13

Janik soñó que Irina estaba muerta. En la confusión del despertar, se preguntó si era verdad y descubrió sobresaltado que la pesadilla era real. La revelación fue brutal y sintió que se desangraba por dentro.

Bajó las escaleras contando los escalones, para ocupar su mente con los números. Allí estaba Blanc, que no dejaba de observarlo desde la distancia. No había nadie más en el pasillo. Cuando Janik llegó a su altura, Blanc le preguntó si había visto algo extraño en el cuerpo de Irina cuando la encontró.

—No, ¿por qué iba a encontrar algo extraño en el cuerpo de Irina?

—¿No lo sabes?

—¿Saber? ¿Qué tengo que saber?

—Que el diablo la visitó.

—Vaya tontería.

—No son tonterías. Cuando tenía tu edad, el diablo lanzaba a los lugareños grandes trozos de roca desde lo alto. Tuvimos suerte de que respetara la abadía.

Janik pensó que se refería a algún desprendimiento o a un alud.

—Hubo una época que lo hacía de noche, mientras dormíamos. Cuando estábamos acostados, oíamos caer las rocas y partirse en mil pedazos.

—Los famosos desprendimientos que todo el mundo comenta —dijo Janik, con recochineo.

—Debajo de las ruinas de la abadía había un altar donde se adoraba a Satanás. Agustín de Lestrage, abad de la Orden de la Trapa, tuvo un sueño en el que Dios le mandaba destruir ese altar pagano y construir un monasterio al que llamó «La última voluntad de Dios».

—¿Has dicho que adoraban al diablo?

—¡Janik! No me interrumpas —le ordenó Blanc—. Buscó moradoras para el nuevo monasterio entre monjas cistercienses suizas, pero las religiosas se negaron. Don Agustín no se rindió y partió a Francia en busca de monjas ajenas a la fama del lugar. Ese mismo año comenzó la construcción del monasterio. Durante los tres años de trabajos se sucedieron desprendimientos, incendios y toda clase de desastres —continuó—. Además, se comenta que algunas monjas soñaban que el diablo las corrompía. Las religiosas abandonaron asustadas la abadía cuando solo se había construido una parte de las estancias. Todavía hoy los habitantes de Les Diablerets cuentan que, en su huida, gritaban: «¡El diablo, el diablo!».

—Vaya, otra vez el diablo —comentó Janik, cansado.

—Pero en estos últimos años es peor porque ahora viene a por las jóvenes atletas. Desde que edificaron la residencia, al diablo le gusta pasearse por los pasillos; puede oler las almas atormentadas. Yo lo puedo sentir.

—Y ¿no se te ocurre hacer algo? No sé, un exorcismo o algo parecido.

—No, no se debe molestar al diablo —dijo, con determinación—, o la próxima vez irá a por ti. El diablo tiene un solo propósito y muchas caras.

—Blanc, ¿de verdad crees en esas cosas?

Blanc rio antes de darse media vuelta y desaparecer por una de las puertas de servicio. Janik se quedó inmóvil en medio del pasillo. Lo único real de esa conversación era que Blanc creía firmemente en lo que decía.

Algo se rompió en alguna parte del cuerpo de Janik después de la muerte de Irina. Un dolor desconocido lo atenazaba. No era como el que sintió cuando murió su padre, que llenaba todo el cuerpo. El dolor por Irina no sabía de qué parte procedía, pero no era superficial como un dolor de piernas, venía de más adentro.

Janik comenzó a correr en dirección al circuito del río, que bajaba crecido por el deshielo. Podía respirar el verano. La imagen de Irina apareció en un recoveco del camino, pero esta vez su sombra iba más deprisa. Recordó cómo respiraba, de manera acompasada y suave hasta que cambiaba el ritmo y se hacía más fuerte. Recordó su cara concentrada, con la mirada puesta en algún punto lejano del horizonte, moviendo los brazos al compás de sus piernas. Con el brazo derecho hacía más recorrido que con el izquierdo. Ese era su único defecto en un estilo casi perfecto. Era gratificante contemplar su silueta cuando se adelantaba un poco. Su coleta, sus piernas largas y su pequeño trasero, que se marcaba a través de las mallas.

¿De qué murió?, se preguntaba Janik una y otra vez. Irina era una chica joven que se preocupaba por hacer bien las cosas. No se perdía una sesión de masaje y cuidaba la alimentación hasta el punto de separar las olivas de la ensalada por miedo a que le aportasen unas calorías de más. Un fallo del corazón, pensó. Buscó en su memoria si alguna vez Irina se había quejado de algún malestar.

Nada.

—¡Irina! —gritó fuerte—. ¡Siento no haberte dicho que te quería!