Habían pasado unas semanas desde la conversación con Ethan en el hospital y Janik no se explicaba cómo una buena persona podía acabar haciendo trampas. No podía dejar de darle vueltas a lo que le había contado. Trataba de ponerse en su situación, pero era difícil justificar la decisión de su amigo.
Se repetía a sí mismo que los deportistas de fondo tienen una mente coraza. Los duros entrenamientos que soportan y la presión de las competiciones los preparan para salir victoriosos ante las dificultades; las lesiones y los fracasos los hacen más fuertes ante las adversidades. Están acostumbrados a decir no. «No, no salgo los fines de semana». «No, gracias, no bebo alcohol».
El mitin de atletismo de esa tarde en el estadio de Cornaredo, en Lugano, era la primera prueba importante de la temporada. En el desayuno, Janik se sentó junto a Peter; iba a correr la prueba de 100 metros en el mitin.
—¿Te han dejado dormir los nadadores? —dijo Peter.
—Sí, ¿qué ha pasado? —preguntó Janik, extrañado.
—Vaya jaleo han armado a las dos de la mañana.
—Cuando tengo una competición importante duermo con tapones. No me he enterado de nada, pero al levantarme sí que he visto papel de váter tirado por el suelo.
—Los tenías que haber visto corriendo por los pasillos, vestidos con papel higiénico y un gorro de nadar.
—¿Tú los viste? —preguntó Janik.
La verdad es que en la residencia se daban toda clase de desmadres, pero los de los nadadores tenían fama de ser los peores.
—Como para no verlos… —se quejó Peter—. Llamaron a la puerta de mi habitación y me levanté. Estaban borrachos. Eran más de doce.
—¿Las chicas también?
—Sí, todo el grupo. Tenían un cachondeo… Me invitaron a sumarme a la celebración.
—¡Vaya con las nadadoras!
—Lo único que quería es que me dejasen dormir. Estaba de muy mala leche. Los amenacé con despertarlos en cuanto me levantara, pero ni caso. Me encerré en mi cuarto y estuve viendo una película hasta que dejaron de hacer ruido.
—Y esta mañana, ¿has cumplido tus amenazas? —quiso saber Janik, intrigado.
—No, pero tengo una foto de dos culos que saqué con el móvil. Estoy pensando en colgarla en el Face —dijo Peter, asintiendo.
Irina y su compañera de habitación, Anna, la saltadora de altura, interrumpieron la conversación.
—Hola, chicos —saludaron las dos al unísono mientras dejaban la bandeja encima de la mesa.
—Por poco no nos levantamos de la cama. Vaya noche hemos pasado… —dijo Irina.
—De eso hablábamos —dijo Peter.
Se sentaron a su lado y comenzaron a mezclar los cereales con la leche. Para entonces, Janik ya había devorado lo poco que quedaba de sus uñas.
—Parece que vamos a tener buen tiempo para competir —comentó Anna.
—A ver si tenemos algo que celebrar —añadió Peter mirando a Irina.
—Ya veo tus intenciones, pero yo no soy como las nadadoras —dijo Irina, mientras untaba la tostada de mermelada con el cuchillo.
—No estaba pensando en esa clase de celebraciones, pero… ¡Irina haciendo travesuras! Es una buena idea. —Peter sonrió.
—Todavía no hay razones por las que celebrar nada. Ya veremos qué pasa al final de la temporada —repuso Irina sin cambiar su expresión.
—Vamos, no seas así, estás que te sales. ¿De verdad crees que no hay nada que celebrar? —insistió Peter.
—No me gusta la gente que adelanta acontecimientos.
Eran más de las doce de la mañana cuando entraron los cuatro por la puerta del hotel Lugano Dante Center. En el comedor, Janik se encontró con el seleccionador nacional de medio fondo, acompañado de sus ayudantes.
—¿Cómo estás, chaval? —le preguntó.
—Me encuentro bien, pero ya veremos qué pasa esta tarde.
La última vez que habían estado juntos hablaron sobre cómo recuperarse de un entrenamiento intenso. Janik pensó en lo que le había dicho Ethan acerca del efecto que tenían sobre la recuperación los esteroides, la EPO y la hormona de crecimiento.
—Se comenta que alguno de los corredores con los que vas a competir va con gasolina súper —comentó uno de los ayudantes.
—No existe mejor gasolina que un plato de pasta —dijo Janik.
—Esta tarde veremos la calidad de tus espaguetis.
Todos le rieron la gracia. Todos, menos él.
En la habitación, Peter bajó la persiana a media altura y se tumbó en la cama. Janik sacó El Principito de la mochila. Lo llevaba siempre que tenía una prueba, cada vez que lo releía encontraba algún significado nuevo. De una manera u otra, se identificaba con él. Su planeta era Les Diablerets y las pistas de atletismo. La flor a la que había que cuidar era su cuerpo y, en cierto modo, cuando salía lejos de Les Diablerets se encontraba con diferentes personajes que le daban consejos sobre lo que debía o no debía hacer. En su viaje, que empezó al morir su padre, había alterado el ritmo de su corazón con cada zancada, creyendo que podría olvidar su ausencia. Se sentía igual que el Principito cuando dejó su planeta, solo y abandonado.
Cada media hora salía un autobús para el estadio. Janik esperaba sentado junto a Peter en el hall del hotel. No llevaba nada más que una pequeña bolsa con los clavos, la camiseta, la acreditación para entrar al estadio y los dos dorsales. Sacó la camiseta y los dorsales, despegó el papel que protegía el pegamento y lo colocó en la parte de delante de la camiseta. A veces, como el pegamento fallaba debido al sudor, sujetaba el dorsal con unos imperdibles que llevaba en uno de los pequeños bolsillos laterales de la bolsa. Extendió la camiseta para ver si quedaban bien.
—Están perfectos —dijo Peter, que había seguido todo el proceso con interés.
—No me gustan los dorsales grandes, me siento incómodo.
Igual que el Principito con los baobabs, Janik era disciplinado con sus pequeños rituales. Estaba deseando llegar al estadio y empezar el calentamiento. Su cuerpo seguía en estado de alerta. El mismo estado que debían de tener los cazadores primitivos justo antes de enfrentarse a un gran mamífero.
Los jueces llamaron a los atletas quince minutos antes de la prueba. Entonces pudo ver a todos sus rivales. Los tres corredores keniatas no paraban de reír mientras se calzaban las zapatillas de clavos. Siempre tan alegres, como si la carrera no fuese con ellos. El atleta suizo que iba a hacer de primera liebre estaba sentado en uno de los bancos con la cabeza mirando el suelo.
Las liebres se ponían en cabeza marcando el ritmo que se les pedía. Mantenían un ritmo constante, con lo que los demás atletas no hacían un desgaste extra contra el viento. De ellos dependía que los demás consiguieran los objetivos marcados. La dificultad consistía en mantener un ritmo constante. Unas veces, la liebre salía por encima del ritmo que se le pedía y se quedaba sola. Otras veces, si el ritmo era lento, los corredores de cabeza perdían unos segundos valiosísimos. Las segundas liebres eran corredores de alto nivel, debido a la exigencia que implicaba correr en cabeza. Se calculaba que el desgaste de una liebre por vuelta era de hasta un segundo con respecto a los demás. Por ello, en ritmos de récord del mundo había auténticos especialistas. Había liebres que ganaban más dinero que algunos corredores de élite.
Janik se fijó en la constitución extremadamente delgada de la segunda liebre. Envidió su elegancia. Miles de años atravesando las altiplanicies del valle de Rift, a una altura de más de mil metros, lo habían dotado de un esqueleto poco pesado, un pecho ancho donde albergar los pulmones necesarios para correr amplias distancias, unos tobillos estrechos, que sustentaban las fibrosas palancas que impulsaban todo el cuerpo, y un corazón poderoso que enviaba la sangre con fuerza para suplir la carencia de oxígeno producida por la altitud. Un éxito de la evolución humana al servicio de la velocidad y la resistencia. Era normal que los niños keniatas y etíopes recorrieran distancias diarias de más de treinta kilómetros y que, al llegar de vuelta a casa, tuvieran que sacar el ganado a pastar hasta el anochecer. Janik no podía seguir su ritmo y mucho menos aguantar sus cambios de velocidad. Esos intensos cambios que tanto daño hacían en las piernas a los corredores europeos lo fascinaban. Definitivamente, eran una raza superior.
Las gradas estaban a rebosar, los corredores de los 110 metros vallas disputaban la prueba en la recta de llegada, mientras los lanzadores de jabalina se preparaban para el último intento. Las pequeñas cintas que indicaban la dirección del viento no se movían. Los focos del estadio lo convertían en una isla en medio de la oscuridad. El olor a pista sintética subía desde el suelo, se adentraba en las fosas nasales y permanecía allí un buen rato. Había llegado el momento de la verdad, de comprobar si los entrenamientos habían agrandado los glóbulos rojos, las fibras musculares y el corazón, para ganar unos segundos, unas décimas al cronómetro.
El juez de salida recibió en su walkie-talkie la indicación del juez principal.
—On your marks! —gritó.
Los corredores se colocaron lo más cerca posible de la línea que delimitaba la salida.
El disparo se oyó en todo el estadio. Las dos liebres salieron raudas hacia las primeras posiciones. Janik luchó por colocarse en una buena posición. Tuvo que cambiar varias veces de dirección porque los corredores iban lanzados y ocupaban su trayectoria. Hubo algún empujón leve y notó cómo los clavos de un corredor le rasgaban ligeramente la piel del gemelo. A los ochocientos metros, adelantó a dos corredores que no podían mantener el fuerte ritmo de carrera. Al paso del mil, tenía a un francés justo delante.
—Dos minutos, veintiún segundos —cantó alguien al borde de la pista.
Janik estaba en tiempo de récord personal, pero ya había superado esos ritmos otras veces. Lo más duro estaba por llegar, el último quinientos. Esos metros finales son los verdaderos verdugos del atleta. Los que diferenciaban a uno bueno de uno excepcional. Al paso por la campana que anunciaba la última vuelta, empezó a notar el esfuerzo en las piernas. Vio que en la recta de contra meta un corredor keniata se salía de la estela de los demás intentando adelantar.
Janik no se lo pensó y lo siguió. Un competidor se le acercó tanto que él pudo escuchar su respiración cerca de la nuca. Ya no tenía mucha energía. A esas velocidades el cuerpo ha generado el suficiente veneno para detener poco a poco la marcha. Al entrar en la recta de llegada, cerró los ojos, apretó los dientes y trató de mandar órdenes a las piernas.
Cambia de ritmo. Vamos, cambia de ritmo.
Los espectadores, que se habían levantado de sus asientos para animar, gritaron y aplaudieron. 3 minutos 35 segundos 42 centésimas.
Vaya marca, se dijo. No se lo podía creer. Una mezcla de satisfacción y alegría por lo que había conseguido se apoderó de él. En vez de abandonar la pista, se quedó a ver la carrera de Irina desde la boca de salida del estadio.
Irina no dudó en seguir a la liebre cuando la carrera de 1.500 se partió por completo ante el tirón de la medallista de plata en los anteriores mundiales. La atleta etíope ganó, pero no pudo despegarse de Irina hasta los últimos sesenta metros.
—Lo hemos conseguido —le dijo a Janik cuando se cruzaron en la vuelta de honor.
Janik se quedó mirando su cara; su respiración reflejaba el esfuerzo, y sus ojos, la alegría. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. La abrazó de nuevo. Cuando sus miradas se encontraron, la besó en los labios. Irina sonrió y continúo recibiendo los honores del público.
Después, Janik se juntó con Anna y Peter, y los tres fueron al encuentro de Irina. La llevaron en volandas hasta la ría de los 3.000 metros obstáculos y la lanzaron al agua del foso. Algunos jueces y ayudantes que pasaban cerca los miraron con cara de sorpresa.
—Esperad un momento —dijo Peter.
Le pidió a uno de los ayudantes que les hiciera una foto; la foto que tanto iba a significar en la vida de Janik.
De vuelta a Les Diablerets, se reunieron los cuatro amigos en la habitación de Irina y Anna. Tuvieron una interesante discusión sobre qué tipo de música le gustaba a cada uno. Irina se decantaba por el heavy y la ópera. Mantenía que los dos estilos eran muy parecidos y que los buenos cantantes de heavy no tenían nada que envidiar a los divos del bel canto. Peter era partidario de Lady Gaga y Beyoncé. Anna, sin embargo, prefería Coldplay.
Como para muchas otras cosas, Janik era diferente de sus compañeros y no le gustaba la música, los CD que tenía en el coche se los había regalado Ethan.
—¿Jugamos a las cartas? —propuso Anna.
Aquella noche, por vergüenza a ser descubierto, Janik solo se atrevía a mirar de reojo a Irina. La cara de la chica parecía brillar como una estrella. Sus ojos azules, grandes y tristes, se posaban sobre las cartas y se quedaban allí durante segundos. Se fijó en sus labios carnosos, bien dibujados, que había besado aquel día por primera vez. Quería más, deseaba recorrer su cuerpo, bajar por la boca, por su cuello, decirle al oído que la quería.
El despertador sonó a las ocho de la mañana. Se sentó en el borde de la cama y se acordó de los buenos momentos que había pasado junto a Ethan. Pensó que quizá tenía que haberlo llamado, pero ¿qué iba a decirle? Suerte, que te recuperes, como si no hubiese pasado nada. Él no era de esa clase de personas. Le había mentido y eso le quemaba por dentro.
En el vestíbulo se encontró con Anna, que se marchaba a entrenar a toda prisa. Janik supuso que vería a Irina en el comedor, pero no la vio. Decidió pasar por su habitación.
Llamó a la puerta. Nadie contestó. Llamó más fuerte.
—Irina, que son más de las nueve y media, despierta.
No obtuvo respuesta.
—Irina, voy a entrar.
Le extrañó que la puerta estuviese abierta. La habitación estaba en semipenumbra, unos débiles rayos de luz se colaban por las rendijas de la persiana. Bajo el edredón de una de las camas se adivinaba un cuerpo. Dudó si entrar, antes la llamó desde el marco de la puerta.
—¡Irina, levanta, tenemos que entrenar!
Silencio.
Se acercó despacio hasta el borde de la cama. Irina estaba echada de medio lado.
—¿Irina?
No se movió.
—Irina, ¿te pasa algo? —preguntó, a la vez que zarandeaba su cuerpo.
El aire se volvió rancio. Irina cayó como un fardo de paja a sus brazos.
Un pequeño rayo de luz iluminó su rostro; el color morado de sus labios contrastaba con la palidez de su piel.