15

La forense Laura Terraux estaba de buen humor. Le acababan de traer su nueva camilla de autopsias. La mesa estaba construida en acero inoxidable, con base cerrada, puerta de registro, válvula de paso de agua, un interruptor de encendido y un enchufe hembra estanco. Además, en su interior había espacio para la bomba de succión. En la cubierta tenía una llave combinada, ducha retráctil, una tasa de lavadero y tres cribas perforadas desmontables y deslizables. Una auténtica maravilla. Le pareció ridículo alegrarse por estar dentro de la sala de autopsias. Miró a su alrededor. No había ventanas, unos tubos de luz fosforescente cruzaban el techo de un extremo al otro. El alicatado blanco de las paredes y las otras cinco mesas, abolladas por el uso, no ayudaban a animar el lugar de trabajo.

Su ayudante Julien apareció con el primer cadáver del día. Laura se colocó las gafas protectoras, se ató el delantal plastificado, pulsó el botón de grabar y se puso los guantes. Empezó con el examen externo. Se trataba de una persona mayor, que había muerto por atropello. Laura comprobó el nombre y el número de ingreso en la morgue. Vio en el brazo el extremo de una vía intravenosa y el tubo endotraqueal que sobresalía de la boca, restos de un intento de reanimación. Leyó que había muerto en el hospital, así que tenía que existir un informe médico. Hojeó el informe policial y llegó a lo que le interesaba: la doctora Renné había descrito de manera meticulosa el estado en el que el paciente llegó a Urgencias y su evolución hasta el momento de la muerte. Se adjuntaban radiografías y un escáner de tórax. Fue mirándolas conforme las colocaba en las pantallas luminosas pegadas a la pared más cercana a su mesa de autopsia. Mientras Julien ponía etiquetas en los recipientes de muestra, Laura alcanzó el escalpelo; estaba lista para empezar.

A las cuatro de la tarde, salió del hospital. No sabía cómo, pero su jornada laboral siempre se alargaba. Se montó en su coche, un Suzuki Gran Vitara con tracción a las cuatro ruedas. De camino a casa paró en el supermercado para comprar algunas cosas. Iba pensando qué necesitaba mientras empujaba el carrito, en el que metió dos envases de leche desnatada, un sobre de sopa preparada, un paquete de lonchas de pavo, plátanos, naranjas, tomates y huevos. Antes de llegar a la caja, pasó por su sección preferida; tres tabletas de chocolate y un paquete de bizcochos de mantequilla cayeron en el carro. Varias personas esperaban en la cola cuando llegó a la caja. Miró la hora. Quedaba poco para que empezara su serie favorita. Le gustaba verla mientras comía. Se impacientó. Un golpe en el tobillo le hizo volverse. Una joven se disculpó con una tímida sonrisa. En el interior de un pañuelo atado a su cuello, llevaba un bebé, que succionaba plácidamente el pecho de su madre. Laura la dejó pasar. Oyó los ruiditos que hacía el bebé mientras amamantaba; olió su colonia. Un sentimiento comenzó a crecer en su interior. Sintió una gran presión en el pecho y empezó a sentirse indispuesta. Últimamente, siempre le pasaba lo mismo, y cada vez con más frecuencia. Se obligó a respirar de manera pausada. Le entraron ganas de llorar. No encontró ninguna causa en particular a la que echar la culpa, simplemente porque sí, por ella misma. La joven madre acariciaba la cabecita de su bebé y, de vez en cuando, lo besaba cerrando los ojos. Laura contemplaba la escena inmóvil, hechizada. Le pareció increíble que en medio de señoras sobrealimentadas, cajeras de gesto arisco y adolescentes mascando chicle mientras escuchaban la música que salía a todo volumen de los auriculares, existiera ese momento de ternura y calma. Tenía cuarenta y un años. Quería saber qué sentía esa madre. Deseó ser ella.

Salió del supermercado y en cuanto llegó a casa encendió la televisión. Mientras se quitaba la chaqueta, vertió agua en un tazón y lo metió en el microondas un minuto y medio. Cuando sonó el pitido abrió la puerta y echó en el agua el sobre con la sopa de pollo y fideos. Revolvió con una cuchara y lo colocó en una bandeja con un sándwich de atún y tomate y un vaso de agua. Se sentó en el sofá. Con ayuda de un pie, se quitó un zapato y luego repitió la operación con el otro. Probó la sopa y suspiró. Se sintió bien, la serie justo acababa de comenzar.

Laura apagó la televisión, otro día que le habían dejado con las ganas. Miró distraída por la ventana de la cocina mientras fregaba el plato y el tazón de la comida. Cuando acabó, se secó las manos y salió por la puerta trasera al porche. Le sorprendió que hiciera tanto calor. Descalza, bajó los escalones hasta el jardín. Contempló el enorme sauce llorón, el único árbol que había en el jardín. Caminó sobre la hierba hasta el sauce y se tumbó bajo sus ramas. Miró hacia arriba. No había mejor sombra que la de los árboles. Al revés que muchas, era una sombra reconfortante y luminosa. Vio cómo se creaban ante sus ojos figuras geométricas que iban transformándose, como las imágenes de un caleidoscopio. La primavera era la mejor época para estar fuera, con las hojas recién nacidas, de color verde fosforito, tiernas, translúcidas, que dejaban pasar los tímidos rayos de luz. Cerró los ojos y oyó los golpes de su corazón. Se sentía viva y fuerte. Había conseguido muchas cosas, más de las que nunca había imaginado. Pensó en su trabajo: doctora forense jefe; hasta ahora ninguna mujer había ocupado ese cargo. Abrió los ojos, contempló su casa de madera blanca con las ventanas rojas. Vio la mecedora en el porche y la manta de colores vivos apoyada en el respaldo. Recordó el viaje a México, donde la compró. Conoció el país viajando en autostop y sin dinero. Fue una locura. El recuerdo le hizo sonreír. Se acordó de Mario, de su risa, siempre de buen humor; lo había querido mucho.

Entró en la casa, atravesó el salón y salió a recoger el correo. Publicidad y extractos bancarios. Cerró la verja de hierro y entró. Volvió a hundir los dedos de los pies en la hierba del jardín. Dejó las cartas en la mesa de teka del porche. Pensó que no echaba en falta la compañía de un hombre, sabía lo que era vivir con alguien y, sinceramente, estaba mejor sola. Pero sentía ese nudo en el pecho. Llevaba un tiempo así y no encontraba manera de deshacerlo. No se engañaba, escuchaba su cuerpo, que le gritaba: «Tienes que ser madre».

El lunes a las dos de la tarde recibieron una llamada en la morgue para avisar del fallecimiento de una mujer joven. Era necesario realizar la autopsia con el fin de conocer la causa de la muerte. Un celador del hospital trasladó el cadáver desde la ambulancia y se lo entregó a Julien, el técnico, junto con los documentos legales. Julien comprobó que los datos estaban adecuadamente rellenados. Leyó la pulsera identificadora: «Irina Petrova Kuznetsova. N.º 73245. 28/02/1986». Vio la anotación del médico sobre la posible causa de la muerte y que no decía nada de riesgos especiales, como hepatitis o VIH. Comprobó que el certificado que daba permiso para tomar muestras de tejido con fines terapéuticos, docentes y de investigación, estaba firmado por la familia.

Una vez que hubo revisado todos los documentos, Julien rellenó el libro de registros de la morgue y el libro de entrada con el número de autopsia, datos personales, tipo de autopsia y el nombre del médico que iba a realizarla. En ese momento, dudó. Miró el cuadro con los horarios de los forenses. Buscó el nombre de Laura. Vio que ya tenía dos autopsias programadas. Pensó asignarle el caso a Patrick, que entraba a trabajar a las tres de la tarde, pero enseguida desechó la idea. Laura lo mataría. Sabía que estaba interesada en ese tipo de muertes; él mismo había sido su ayudante en tres de ellas. Con paso resuelto, trasladó el cadáver de la morgue a la sala de autopsias.

Nada más entrar vio a Laura. Estaba trabajando en la nueva mesa. Dejó la camilla y se acercó hacia ella despacio. Por el camino saludó a Henry y a Honoré.

—Julien, ¿viste el partido de ayer entre el Lyon y el Paris Saint-Germain? —preguntó Henry—. El chico se detuvo delante de la mesa a los pies del cadáver de un hombre, de mediana edad, muy flaco, con la piel amarillenta.

—No lo vi. Pero he leído en el periódico lo que pasó.

—¿Qué opinas?

—Creo que fue penalti y tarjeta roja. El árbitro se equivocó.

Honoré estaba terminando de coser el tórax, mientras Henry metía celulosa en el cuello del cadáver.

—Yo tenía razón —dijo Honoré—. La amarilla era insuficiente. Tenían que haberlo expulsado.

—Vosotros los de Lyon siempre ponéis excusas cuando perdéis —dijo Henry, y se puso a silbar, de buen humor.

Acabó con la celulosa y se quitó los guantes. Julien vio como un malhumorado Honoré terminaba de suturar el cuello. Riendo, avisó al celador por el interfono para que se llevara el cuerpo. Quería irse pronto a casa. Se despidió de ellos y fue hasta la mesa de la forense. En la mesa de Laura, al contrario que en las otras, siempre reinaba el silencio. Ella se concentraba en cada autopsia y tenía presente en todo momento el papel tan importante que desempeñaba, además del respeto a los muertos. A Julien le gustaba trabajar para ella. No solo lo animaba con sus comentarios y opiniones si no que, además, aprendía.

—Laura, ¿puedo hablar un momento contigo? —preguntó en voz baja.

Ella no lo oyó, estaba totalmente ensimismada, así que tuvo que repetir la pregunta. Esta vez sí se volvió; su cara se alegró al verlo.

—¿Qué haces aquí? ¿No tenías un montón de papeleo por clasificar?

—Hay otro cadáver. Se trata de una mujer joven, deportista y, según el informe previo, ha muerto de forma súbita.

Julien vio que el cuerpo de la doctora se tensaba. La sonrisa desapareció y sus facciones se endurecieron.

—No se lo des a nadie, el cuerpo es mío.

—Pero tienes varias autopsias por realizar. Lo lógico sería dejarla para el turno de tarde.

—De ningún modo —dijo Laura con rotundidad—. Pon en el panel que yo me ocupo de esa autopsia. Pasa la menos urgente para la tarde o para mañana.

—¿Quieres que te ayude?

—Gracias, Julien —respondió aliviada—. El becario pone de su parte, pero me encantaría contar con un técnico de tu experiencia.

—Si te parece me lavo, y voy preparando el cadáver en la mesa cinco.

El becario de Laura apareció con los botes de formol. Los dejó en una mesa anexa y mientras los etiquetaba se volvió a disculpar por un error anterior. Julien identificó el cuerpo y comprobó que se correspondía con el historial. Colocó el cadáver con cuidado sobre la mesa en decúbito supino, lo desnudó y le puso un paño en la cara y los genitales. A un lado, dejó preparado el instrumental y etiquetó los botes con formol y los tubos para la recogida de muestras. Laura lo observaba de reojo. En cuanto vio que el cadáver estaba preparado, se apuró en terminar la autopsia dejando que el becario pusiera las costillas en su sitio y lo cosiera. Se lavó, se puso guantes nuevos, inició la secuencia de prosección de, según leyó, Irina Petrova. Laura inspeccionó y palpó el cadáver de la cabeza a los pies. Julien, a su izquierda, lo movía y anotaba los datos en el protocolo.

—Las fosas nasales parecen normales, el tabique también. Recoge muestras de la nariz y la boca. Me temo que si no encontramos restos de drogas, esta va a ser la sexta muerte súbita en lo que va de año.

Julien la miró preocupado.

—¿Sigues pensando que no son muertes naturales? —preguntó.

Laura asintió, concentrada.

—Demasiadas casualidades. Hay algo que se nos escapa —dijo.

—Pero las muestras analizadas de los otros cuerpos han sido negativas.

Laura miró a Julien. Tenía el pelo rubio, abundante. En ese momento lo llevaba tapado con un gorro. Sus ojos azules estaban ocultos por las gafas. Muchas veces cuando lo veía se acordaba del David de Miguel Ángel. Julien se giró para alcanzar las jeringas en las que guardar las muestras de fluidos. Laura admiró el trozo de tatuaje tribal que se asomaba por su nuca. Demasiado joven y guapo, pensó.

—Me da igual lo que digan en laboratorio. Estoy convencida de que algo ha matado a estas chicas —comentó, retomando la conversación.

Tomó el bisturí y realizó un corte en forma de «T» desde el hombro izquierdo al derecho bajo las clavículas y sobre el manubrio del esternón. Desde la mitad, cortó en perpendicular hacia abajo respetando el ombligo hasta la sínfisis del pubis. Después, en el tórax, levantó un poco la pared abdominal para no lesionar las vísceras. Por último, hizo un corte transversal en la parte inferior del abdomen. Julien midió el espesor del tejido subcutáneo a la altura del ombligo y lo anotó, tomó una muestra del músculo recto anterior y de piel y los introdujo en botes identificados con el número correspondiente.

—Por cierto, ¿qué tal el nuevo? —le preguntó a Laura, mientras veía que el becario se llevaba el cadáver de la anterior autopsia a la morgue.

—Muy verde. A veces prefiero hacerlo sola. En la primera autopsia del día, ha cortado la primera costilla desarticulando la parrilla costal.

Julien soltó una carcajada mientras la ayudaba a separar el diafragma desde el esternón hacia las costillas. Después cortó con el bisturí el músculo del cuello y desencajó el manubrio de la clavícula y la primera costilla.

—Por ahora, no hay nada reseñable. No hay adherencias entre la pleura visceral y parietal ni líquido en la cavidad pericárdica.

La doctora examinó la cavidad abdominal.

—Tampoco hay adherencias del epiplón.

Julien anotó el volumen de líquido peritoneal y la medida de la altura del diafragma. Por su parte, Laura comenzó la extracción de los órganos del tronco y del abdomen. Tomaron muestras para el análisis toxicológico. La doctora extirpó los pulmones y comprobó que sus arterias estaban limpias. Sacó el corazón, lo pesó y seccionó la vena cava buscando coágulos, no halló ninguno.

—Nada —comentó decepcionada—. Voy a examinar el interior del corazón a ver qué encuentro.

Julien asintió. Estaba concentrado en la disección del intestino en el fregadero de la mesa de autopsias.

—¡Aquí está! —exclamó Laura.

Dentro del corazón, en la vena cava, había un coágulo.

—Bueno, ya tenemos la causa —comentó Julien.

—Como las otras chicas. Todas han muerto de manera fulminante y de lo mismo: embolismo pulmonar masivo, infarto agudo o trombosis cerebral.

El joven ayudante asintió mientras colocaba al paciente boca arriba. Diestramente, efectuó un corte con el bisturí y procedió a cortar el cráneo con la sierra circular. Separó los polos frontales de ambos hemisferios con los dedos tirando de ellos hacia él suavemente. Diseccionó el bulbo para llegar a la médula y obtener muestras. Laura pesó el cerebro y comprobó las venas carótidas.

—El cerebro parece normal —comentó.

Mientras, Julien agarró el encéfalo y pasó un hilo, que sujetó a los bordes de un recipiente, dejando el cerebro en flotación en formol.

—Ten cuidado —le advirtió Laura—, el becario apoyó ayer uno en la pared del bote y se deformó.

Julien asintió y guardó el encéfalo en un bote herméticamente cerrado y con el nombre escrito en la etiqueta correspondiente.

—Dentro de quince días veremos qué hay —dijo, con tono alegre.

—Te voy a ayudar a reconstruir el cuerpo —se ofreció Laura.

—No hace falta, es mi trabajo.

—Ni hablar, me has hecho un favor ayudándome. Además, juntos acabaremos antes.

Entre los dos secaron y quitaron todos los líquidos ayudándose de cacillos y de una bomba de succión. Rellenaron el cuerpo con celulosa de forma que quedara lo más normal posible y procedieron a la reconstrucción del cadáver. Pusieron en el tórax la parrilla costal y añadieron más celulosa. Rellenaron el cráneo, encajaron la calota en las muescas hechas y volvieron a colocar en su sitio el cuero cabelludo. Lo cosieron, lo lavaron con agua y lo peinaron con un cepillo. Después, rellenaron el registro de las muestras para estudios histológicos, y Laura escribió sus datos y la fecha de la autopsia.

Nada más terminar, avisaron a un celador para que se llevase el cadáver a la morgue, donde irían a recogerlo los de la funeraria. Mientras se quitaba los guantes y el gorro, Laura se quedó observando al celador que lavaba con desinfectante todo el material y la mesa. Con el informe de Irina Petrova en la mano, se encaminó a las duchas y se acordó de Thomas Connors. Tuvo la certeza de que era hora de llamarlo.