10

La temperatura era de diez grados cuando salieron del aeropuerto de Ginebra. El personal de la funeraria contratada por el seguro se había ocupado de las gestiones para trasladar el ataúd hasta el avión. Era un viaje cómodo, de solo dos horas de vuelo. Thomas intentó dormir. Recostó el asiento de primera clase hasta ponerlo casi en horizontal, se puso tapones en los oídos y cerró los ojos. No se dio cuenta de que se había dormido hasta que la azafata lo despertó anunciando el aterrizaje. Perplejo, puso el asiento en su posición original y se abrochó el cinturón.

No había nadie esperando a Thomas ni al ataúd, excepto una funeraria irlandesa. Ya le había explicado a Maire la pérdida de tiempo que era que la familia se desplazase hasta Dublín para luego volver todos al pueblo. Ella estuvo de acuerdo. Thomas no quería ir con la funeraria, pero recordó que se conducía por la izquierda. Muy a su pesar, tuvo que ceder y desechar la idea de alquilar un coche. Se sentó en el asiento de atrás. El chófer puso la dirección en el GPS y esperó en silencio a que introdujeran el ataúd en el coche fúnebre para iniciar el viaje.

El cielo estaba nublado y una fina lluvia caía sin cesar. Thomas apoyó la cabeza en el cristal y vio cómo resbalaban las gotas. Muchas veces soñaba con la lluvia de Irlanda, con el aire húmedo y el sonido del viento. Recordó los lagos profundos, los pastizales encharcados y la niebla infinita. Y en medio de todo ello, su casa, el lugar donde había crecido. Era muy vieja, de anchos muros de piedra gris; estaba situada de cara al pueblo y al río que serpenteaba colina abajo. Su fachada principal se abría al huerto y al jardín. Las plantas aromáticas crecían salvajes pegadas a la pared. El tomillo, el romero, la menta, la hierbabuena y la lavanda se fundían con la hierba alta y con las margaritas, los narcisos y las campanillas. Las azaleas amarillas se arrimaban a los altos rododendros de flores rosa y escarlata. Su madre siempre plantaba gardenias blancas en la parte norte del jardín. Con los años, unas enormes hortensias azules se habían hecho dueñas de aquella parte, la más fría de la casa. Más allá del jardín y del huerto, separada por un inmenso prado cercado por un muro de piedra, se hallaba la granja de ovejas. Detrás de una pequeña colina, se encontraba la casa de la familia de Maire.

En su recuerdo, ella siempre estaba sonriendo. Con doce años, ya era hermosa. Antes de ir al colegio limpiaba el pescado que su padre pescaba en el lago Acalla, casi siempre trucha arcoíris. Conforme fue creciendo, cada vez fueron más frecuentes sus ausencias a la escuela. Entonces, Thomas iba a buscarla al lago. Maire solía arreglar las redes en la zona baja donde crecían las lobelias acuáticas, cuyas hojas permanecían por debajo del agua; solo eran visibles sus flores lilas, que flotaban sobre la superficie. A ella le gustaba trabajar contemplándolas. Thomas cerró un momento los ojos y la vio saltando por encima de los charcos con sus largas piernas y subirse a un tronco para, de un salto, agarrarse a su cuello. Para Thomas, la vida era Maire, Albert, el lago y las montañas. Lo invadió un inmenso sentimiento de tristeza. Tantos años huyendo de todo… Le pareció muy lejana su vida en Lyon. Tan segura y controlada. Temía el regreso a Irlanda. Allí volvía a ser otra vez joven, todos ellos eran jóvenes.

Después de hora y media de viaje, la lluvia paró y un enorme claro azul se abrió paso entre las nubes. De pronto, Thomas quiso bajar del coche y estar un momento a solas antes de llegar al pueblo. Ordenó al chófer que detuviera el vehículo. El furgón fúnebre que iba detrás también paró. Con rapidez salió fuera y caminó adentrándose en los pastos. Se paró en un alto. Todo estaba en calma. A lo lejos se oían los cencerros de las ovejas. Se subió el cuello de la gabardina y hundió las manos en los bolsillos. Ya no se acordaba de la humedad que se metía en los huesos. Reconoció los rectángulos oscuros horadados en la tierra para recoger la turba. Sintió nostalgia por los años perdidos fuera de su hogar. Respiró hondo y soltó aire en forma de vaho. Se dio cuenta de que quería alargar la vuelta.

Cuando pasaron delante de una señal de tráfico que ponía en gaélico géill slí, supo que estaba en casa. Kilconnell era una pequeña aldea del condado de Galway. Sus habitantes se dedicaban principalmente al sector lácteo y a la ganadería. Salvo las casas que se alineaban en torno a la carretera principal, la mayoría de las granjas, con sus paredes de piedra y tejados de lajas, estaban alejadas unas de otras, diseminadas por el paisaje. Al final del pueblo, se encontraban la abadía medieval y la iglesia. En un promontorio, se alzaban los restos del monasterio franciscano, que había dado lugar a la fundación del pueblo.

El cortejo fúnebre avanzó hasta la iglesia. Los lugareños en señal de respeto detuvieron su actividad, bajaron la cabeza y se santiguaron. Los hombres que estaban fuera del pub tomándose una pinta mientras fumaban, dejaron todo y se encaminaron hacia el servicio religioso. Thomas sintió como si un inmenso torbellino de hojarasca comenzara a girar en el interior de su pecho. Cada giro raspaba las paredes de sus pulmones y le producía pequeñas heridas. ¿Por qué se encontraba allí? El Thomas que conocía jamás hubiera aceptado la petición de Maire. Pero, desde su llamada, algo le atraía hacia esa infancia llena de días eternos y brillantes, cubiertos de secretas promesas hechas realidad en el cuerpo de Maire. Recordó con dolor el momento amargo en el que acabó la vida en el paraíso, su huida y, después, la soledad. Pero ¿quería recuperar el pasado o recuperarla a ella? Deseaba verla, cerciorarse de que veinticinco años eran demasiados, de que nada aguantaba el cruel paso del tiempo; en definitiva, quería saber si la Maire que él recordaba, la que todavía sentía dentro, había desaparecido.

El pueblo entero se encontraba allí, o eso parecía. El coche tenía dificultad para abrirse paso entre la gente. El conductor aparcó delante de la puerta principal, salió y esperó a que el coche fúnebre se detuviera. El primer golpe de aire húmedo que recibió en la cara apagó sus febriles pensamientos y acrecentó la sensación de frío. Cuando asió la argolla helada del ataúd oscuro y nacarado, las manos le temblaban. Pronto unas manos lo echaron para atrás. Le pareció reconocer al padre de Maire y a otros parientes cercanos que se acercaban para hacerse cargo del féretro. Una mano le tocó el hombro.

—Thomas —dijo una voz entre sollozos.

El tiempo había pasado. La joven que recordaba se había convertido en una mujer. Ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol. Estaba muy pálida. Se acordó de Úna en el depósito. Al principio, le costó reconocer a Maire en la mujer que lo abrazaba. Estaba tan delgada, tan frágil, que parecía transparente entre sus dedos. Pensó que cuando la soltara podría desvanecerse con el viento y desaparecer. Un claro de sol se abrió paso entre el manto oscuro del mediodía, y el pelo cobrizo de Maire iluminó el rostro de Thomas. Ella empezó a hablar en gaélico, susurrándole palabras de agradecimiento. Thomas cerró los ojos y la abrazó con fuerza; un torrente de recuerdos llenos de emoción se ahogaron en su garganta; seguía sintiendo, seguía respirando un pasado que no estaba muerto. Había vuelto.

El funeral le resultó largo y tedioso. Maire insistió en que se sentara a su lado en los bancos de la primera fila. A su alrededor, entre las personas vestidas de negro, se mezclaban caras conocidas. El sacerdote, el mismo de siempre, aunque más gordo y con las mejillas más rosadas, recitaba de carrerilla su letanía en gaélico. En cuanto acabó el oficio, Thomas aprovechó que se acercaba la avalancha de gente para dar el pésame y marcharse de la iglesia. Su hotel estaba en la calle principal, fue a por la maleta al coche, se despidió del chófer y caminó hacia su alojamiento.

Una larga ducha le calentó el cuerpo y el ánimo. Mientras se secaba puso la BBC News. Se vistió con pantalón de pana, un jersey de lana de cuello alto y se calzó unas buenas botas. Estaba hambriento. Bajó al restaurante y pidió una crema de champiñones, asado de cordero con patatas y una Guinness. Al entrar de nuevo en la habitación, toda la tensión del viaje cayó sobre él como una losa. Se preguntó qué hacía en ese pueblo, qué buscaba en realidad. Ya no era el mismo y habían sucedido cosas que no podían repararse; lo único que podía conseguir era complicarse la vida. Ya no era un crío ingenuo para ir en busca de sueños e intentar recuperar un amor, a todas luces, terminado. Era un adulto relativamente feliz que simplemente había vuelto al lugar de su infancia, con toda la carga emocional que ello suponía, pero, y eso era lo importante, sin otra intención que saciar su curiosidad respecto a Maire. Además, tenía ganas de recorrer los sitios de su infancia, hacer alguna excursión y recobrar el gusto de andar y respirar aire puro.

Sabía cuál era el primer sitio que quería visitar. Se puso el abrigo y salió. El sendero de la parte trasera del hotel corría paralelo al río y al bosque. Caminó casi un kilómetro hasta el puente de piedra. Lo cruzó y subió una pequeña colina, alejándose de los árboles. Enseguida vio aparecer la casa y más allá el brezo, la hierba y los helechos que ascendían hacia las montañas. Se encaminó hacia allí. Desde fuera, a simple vista, parecía la misma. Al acercarse, vio un invernadero en la parte sur. Las hierbas aromáticas y las flores habían sido sustituidas por césped. En la parte llana, vio un árbol y bajo su sombra una mesa de madera con dos bancos. A la derecha, había una mugrienta piscina hinchable con motivos de peces estampados. Oyó a un perro ladrar, luego a otro. A lo lejos distinguió la casa de la familia de Maire. Volvió sobre sus pasos y bajó la colina. En lugar de cruzar el puente, se desvió en dirección al lago Acalla. El tiempo había empeorado y el viento empezó a soplar con fuerza. Thomas se puso el gorro de lana y continuó su camino hasta el lago.

En cuanto convenció a su padre para que se jubilara, todo lo demás fue fácil. A sus padres les encantaron las fotos del chalé que les había comprado en la costa española. La casa vieja y fría se vendió con el ganado y la granja. Sus padres se marcharon, sin mucha pena, al sol. Una gran comunidad irlandesa se alojaba allí y no solo contaban con pubs y restaurantes, sino que organizaban actividades a las que sus padres se apuntaron encantados.

No tardó en llegar al lago. Tenía una extensión de treinta acres. En los prados y marismas circundantes crecían conizas de flores amarillas. En su memoria, veía a Maire coser las redes de pescar de su padre. Respiraba satisfecho el aire húmedo cuando, en el centro del lago, vio el crannóg. Calculó que en Irlanda había al menos unas dos mil islas artificiales, y era probable que hubiera otros muchos cránnogs por descubrir ocultos bajo el agua.

El de Kilconnell era un caso excepcional. Se conservaba el edificio original, de madera y forma circular, que habían construido en el agua siglos atrás. Para Thomas, ese lugar estaba asociado a Maire más que ningún otro. Inconscientemente, buscó entre la maleza la vieja barca que utilizaban para llegar hasta él, no la encontró. Se acordó de la manta raída que llevaba sobre sus hombros en invierno para cubrirse, de los cartones en el suelo y de Maire encima de ellos. Vio con claridad su cuerpo blanco esperándolo. Pensó que, a veces, no se necesitaba mucho para ser feliz. Se sentó en una roca y miró la plataforma desde la orilla. De repente no quiso recordar. De aquello hacía más de veinte años. Excepto el crannóg, del pasado solo quedaban restos de nada. Miró el reloj y comprobó con sorpresa que llevaba cuatro horas fuera. Supuso que era tiempo suficiente para poder ir al cementerio y no toparse con nadie.

Detrás de la abadía, abierto a todos los vientos, se encontraba el cementerio. Tumbas desperdigadas aquí y allá se alzaban entre la hierba recién cortada. El sol se estaba poniendo y una franja naranja iluminaba el horizonte entre nubes grises. Nada igualaba los cielos de Irlanda. Caminó despreocupadamente por el cementerio leyendo las lápidas. Siempre le habían gustado los cementerios. En ellos no había historias inconclusas, solo datos y hechos. Cerró los ojos y respiró profundamente el olor a hierba. Después, observó en lo alto de la loma una figura que llevaba unas flores en la mano, era Maire.

La saludó con la mano a la vez que se acercaba a ella.

—Hola, Maire.

—Hola —respondió ella sorprendida.

—Siento todo esto. No sé cómo actuar ni qué decir en estos casos —dijo incómodo.

—No te preocupes, a mí me pasa lo mismo.

La miró. Parecía una niña con aquel ramo sobre su brazo escayolado y las mejillas rojas por el frío. Quiso abrazarla y, para su sorpresa, lo hizo. Ella se acurrucó en el hueco de su cuello y hundió la cabeza en su abrigo.

—No sé qué voy hacer. Mi vida, la que tenía, ya no existe. No tengo fuerzas para inventarme otra.

—Márchate —le sugirió Thomas.

—¿Como tú? ¿Dejando todo y a todos atrás? —preguntó llena de ira.

—Fue duro pero en su día no vi otra opción —replicó, sorprendido por la reacción de Maire.

—Mira, ahí está la tumba de Albert. Era tu mejor amigo. También lo abandonaste.

—No es justo, no me hables así.

—¿No te marchaste porque te sentías culpable? —le reprochó, enfadada.

—No quiero hablar de ello. Ha pasado mucho tiempo —contestó Thomas, y se dio la vuelta para irse.

—Siempre huyendo. Ya veo que todavía se te da bien.

—Algunos no somos tan fuertes como tú.

—Eres un crío.

Thomas se quedó anonadado. Jamás hubiera imaginado que alguien le dijera eso. Para los demás y para él mismo, había triunfado en la vida. Se consideraba alguien centrado, maduro, con los pies en la tierra. Se dirigió hacia la tumba de Albert, Maire lo siguió. La piedra gris de la lápida estaba erosionada por el tiempo. Alrededor de la tumba, la hierba se mezclaba con flores silvestres. Era una sencilla losa de piedra, en la que se podía leer: Albert Olan, la fecha en que murió y las palabras hijo y hermano amado, que recordaban a su amigo. El día en que murió Albert fue el final de su adolescencia y de su mundo protegido. Todo cambió con su muerte.

—¿Te acuerdas, Maire, de la primera vez que vimos a Albert? —preguntó Thomas, con ganas de hablar de él.

—Claro. Estábamos sentados en el muro de piedra que rodeaba la escuela. Era casi de noche. En verano podíamos estar hasta muy tarde en la calle. Nuestros padres preparaban la hierba, la cortaban y amontonaban para volver a extenderla al sol a la mañana siguiente. Y así, día tras día, hasta que se secara. El rocío de la noche lo moja todo —añadió pensativa.

—Albert llevaba algo entre las manos —siguió Thomas—. Le preguntamos qué era y él, sin mirarnos, nos contó que había atrapado una libélula. Luego nos dio una charla sobre los indios y cómo las utilizaban. Después, dijo que lo esperaban para cenar y se marchó.

Maire tiritó de frío. Llevaba puesto un vestido ligero y una gabardina negra.

—Vamos a tomarnos unas pintas al pub —propuso él.

—No debería, acabo de enterrar a mi hija.

—Razón de más. Tienes derecho a hacer lo que te apetezca —dijo Thomas agarrándola de los hombros.

Las calles olían a whisky, al aroma inconfundible de la turba quemada. En el pub se estaba caliente. Encontraron un rincón discreto en una esquina. Fuera anochecía, unas pequeñas gotas de lluvia resbalaban en una carrera vertiginosa por el cristal. A varias pintas le siguieron unas patatas asadas y después más cerveza.

—Con nadie he discutido tan a gusto como con Albert —dijo Thomas.

—Sí, era un liante. Lo cuestionaba todo. A veces pensaba que lo hacía para fastidiar. Hubiera sido un excelente científico.

—Nos volvía locos con los insectos, ¿te acuerdas?

—Sí, yo los odiaba, sobre todo a las cucarachas.

—Todavía recuerdo lo que me dijo un día: que sobrevivirían a todo, incluso a una bomba nuclear. Además, lo contaba con tal pasión que hasta al más tonto le despertaba interés —dijo Thomas sonriendo.

—Albert estaba convencido de que existía un mundo mejor cuando morías. Espero que estuviera en lo cierto —susurró Maire, con la mirada fija en la lluvia.

—Unos días antes de que muriera, conseguí contactar con un primo segundo que vivía en Dublín y trabajaba en una floristería. Le encargué una planta carnívora para Albert. Era su sueño. Cuando se lo conté no se lo creía, se volvió loco de alegría. —Thomas dio un sorbo a la cerveza y continuó—: Ese día le quitamos la moto al carnicero; la tenía aparcada delante de la tienda. Albert iba de paquete. Salimos a la carretera principal. Todavía puedo oír nuestras risas y nuestros gritos.

Maire le sujetó la mano.

—Déjalo Thomas, ya pasó.

—No, tú eres la única persona con la que puedo hablar de esto. —Pidió al camarero que le llevara otra pinta—. Tenía diecinueve años y la vida era maravillosa. No iba rápido, solo hacia el tonto con la moto. Era tan feliz…

—Éramos tan felices —lo interrumpió Maire.

—La mejor época de mi vida. —Se paró, pensativo, y prosiguió—: Recuerdo que había gravilla en el asfalto y derrapó la moto. No podía controlarla. Resbalamos. Nos paró un árbol. Yo enseguida me puse en pie y levanté la moto. Albert estaba en el suelo. No se movía. Pensé que estaba haciendo el idiota. Le dije que se levantara pero seguía quieto, sentado, medio apoyado en el tronco del árbol. Lo toqué y cayó en la hierba. Lo sostuve en mis brazos y vi que tenía una herida en la cabeza. Un estúpido golpe lo había matado —dijo Thomas pasándose las manos por el pelo.

—Fue mala suerte. No tuviste la culpa. Nadie la tuvo.

—Pero me tuve que ir. No sabes lo que es vivir así. Sus padres me dejaron de hablar, la gente cuchicheaba cuando me veía, tú te volviste más fría…

—A veces te odiaba, otras te quería. Pero la verdad es que te culpaba por lo sucedido. Habías destruido de un plumazo nuestro paraíso.

—Pagué por ello. Al mes de su muerte me llamó mi primo para avisarme de que había llegado la planta carnívora. Corrí hacia la casa de Albert para contárselo, como si nada hubiera ocurrido. En medio del camino me paré, acababa de darme cuenta de que estaba muerto. Me puse a llorar y, no sé… no podía parar. Entonces decidí que tenía que irme. La beca fue mi oportunidad, pero durante bastante tiempo me sentí perdido. Te echaba de menos.

—Tenías que haber aguantado, me jodiste la vida.

Su dureza sorprendió a Thomas. Nunca tuvo la sensación de que la pérdida de ella fuera mayor que la suya. De pronto, sonó su teléfono. Era Claire.

—Perdona, tengo que contestar esta llamada —le dijo a Maire, y salió del pub.

Una vez en la calle, la humedad de la noche lo invadió.

—Hola, Claire. Pensaba volver a llamarte desde el hotel. Todo ha sido muy repentino y no he tenido tiempo de nada.

—No te preocupes. ¿Cómo estás? —preguntó preocupada.

—Estoy bien. Solo se trata de un favor a una amiga.

—A veces eres tan frío que asustas.

Thomas se quedó mudo, no entendía aquella acusación. Sí, había muerto una persona, y además joven. Pero, al fin y al cabo, era ley de vida; unos morían, otros nacían. El problema radicaba en que la muerte se trataba como algo lejano, una lotería que, con suerte, te tocaba muy de tarde en tarde. Cambió de conversación.

—Pasado mañana estaré en Lyon. Solo son dos días —dijo y se acercó a la puerta del pub.

—Me da igual el tiempo que estés fuera, es el hecho de que no me avisaras lo que me ha molestado. Hubiera ido contigo.

—Lo siento, no se me ocurrió. No pensé que quisieras formar parte de…

—De tu vida —dijo Claire interrumpiéndolo—. Claro, ¡qué ridiculez!

Thomas empezó a impacientarse. No quería discutir y menos de ese tema.

—Claire, cuando vuelva hablamos. —Estaba deseando entrar en el pub.

—¿Sabes una cosa, Thomas? Excepto en tu trabajo, en todo lo demás eres un cobarde. Huir es tu pasatiempo preferido —dijo Claire, y colgó.

Era la segunda persona en el mismo día que lo llamaba cobarde. Entró en el pub pensativo y volvió a la mesa donde lo esperaba Maire.

—Perdona, era mi… —Se sintió en la necesidad de darle una explicación—. Mi pareja.

En cuanto lo dijo, sus palabras le sonaron tontas y pueriles.

—¿Qué tal te va?

—Va —respondió escuetamente.

Maire lo miró con curiosidad cuando se levantó para pagar. Pidió la cuenta en gaélico. No pudo evitar pensar que Thomas rehuía hablar de su relación, y que su indiferencia era excesiva.

—Ya no llueve, ¿te parece si damos un paseo?

Maire asintió.

—Estoy un poco mareada, demasiadas cervezas.

—Ven, agárrate a mi brazo.

Era noche cerrada y, salvo la gente del pub, el pueblo estaba desierto. La acera de piedra brillaba y sus pasos eran los únicos ruidos de la calle.

—No estoy acostumbrado a tanto silencio. Me parece mentira. Pienso que es como una fiesta sorpresa y que todos están escondidos esperando la orden para salir.

Maire sonrió.

—¿Por qué Úna se apellidaba Kovalenko? —preguntó Thomas de repente.

Maire se paró y lo miró. Pasaron unos instantes antes de que respondiera.

—Cuando te fuiste conocí a Ivan. Trabajaba en la construcción de la conservera. Yo pasaba por allí bastantes veces de camino al lago, así que bueno… Nos casamos y nos separamos con la misma rapidez. Aquí no había mucho trabajo y la situación se hizo… difícil. Creyó que si obtenía la nacionalidad irlandesa se le abrirían puertas, pero no fue así. Volvió a Rusia y fin de la historia.

—Pero Úna, ¿qué pasó con ella?

—Veía a Ivan en verano. Solía pasar un mes allá. Al principio no quería ir, pero conforme fue creciendo se unió más a él. Tenían una misma pasión, el atletismo. Él se dio cuenta del potencial de Úna y le consiguió una beca para entrenar en Suiza. Entró a formar parte de la selección rusa de atletismo y empezó a ganar carreras. En las últimas Olimpiadas, consiguió llegar a la semifinal de cuatrocientos. Estaba tan feliz… —Su voz se quebró y comenzó a sollozar.

Thomas se volvió hacia ella para abrazarla, pero Maire lo rechazó.

—Úna era estupenda, ojalá la hubieras conocido —dijo más calmada—. Este año estaba convencida de que iba a conseguir una medalla en el mundial de Corea.

—Yo… lo siento. ¿Y su padre? ¿Ha venido? No me he fijado en él.

Maire se puso frente a Thomas y lo miró. Se sintió intimidado ante aquellos ojos grandes que brillaban entre las lágrimas. En silencio, se adentraron en el camino que conducía a la iglesia.

—Úna nunca tuvo lo que se dice un padre. En Ivan encontró a un entrenador y poco más. Cuando comprobó que podía volar por sí misma, se olvidó de ella. Ni tan siquiera he podido localizarlo —dijo mientras se secaba con el dorso de la mano las mejillas—. ¿Sabes lo bonito que es abrazar a tu hijo? Agarrar su manita pequeña por la noche y pasar tus dedos entre sus deditos. —Maire se paró y le volvió a preguntar—: ¿Sabes qué se siente cuando dice que te quiere?

—No lo sé —respondió Thomas sin mirarla—. Nunca quise tener hijos. Hace años, antes de casarme, me hice la vasectomía y me olvidé de ese asunto. —Le pareció que había sido muy frío en la respuesta, así que añadió—: Supongo que debe de ser una experiencia bonita.

Maire se paró y dijo:

—No me encuentro bien. Me voy a casa, ha sido un día muy largo.

Thomas se ofreció a acompañarla, pero ella rehusó y se perdió en la oscuridad.

Thomas durmió mal y tuvo pesadillas. Se levantó cansado y estuvo a punto de anular sus planes. Se dio una ducha y se sintió mejor después de desayunar. Desde que llegó, había esperado ese momento. Para él, un paseo por las montañas de Connemara era algo así como entrar en otra dimensión. Tras atravesar collados y llegar a cimas despobladas y redondeadas por la erosión de millones de años de lluvia y viento, se llegaba a un lugar fuera del mundo. El dueño del hotel le prestó su coche a cambio de que a la vuelta lo devolviera con el depósito lleno. Sintió un súbito temor al encender el motor; tenía las marchas a su izquierda. Respiró tranquilo y se convenció de que conducir por la izquierda era lo mismo que montar en bicicleta, algo que no se olvida. Lo malo era que él nunca había conducido en Irlanda.

En cuanto salió del pueblo se vio rodeado de landas, turbas, marismas y lagos. No podía explicarse cómo había podido estar tanto tiempo sin sentir la naturaleza indómita de Irlanda. Bajo la lluvia, vio las tierras salvajes y sin límites que lo esperaban. Contempló los senderos retorcidos, de suelos a veces rocosos y a veces blandos como una esponja. Ese paisaje que conocía tan bien era la inmensidad y le hacía sentirse pequeño. No le extrañaba que una de las carreteras se llamara «La carretera del cielo». Pasó por Letterfrack y se encaminó a su destino, los Twelve Bens. Aunque podían parecer bajas, era duro coronar ocho cimas. En Irlanda siempre se podía salir a la montaña porque aunque el tiempo tenía mala fama, aparte de la lluvia y el viento, eran pocas las veces que la temperatura bajaba de cero grados y casi nunca nevaba.

Se bajó del coche. Saltó una pequeña puerta de madera y subió por un sendero lleno de charcos y barro. Llegó a un altiplano donde los helechos parecían agrandarse a medida que subía. Desde allí, vio los dos pequeños montes que iba a cruzar para llegar a la primera cima del día, Maumonght. Esa primera ascensión fue directa y muy dura. Se maravilló ante las magníficas vistas a Diamond Hill y la bahía de Letterfrack a su espalda. Se animó al saber que se estaba acercando a la mejor parte del recorrido. Una vez en Maumonght, se dirigió hacia la siguiente cima, Bencullagh, casi sin descender de la primera. Al llegar, hizo un descanso. Sacó de la mochila el agua y una barrita de chocolate con avellanas. Se sentía bien. Bebió de la botella mientras contemplaba la bajada agreste y rocosa que tenía ante él. Pensó en Maire. Notaba su rencor cuando hablaba del pasado. En algún momento, ella hubiera podido, quizá, cambiar el suyo y no quedarse en el pueblo. No sabía hacer otra cosa que trabajar en la fábrica enlatando pescado. Le pareció una vida carente de ilusión, desperdiciada. No sabía si él hubiera soportado un futuro sin metas ni perspectivas.

Después de la parada, se encaminó hacia el este. Luego volvería a subir el Muckanaght. Desde ahí la carena rocosa descendía todavía más, y después le esperaba otra dura ascensión, la del Benbaun. El viento soplaba con fuerza y la subida le costó lo suyo. Comprobó que estaba en baja forma y se prometió que cuando volviera a Lyon haría más ejercicio. Llegó a la cima y se emocionó ante la vista del circo de montañas, el contraste con el océano Atlántico y el perfil sinuoso de la península de Connemara. Quiso gritar y lo hizo. Apretó los puños y el grito salió desde muy adentro. No paró hasta quedarse sin aliento. Se sintió bien. Desde el Benbaun, empezó a descender por una pendiente bastante sinuosa. La niebla comenzó a avanzar cuando llegó al cuello entre el Maumina y el pico de Benbreen. Era una niebla muy densa. De pronto, dejó de ver lo que tenía delante y comenzó a bajar con rabia hasta la llanura.

Era tarde cuando llegó al hotel. Se quitó la ropa, se duchó, se puso el albornoz y pidió que le subieran la cena a la habitación. Aprovechó para darle la ropa sucia al camarero. El chico le aseguró que estaría lista a las nueve. Thomas también le pidió un taxi para las diez de la mañana. Su madre lo había llamado de forma intermitente durante todo el día, pero siempre en un momento inoportuno. Al fin, la telefoneó.

—Buenas noches, cariño. ¿Dónde estás? —le preguntó su madre y sin dejarle responder continuó—: ¿Qué tiempo hace por allí? Seguro que habrá un cielo de lluvia invisible, de esa que no te enteras de que cae hasta que estás empapado.

—Si ya sabes dónde estoy, ¿para qué me lo preguntas? ¿Quién te lo ha dicho?

—No te pongas así, Tommy. Cuando Maire me llamó para pedirme tu teléfono y me contó lo sucedido… Todavía no puedo creerlo, ¡es terrible! Me imaginé que le ayudarías, ya sabes, con lo que tonteasteis de críos… Por los viejos tiempos y todas esas cosas que se dicen, pensé que harías lo que estuviese en tu mano, pero nunca creí que volverías a Kilconnell.

—¿Cómo te has enterado?

—Hoy he llamado a Glen, el de la granja de ovejas cerca del río. ¿Sabes de quién hablo?

—No tengo la menor idea.

—Sí, ese al que pillaron con la hija del cartero y que luego la dejó para casarse con su prima, con la que tuvo un hijo medio tonto.

Thomas no conocía al informador de su madre, pero de lo que estaba seguro era de su respuesta:

—Ah, sí… ya sé, Glen, el del hijo tonto que de joven dejó plantada a la hija del cartero.

—Sí, ese. Ya sabía que te acordarías de él. Es muy majo, recio y noblote.

Thomas disfrutaba de esas charlas con su madre. De su acento, su manera de hablar, de expresarse… Le recordaba a la gente de Irlanda, alegre y sencilla.

—Pues Glen me ha contado lo del entierro, que el padre de la chica no se ha presentado. ¡Qué desfachatez! Y que O’Connail, el enterrador, estaba pasado de whisky.

—Un escándalo.

—Desde luego.

Se tumbó en la cama notando todos sus músculos doloridos y, después de un rato de conversación, se despidió de su madre con la promesa de visitarla pronto. Tomó una sopa de pescado y, como siempre desde que llegó, unas patatas asadas. El móvil sonó anunciándole que tenía un mensaje. Era de Maire, se había ido a Limerick y volvería al día siguiente, a tiempo para despedirse. No decía nada más. Le extrañó. De repente se sintió muy cansado, no quería pensar. Apagó el móvil, se lavó los dientes, puso el despertador y enseguida se durmió. Esta vez, profundamente.

A las nueve y media de la mañana, Maire lo esperaba en el restaurante. Se sentaron y hablaron como si no hubiera pasado nada. Thomas vio con satisfacción que comía con apetito. Habían pedido los dos lo mismo, un desayuno irlandés. Contempló con hambre las salchichas, las judías, los huevos fritos, el tocino junto con la col y el brócoli. Dio un trago al café.

—De aquí no me muevo hasta que no me acabe todo —dijo contento.

—Ya te puedes dar prisa porque solo tienes media hora —le recordó Maire.

—Suficiente. Por cierto, ¿qué tal el brazo?

—Bien, aunque me pica un montón. Ayer me vio el médico y me dio la baja para diez días más.

—¿Qué vas a hacer?

—Quiero cambiar de trabajo. El turismo en esta zona está creciendo muchísimo y hay bastante demanda de casas para comprar y pocas para vender. La gente no se fía, y prefiere tener su casa o su granja cerrada antes que liarse en buscar comprador, y mucho menos ponerla en manos de una inmobiliaria.

—Y ahí entras tú.

—Exacto. Vi el anuncio y ayer fui a la entrevista. Me han ofrecido trabajo en una inmobiliaria de Limerick. Quieren montar aquí una sucursal.

—Me alegro mucho —dijo Thomas con sinceridad.

La miró hipnotizado. Era extraño tener el pasado enfrente después de tantos años.

—Oye… Maire, siento lo de anteayer. Si algo te molestó, perdona. Estoy acostumbrado a mandar, dirigir y, a veces, no sé hablar de sentimientos. Estos días me he dado cuenta de cosas.

—¿Por ejemplo? —preguntó ella, interesada.

—Por ejemplo, que tiendo a zanjar conversaciones cuando se adentran en terreno íntimo. No sé cómo tratar las cuestiones personales de las que los demás me hacen partícipe. Me siento violento —respondió él, incómodo.

—Gracias por contármelo —dijo Maire, agarrándole la mano.

—¿Sabías que no me gusta ir de la mano con mi pareja?

—¿Nunca? —preguntó sorprendida.

—Solo cuando me obligan —contestó Thomas sonriendo.

—Pues, cuando estábamos juntos siempre ibas pegado a mí. No parabas de besarme, de abrazarme. Recuerdo el día en que me besaste el pelo —añadió, removiendo las judías con el tenedor—, en ese momento supe que me querías.

—No he vuelto a sentir nada semejante —confesó—. Supongo que fue la juventud, el primer amor y todo eso…

—Supongo —asintió Maire, pensativa.

Un coche pitó fuera. Thomas miró por la ventana del restaurante.

—Es mi taxi.

Acabaron el desayuno y Maire lo acompañó hasta la puerta.

—Cuídate —se despidió Thomas, abrazándola—. Tienes mi teléfono, llámame siempre que quieras.

—Lo haré, no te preocupes.

Dentro del taxi se sintió culpable por marcharse y quiso decirle que, en cierta manera, la seguía queriendo. Al final se contuvo, no quería problemas. Le dijo adiós con la mano mientras ordenaba al taxista que arrancara.