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Eran las 9.30 cuando Frank Stone se despidió con un beso en la mejilla de Ekaterina. Su mujer había sido una atleta de élite en Rusia, además de la hija de uno de los representantes del partido comunista. Fue lo que se dice amor a primera vista y, después de unos días de conquista, Frank le propuso, para no tener que separarse, que terminase sus estudios en una de las universidades más importantes de Ginebra. Ekaterina aceptó y se casaron un año después en San Petersburgo por el rito ortodoxo.

Mientras bajaba las escaleras hacia el garaje, sintió una leve molestia en la rótula de la rodilla derecha. Se paró unos segundos hasta que el dolor desapareció y continuó su descenso. Entró en el Porche 911 Carrera de color azul, arrancó el motor y pulsó el botón del mando que abría la puerta del garaje. Vivía en una casa moderna, con forma de «U», situada en la ribera izquierda del lago Lemán, en Cologny, un pueblo de no más de cinco mil habitantes. Había escogido ese lugar para establecerse porque estaba a escasos kilómetros del aeropuerto internacional y a menos de hora y media en coche de Les Diablerets pero, sobre todo, porque quedaba a diez minutos a pie del club de golf.

Tenía una cita para jugar unos hoyos con su mejor amigo y debía darse prisa; Hugo no estaba acostumbrado a que le hiciesen esperar.

Hugo tenía la misma edad que Frank, aunque su pelo abundante, su piel bronceada y un cuerpo atlético le hacían parecer más joven. Era conocido en el mundo de las grandes empresas como el hijo mayor del presidente de la farmacéutica Poche y, en sociedad, como el soltero de oro al que toda mujer casadera quería arrimarse.

El bisabuelo de Hugo había fundado la farmacéutica junto a su socio Carl Maurer, ganador del Nobel de química por su trabajo sobre el enlace de átomos en moléculas a principios del siglo XX. Desde entonces, la empresa había crecido considerablemente en tamaño y volumen de negocio. Empezaron a comercializar los medicamentos a escala mundial hasta que el boicot de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial los puso contra las cuerdas. Pero una buena maniobra conjunta entre su abuelo, que hizo una ampliación de capital, y los químicos, que descubrieron exitosos medicamentos, la situaron otra vez en el candelero. Ahora la farmacéutica contaba con más de cincuenta mil empleados y tenía fábricas en cuatro continentes.

Hugo había heredado de su abuelo la capacidad analítica y la constancia, una cualidad que le había servido para mantener, con el transcurso de los años, sus opciones en la carrera por la presidencia de la compañía. La sucesión se convirtió en una carrera de fondo. Conforme pasaban los meses, sus hijos veían que el viejo aún no estaba dispuesto a abandonar el barco. Era cierto que cada vez delegaba más, que los dejaba tomar decisiones importantes, pero cuando no estaba de acuerdo con ellos los trataba como a meros empleados. Hugo sabía muy bien qué tenía que hacer: esperar su momento.

El padre de Frank conoció al padre de Hugo en el Dolder Golf Club de Zúrich, donde trabajaba como empleado de mantenimiento. La amabilidad del padre de Frank no pasaba desapercibida entre los miembros del selecto club. Con el tiempo, la enorme brecha social que los separaba se fue reduciendo hasta casi desaparecer.

—¿Por qué no traes a tu hijo? —le preguntó en una ocasión el padre de Hugo—. Hay unos cursos de iniciación al golf para niños. Voy a apuntar al mío y no hay niños suficientes. Parece ser que pocos padres están dispuestos a que sus descendientes tengan en un futuro mejor swing que ellos. No te preocupes por el dinero de la matrícula, yo me hago cargo.

—Me parece una buena idea, menos de que se ocupe de la matrícula —dijo el padre de Frank muy digno.

Con los años, fue Frank Stone quien llegó a convertirse en un prometedor jugador de golf. Hasta que un accidente de moto el día en que cumplía dieciocho años le provocó una lesión en la columna.

A las 9.46, Frank aparcó el coche en la plaza número 73. Sacó la bolsa con los palos de golf y entró por la puerta del club con paso firme. Después del accidente pensó que podría continuar con su prometedora carrera deportiva, pero las lesiones hicieron que perdiera movilidad en las articulaciones y su swing nunca volvió a ser el mismo.

—Hola, Frank —lo saludó Hugo.

—¿Me has traído la chocolatina? —preguntó con impaciencia.

—Tranquilo, Frank, siéntate. Antes tenemos que hablar de lo de Corea. Te pido un café.

Frank se quitó la chaqueta blanca Lacoste y la dejó en el respaldo de la silla. Llevaba las gafas de sol puestas, eran tan imprescindibles como sus pastillas, le ayudaban a disimular el dolor cuando era tan fuerte que le hacía llorar. Desde que el médico le recetó morfina no había podido dejar de tomarla. Cuando Hugo y Frank se referían a ella, la llamaban «la chocolatina». En realidad, la podrían haber llamado de muchas maneras, pero siendo los dos suizos no se les ocurrió ninguna mejor.

—¿De qué quieres hablar? Me parece que no te vas a librar de una paliza —dijo Frank, impaciente por acabar la conversación y empezar a jugar.

—Ya sabes que me encantó la fiesta que montaste en París. Aquellas chicas eran estupendas, pero esta vez, si puede ser, que sean más jóvenes. No voy a tener que recordarte mis gustos a estas alturas —respondió Hugo con sarcasmo.

El camarero llegó con una bandeja con el café y el azúcar, además de un caramelo y un vaso de agua. Frank contempló durante unos segundos cómo se deshacía el terrón de azúcar en el café; después, levantó la cabeza y sonrió.

—Sí, sí, ya sé lo que te pone. Las chicas de París que tanto te gustaron fueron cosa de Serguei. Cuando se enteró de que íbamos para allí, se ofreció para encargarse de todo.

—Muy profesionales para ser modelos. ¿No te parece? —le preguntó Hugo con segundas.

Frank dio un sorbo al café. Pensó en lo que le había dicho su amigo. La verdad es que no era normal encontrar modelos tan dispuestas, y menos que tomaran la iniciativa de la forma en que lo hicieron.

—Las chicas de Serguei están muy bien enseñadas. Se nota que las elige él personalmente.

—¿Tienes preparado algo para Daegu? —le preguntó Hugo, sin rodeos.

—Sí, claro, pero esta vez será en nuestro hotel. Serguei se encargará de todo. Nada de salir fuera. He reservado dos suites. Invitaré a Hernández y Emmanuel, en agradecimiento por el favor que hicieron a nuestros amigos de la candidatura. Hay que comportarse como caballeros. ¿No te parece?

—¿Estás seguro? Desde que los de la BBC sacaron a la luz lo de los sobornos no está la cosa como para llevarlos de putas.

—Hugo, deja que yo me encargue. Nadie tiene por qué enterarse. Además, no son putas sino un servicio de acompañamiento, no lo olvides. Ahora, dame de una vez la chocolatina.

—Aquí tienes. Vamos a cambiarnos. ¿Qué tal nueve hoyos?

—Me parece bien, pero hoy no te doy más de tres golpes de ventaja —dijo Frank.

Se levantó de la silla, se puso la chaqueta y guardó la morfina en uno de los bolsillos.

—Con solo tres golpes me ganas, seguro. —Hugo sonrió.

—Vamos a dejarlo en cuatro, pero si te gano me debes una.