiéndose hacia la ducha.
—Quiero ir a Barcelona.
—¿Perdón? —exclamó Thomas, incrédulo, asomándose por el hueco de la puerta del baño—. ¿A Barcelona, España, o es un nuevo bar de moda, de aquí, de Lyon?
Claire sonrió satisfecha; había conseguido llamar su atención.
—A Barcelona ciudad. Viví durante unos años allí y me apetece mucho ir a pasar un fin de semana. Está a solo hora y media de avión. Además, es mi cumpleaños y yo elijo ese regalo.
—¡De acuerdo, pero tengo un congreso muy importante en Ginebra, así que tendré que llevarme algo de trabajo! ¿Te importa? —gritó Thomas desde la ducha.
—Para nada, ya encontraré en qué entretenerme… —respondió ella, pensativa.
Barcelona los recibió con una mañana brillante y luminosa. Después de dejar su equipaje en el hotel y despojarse de la ropa de abrigo, Thomas quedó en manos de Claire y de sus caprichos.
—Para que no gruñas, tengo una sorpresa para ti —anunció Claire, sonriente.
El Parque de Cervantes era un jardín dedicado a las rosas. Unas dos mil variedades competían en belleza, incluso en olores, en el llamado «Jardín de los Perfumes», donde se encontraban las rosas más perfumadas del mundo. Su fragancia daba la bienvenida, junto con una escultura femenina rodeada de olivos, desde la entrada de La Diagonal.
Thomas se sentó bajo la sombra de un tilo, desde donde contempló anonadado los parterres rodeados de un cuidado césped, los rosales miniatura y floribunda, dispuestos en bonitas formas, los pequeños arcos cubiertos de rosales trepadores…
Claire conocía el amor de Thomas por la jardinería, el único amor de su vida, pensó con tristeza. Miró fascinada su rostro, permanecía callado con los ojos bien abiertos, contemplando con detenimiento cada recodo, cada flor, cada rincón del parque, como si ese lugar contuviera un secreto mágico. A Claire le parecía ver en su mirada algo infantil y, ese descubrimiento, ese lado hasta ahora desconocido para ella, hizo que le atrajera todavía más.
—¿No dices nada? —preguntó Claire, mientras comenzaban la ascensión.
—No sé qué decir, no tengo palabras. Me quedo a vivir aquí. Voy a plantar mi casa donde los rosales asiáticos, bajo ese enorme ombú —dijo, señalando la planta.
—Estás deseando que te pregunte qué diablos es.
—Se trata de una hierba gigante…
—¡Anda ya! —lo interrumpió Claire—. Pero si tiene tronco y mide por lo menos diez metros.
—Ya, pero no tiene anillos y, como ves, el tronco es verde y muy húmedo. Su madera es inservible para hacer fuego, o para la talla, pero protege como ningún árbol de las tormentas o del calor.
—Plantaré uno en mi casa.
—Las raíces te la destrozarían en muy poco tiempo. Crece muy rápido.
Antes de llegar a la Ronda de Dalt, se sentaron en un banco bajo una gran pérgola llena de rosales trepadores. Allí admiraron la rosaleda y la magnífica vista de Barcelona.
—¿Cuánto tiempo viviste aquí? —preguntó Thomas, de repente.
—Cuatro años. Mi novio de entonces era un portugués muy guapo, apasionado de la historia y del arte. Si le hubiera dado a elegir entre una conversación con Gaudí o una vida feliz conmigo, te aseguro que hubiera escogido lo primero. Lo aguanté tres años. ¡Qué estúpida fui! Tiempo perdido —dijo con amargura, a la vez que se quitaba los restos de esmalte rojo del dedo corazón.
—Y ¿después? —quiso saber Thomas.
—Creía que nosotros no teníamos ese tipo de relación en la que nos confesamos nuestros secretos.
—Touché —admitió él, divertido.
—Vamos, es hora de comer. Te voy a enseñar dónde vivía, en el barrio de El Poble Sec.
—Que significa…
—Pueblo seco.
—Curioso nombre.
—Unos dicen que es porque no tuvo una fuente hasta mediados del siglo XIX; otros lo achacan a la abundancia de bares y bodegas.
—Pues, las opiniones no pueden ser más dispares…
—Cierto. Ese es el encanto de este barrio. Cada esquina tiene una historia, ya sea de amor o de lucha obrera —explicó Claire entusiasmada—. ¿Te imaginas este sitio en los años cuarenta? Mira dónde está: a los pies de la montaña de Montjuic, donde había un cementerio judío, termina en el puerto y limita con el barrio del Raval por esa avenida, el Paral·lel, que era la zona de los prostíbulos, cabarets, teatros, cafés-concierto… Algo así como el Broadway catalán, y todo ello se mezclaba con el ambiente portuario y obrero.
—Parece una película de cine negro.
—Exacto, pero sin esnobismos. Era un barrio de familias humildes y anarquistas. Aquí la Guerra Civil española fue terrible. Se construyeron más de mil refugios para proteger a la población civil de los bombardeos.
Thomas asintió, encantado. El Poble Sec le parecía fascinante, gente que gritaba, viejos que, cigarro en mano, hablaban en pequeños corros, o sentados en bancos al sol del mediodía. Pasaron por calles angostas con cuestas empinadas y bajo improvisadas techumbres hechas de cuerdas de tender que se combaban con el peso de la ropa. En ocasiones, parecía claustrofóbico; en otras, a la vuelta de un recodo, aparecía una pequeña plaza despejada, con palomas y niños en bicicleta.
—¿No nos perderemos? ¿Sabes por dónde vas? —preguntó Thomas, con cierta desconfianza.
Claire sonrió y le dio la mano.
—Esto es como el laberinto del Minotauro. Yo soy Teseo y tengo el hilo para sacarte.
El contacto de la mano de Claire molestó a Thomas, le coartaba los movimientos y la sentía como si fuera un papel pegado a su piel; no veía el momento de soltarse. En cambio, a Claire no parecía incomodarle en absoluto, actuaba de manera natural; incluso la aferró con más fuerza, aprovechando un cambio de dirección.
—Ya hemos llegado. Can Margarit es un restaurante de los de toda la vida.
El local estaba abarrotado de gente que hablaba en voz alta. Una taberna antigua y popular donde Thomas se sintió incómodo.
—¿Vamos a comer aquí?
Claire obvió su pregunta y, mientras esperaban que les dieran una mesa, le ofreció un vaso de vino que había llenado directamente de uno de los barriles dispuestos en la pared con grifos. Thomas aceptó el vaso, encantado de tener al fin la mano libre.
—Bebe y disfruta. ¡Es una orden! —exclamó Claire, levantando la voz—. Recuerda que es mi cumpleaños.
La comida fue espléndida, tomaron caracoles, unas enormes raciones de conejo con especias y ajos, y pinchos de ternera. Cuando terminaron, Thomas quiso marcharse al hotel, deseaba trabajar un rato y acabar antes del esperado espectáculo en El Molino. Tomó un taxi mientras Claire, decidida a aprovechar al máximo el buen tiempo, optó por ir a la playa.
—Cuando te apetezca, me llamas —se despidió, besándole la mejilla.
Una vez en el hotel, Thomas se dio una ducha y se tumbó en la cama en albornoz. Encendió el portátil mientras se acomodaba apoyando la espalda en el cabecero. Pero no había manera de concentrarse. Primero pensó que era por la postura y colocó dos almohadas mullidas; después, se sentó en la silla frente al escritorio, pero seguía sin estar a gusto. Volvió a la cama y acabó tirando las almohadas al suelo y mirando fijamente la luz que se colaba por la ventana. De repente, le resultó ridículo estar en una habitación de un hotel ubicado en plena avenida del Paral·lel, donde la promesa de una vida bulliciosa se le ofrecía al otro lado de los muros.
Se vistió con unos vaqueros, una camisa blanca y, por si refrescaba, se llevó una americana oscura. Llamó a Claire, que en ese momento comunicaba. Le dejó un mensaje y salió a la calle con un mapa, tenía ganas de explorar por su cuenta. Sorteó a la multitud que, apostada en las puertas del Teatro Apolo, esperaba para asistir a la primera función. Cruzó la calle; en un abrir y cerrar de ojos, se encontró en otro mundo. Un joven con auriculares le dio un folleto con una amplia gama de masajes orientales. Divisó las viejas chimeneas de fábricas que sobrevivieron a los bombardeos de la Guerra Civil, visitó el Mercat de les Flors, un edificio novecentista ampliado con la cúpula de Miquel Barceló, bajó por escaleras que conducían a ruinas solitarias cubiertas de hiedra y subió enormes pendientes para acabar topándose con un árbol en una calle sin salida.
No muy lejos de allí vio el escaparate de una joyería. Llamaron su atención unos bonitos pendientes de color azul que se parecían a los ojos de Claire. Sin pensarlo, pulsó el timbre para que lo abrieran.
—Bon días —dijo, en una mezcla entre castellano y catalán.
—Puc ajudar-lo amb alguna cosa? Ha visto algo que le guste? English? —preguntó una elegante señora de mediana edad, al ver que Thomas no entendía el catalán ni el castellano.
—Quisiera que me enseñara esos pendientes que tiene en el escaparate con la piedra azul —dijo Thomas en inglés.
—Ah, los zafiros, muy buena elección. Espere que los saque y se los muestre a la luz.
Eran unos pendientes largos en forma de lágrima, sujetos con un pequeño diamante en la parte superior rematado con un zafiro.
—Son unos pendientes preciosos. El zafiro aporta un toque de color a la joya. Son perfectos para llevar a diario, o para ocasiones especiales —explicó la joyera con una sonrisa—. El zafiro simboliza la verdad, la sinceridad y la fidelidad en las relaciones.
Thomas sonrió para sí mismo. Vaya ironía, quizá sería mejor olvidarlo y comprar una joya con otro tipo de piedra.
Cuando metía la cajita en el bolsillo de su americana, le sonó el móvil. Era Claire. Estaba en la habitación, no había visto el mensaje. De todas formas, tenía que ducharse y arreglarse para la noche barcelonesa. Con pereza, Thomas tomó un taxi de vuelta al hotel.
Durante el camino, notaba el estuche en el bolsillo. Dudó si había obrado de forma correcta, o si se había dejado llevar sin pensar detenidamente las consecuencias. No estaba seguro de la manera en que Claire interpretaría el regalo. Quizá resultaba demasiado formal, tal vez sugería algo que no era en absoluto cierto. ¿Trataba de manera inconsciente de avanzar en la relación? ¿O acaso se sentía culpable por no amarla? A través de la ventanilla, contempló parejas abrazadas, otras que iban de la mano, madres que empujaban carritos de bebé… ¿Deseaba eso en su vida? Y si era así, ¿estaba Claire incluida en ese deseo? De pronto, se acordó de Úna, de las medallas colgadas en la pared de la habitación, de las fotos en las que siempre aparecía sonriendo. Él se había hecho cargo de sus pertenencias durante su breve paso por Les Diablerets, había sido testigo de sus objetos más íntimos. Ahora estaban escondidos en unas cuantas cajas de cartón anónimas olvidadas en su trastero. Una vida interrumpida y otra destrozada, la de Maire. ¿Por qué se había colado este pensamiento, así, sin avisar, en medio de ese día radiante?, pensó Thomas molesto. ¿Qué debía hacer para sacarlas de su cabeza? Últimamente, aunque tratara de distraerse, su recuerdo incómodo permanecía al acecho, a la espera del momento más inoportuno para hacerse presente. Como ahora, pensó exhalando un suspiro. Se sintió ridículo por no poder controlar estos sentimientos, de algo parecido… a la culpa. La palabra se iluminó en su mente, como un anuncio de neón. Pero, ¿culpa de qué?
Enfadado consigo mismo, mandó a la basura ese último pensamiento dispuesto a disfrutar del sol, la belleza y la noche barcelonesa.
Cuando llegó a la habitación, Claire se estaba secando el pelo. Al oírlo corrió hacia él y lo abrazó.
—He pasado una tarde fantástica. La brisa del mar, los rayos de sol, la gente feliz. No te he echado nada de menos.
—Mejor, porque yo tampoco. Aunque ahora que te veo desnuda, puedo decir que eres irresistible.
Thomas la tumbó en la cama y comenzó a besarle los pechos.
—Oye, Thomas, ¿por qué aceptaste venir a Barcelona conmigo?
—Por el sexo. No concebía estar todo un fin de semana sin ti.
—Eso me halaga. Lo mismo digo, pero ¿alguna razón un poco más, digamos, romántica? —preguntó Claire, molesta, zafándose de él.
—¿Hablas en serio? ¿Qué te pasa?
—No lo sé. Quizá lo que quiero son cenas románticas con velas, música, besos y todo ese rollo.
Thomas se puso de pie, mientras Claire lo miraba sentada desde la cama.
—¿Qué quiere decir con ese «quizá»? ¿Que lo has pensado, que lo deseas o que no puedes seguir así?
Claire lo miró fijamente y lo que vio no le gustó. Estaba claro que Thomas no deseaba otro tipo de relación y, de repente, tuvo miedo de perderlo.
—Nada, no me hagas caso, estoy ovulando y eso me pone tonta, pero también muy cachonda —susurró de manera sensual. Avanzó hacia él y le desabrochó el botón del pantalón.
Thomas quiso detenerla y preguntarle si estaba segura, si sus deseos repentinos eran casuales, o se trataba de algo meditado. Pero él mismo no estaba seguro de querer saber la respuesta, de conocer el verdadero alcance de sus sentimientos. Como siempre, el sexo tapó el incómodo problema. Lo único que Thomas tuvo claro era que los pendientes se quedarían en el bolsillo de la americana.