Antes de que Thomas entrara en su despacho pidió con gesto serio a Rose que lo acompañara.
—Me voy a tomar unos días libres, así que necesito que anule todo. Calculo que serán unos dos días, a lo sumo, tres.
Rose estuvo tentada de preguntar la razón, pero su pregunta murió en su boca antes de salir. Se mordió el labio inferior y asintió con diligencia.
—También necesito que contacte con la embajada de Irlanda en Suiza y que le informen de cómo repatriar un cadáver. Es urgente. En cuanto lo haya hecho me pasa la llamada. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Ha llegado algún fax desde Irlanda esta mañana?
—Iré a mirar, un momento.
—Por favor, prepáreme un café solo. Gracias —añadió antes de que saliera.
Al poco rato llamaron a la puerta. Era Rose con el café y una carpeta azul.
—Ha recibido estos papeles de parte de Maire Gallagher —los depositó en la mesa y se marchó.
Thomas abrió la carpeta y echó una rápida ojeada a los faxes.
La hija de Maire se llamaba Úna Kovalenko, lo cual le sorprendió: un nombre gaélico y un apellido de Europa del Este. Leyó los datos del seguro que se iba a ocupar de los gastos y un informe preliminar de la causa de la muerte a la espera de la autopsia.
Sonó el teléfono. Era Rose, que le iba a pasar con alguien de la embajada.
—Hola, buenos días, le habla Thomas Connors, jefe de organización y ejecución de las reuniones de la asamblea general y del comité ejecutivo de la Interpol. —La presentación le pareció demasiado pedante, pero necesitaba ayuda y de forma rápida.
—Sí, buenos días, soy William Kennedy. ¿En qué puedo ayudarle?
—Tengo que hacer los trámites para repatriar un cadáver desde Suiza a Irlanda y desconozco el procedimiento.
—¿Ha sido muerte natural o por alguna causa violenta que implique una investigación policial?
—Que yo sepa, natural.
—Entonces, una vez hecha la autopsia, el cuerpo tiene que embalsamarse y el traslado debe hacerse en un ataúd específico, de madera y con tablas de al menos veinte milímetros de espesor, que estará reforzado con abrazaderas metálicas —explicó la voz al otro lado del teléfono—. Dentro debe haber otra caja forrada de cinc, de plomo o de cualquier otro material que cumpla las mismas características; tiene que ser biodegradable e hipermeabilizable para que no se filtren los fluidos humanos.
Antes de continuar, el funcionario le preguntó:
—¿Es usted familiar?
—No, pero represento a la familia.
—¿Tiene el poder firmado y compulsado?
—Sí, lo tengo en mis manos en este momento —respondió Thomas.
—Bien, entonces tendrá que cumplimentar una instancia al consulado para que le permita el traslado del ataúd, ya que tiene que cerrarse en presencia de un funcionario consular. Esta persona está encargada de extender un acta de cierre y rodear la caja con una cinta que se lacra —continuó el funcionario, que explicaba el procedimiento con una meticulosidad exasperante—. Es el sello por el cual, en la frontera, saben que el cuerpo puede ser repatriado.
—¿Me está diciendo que necesito permiso de la embajada para trasladar el cuerpo? —preguntó Thomas, atónito.
—Sí, y tiene que ser presencial, no sirve por escrito.
Thomas empezaba a impacientarse. Conocía demasiado bien cómo funcionaba la burocracia en las embajadas.
—¿Hay alguna manera de saltarse ese paso? —preguntó.
—No se necesita esta intervención consular cuando el traslado se realiza entre países del llamado Convenio de Estrasburgo de 1973, que incluye todos los de la Unión Europea. Con un salvoconducto mortuorio expedido por la autoridad local es suficiente.
—¿Suiza forma parte del Convenio?
—Pues… creo que sí, un momento que lo miro.
Thomas oyó el teclear del ordenador:
—Por supuesto que sí —confirmó el funcionario—. ¡Qué despiste por mi parte! Perdone, llevo poco en el puesto y no estoy al día de todo —se disculpó.
—Está bien, dígame dónde tengo que pedir los impresos —replicó Thomas, cansado.
—Si quiere, el principal se lo mando por fax. También me puede dar los datos de la persona muerta e intentaré agilizar el papeleo en el hospital en el que se encuentre —añadió.
—Se lo agradecería enormemente —respondió Thomas con alivio.
Después de darle su número de fax y teléfono, el señor Kennedy hizo lo mismo.
—No dude en llamarme si surge algún contratiempo. Buenos días —se despidió.
—Así lo haré y, nuevamente, gracias.
Se tomó el café que ya estaba frío justo cuando Rose entraba para entregarle una hoja.
—Ha llegado esto desde la embajada de Irlanda.
Antes de leer el impreso, Thomas leyó la nota adjunta que el señor Kennedy había incluido:
«Si no se indica la causa del fallecimiento por motivos de secreto profesional, en el curso del traslado debe acompañar al cadáver un certificado en un sobre sellado que indique dicha causa. Este tiene que presentarse a la autoridad competente en el Estado de destino. El sobre sellado ha de llevar una indicación exterior que permita su identificación e ir unido firmemente al salvoconducto. De no hacerlo así, el salvoconducto deberá indicar si la persona ha fallecido de muerte natural y de enfermedad no contagiosa».
Entró en la página web de Michelin, para calcular el tiempo y el recorrido desde Lyon hasta la ciudad suiza de Monthey. Comprobó que estaba cerca, a doscientos sesenta y cinco kilómetros. Le costaría unas dos horas largas por vías rápidas. Se despidió de Rose con un escueto adiós y se dirigió al aparcamiento. Ya en el coche, comprobó en los papeles enviados por Maire el nombre del hospital y lo puso en las coordenadas del GPS. Había hecho la maleta antes de salir de casa con lo imprescindible: ropa interior, un traje oscuro para el sepelio, un buen abrigo impermeable, botas, calcetines gruesos y ropa de deporte.
En el mostrador de la entrada del hospital de Chablais, Thomas indicó quién era y por qué estaba allí. A los pocos minutos, el subdirector, Antoine Toupard, salió a saludarlo. Lo esperaba desde que le avisaron de la embajada.
—Bienvenido, señor Connors. Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias —dijo, muy educado.
Como respuesta, Thomas le estrechó la mano.
—Encantado.
Estaba cansado. La noche anterior apenas había dormido; fantasmas que él creía olvidados se habían presentado sin previo aviso.
—Desde que recibimos la llamada de la embajada hemos intentado agilizar los trámites de la manera más rápida posible —informó, señalando el camino a seguir.
—Es usted muy amable.
—Este hospital es enorme, forma parte de un complejo formado por tres edificios a cada cual más grande: el geriátrico, la maternidad y este en el que estamos —explicó con orgullo—. La sección de autopsias está ubicada en la primera planta, en el ala izquierda del pabellón de anatomía patológica. Su extensión cumple los objetivos propuestos y supera los mínimos exigidos por la Comisión Nacional de Anatomía Patológica: cien metros cuadrados.
Thomas no se lo podía creer, el subdirector se comportaba como si fuera un guía turístico. Respiró profundamente e intentó concentrarse en su explicación.
—Comunica directamente con el mortuorio en la planta baja, con el hospital a través del sótano y con el resto de las dependencias de anatomía patológica en la planta segunda —continuó el hombre—. Las salas de autopsias están enlazadas entre sí por medio de áreas de vestuario y servicios. La unidad de autopsias comparte con el resto de las secciones la recepción-fichaje, el procesado de las muestras en el laboratorio, inclusión, cortes, tinción, distribución de las preparaciones, patología molecular, microscopía electrónica, las labores de secretaría y el archivo de bloques donde se preparan los informes y fotografías. Interesante, ¿verdad? —preguntó, sin esperar respuesta—. Ya hemos llegado.
Le pidió que esperara en un cuarto impersonal pintado de blanco, color que Thomas detestaba. El blanco le recordaba la niebla de Irlanda, fría y espesa. Cuando llegaba, lo cubría y aplastaba todo, los prados y los relieves de las montañas, transformando el espacio que tan bien conocía en un lugar frío e irreal. Lo cierto es que desde niño le costaba entrar en calor; como decían los viejos de su aldea, tenía el frío metido en el cuerpo.
La casa de su infancia no tenía calefacción ni disponía de agua corriente, y utilizaban un retrete de madera que había en un extremo del jardín. Todos los días tenía que ir a la bomba a buscar agua. El baño se realizaba en un balde enorme delante de la estufa de leña el domingo antes de ir a misa. Él dormía en un anexo a la cocina-salón, en una pequeña cama que estaba pegada a la pared; una cortina de lado a lado creaba una cierta intimidad. La otra estancia de la casa, el dormitorio, la ocupaban sus padres. Toda la vida transcurría en la enorme cocina. En un aparador había una vajilla de porcelana con motivos florales y tarros de las conservas más variadas. En unas cajas de madera se guardaban las nueces y las avellanas. De los ganchos del techo colgaba la carne hasta que se curaba y también ramos de hierbas secas. Sobre los fogones había un gran tendedero, que se subía y bajaba con ayuda de una cadena, y en el que se ponían a secar las prendas mojadas.
Oyó que se abría la puerta. El subdirector apareció acompañado de una atractiva mujer morena.
—Le presento a nuestra patóloga forense, la doctora Laura Terraux.
—Encantado, doctora. —Thomas le tendió la mano.
—Encantada, señor Connors —dijo ella con seriedad, e inmediatamente fue al grano—: He practicado la autopsia a la señorita Úna Kovalenko. No he encontrado nada reseñable ni fuera de lo común —comenzó, sin disimular su malestar—. Deportista profesional, de veinticuatro años, gozaba de una excelente salud. La causa de la muerte fue una embolia pulmonar que derivó en paro cardíaco. Como no se le detectaron problemas de salud en las últimas veinticuatro horas, he escrito en el informe mi diagnóstico: muerte súbita.
—Si me perdonan —interrumpió el subdirector—, tengo bastante que hacer. Ruego que me disculpe, señor Connors, lo dejo en buenas manos. Un placer —dijo antes de marcharse.
—Entonces, ¿puedo llamar a la funeraria para repatriar el cuerpo? —preguntó Thomas sin prestar demasiada atención al señor Toupard.
—Lo siento, pero todavía hay que embalsamar el cadáver. No se preocupe, tardaremos poco, una media hora. Si me da su número de móvil le avisaré cuando hayamos acabado. Veo que tiene bastante prisa. Debe de ser una persona muy ocupada —dijo la forense con sarcasmo sacando un bolígrafo del bolsillo de su bata blanca.
—¿Perdone? Creo que no la he importunado en absoluto —replicó, de mal humor, Thomas.
—Quizá usted no, pero nuestro querido subdirector nos ha hecho aparcar trabajos más urgentes para hacer la autopsia de su familiar.
—No es mi familiar.
—Se nota —contestó Laura, seca—. Perdone, tengo trabajo.
—De acuerdo, estaré en la cafetería.
Thomas le dio su número y se fue. Después de perderse por los pasillos y de preguntar varias veces, encontró la cafetería. Estaba hambriento. Desde la mañana solo había tomado un café. Las mesas de al lado de la ventana estaban ocupadas, así que esperó a que alguna quedara libre. Le pidió a una amable camarera una ensalada caliente y un pudding de pescado, para beber, coca-cola light. Mientras esperaba, llamó a Claire sin obtener respuesta. Le mandó un escueto mensaje resumiendo lo que pasaba.
Cuando terminó de comer la mousse de chocolate apareció la forense.
-Bon appétit. ¿Le importa si me siento un momento?
—En absoluto, por favor —contestó Thomas, sorprendido, y señaló la silla vacía.
—Imaginé que estaría en la cafetería. Siento lo de antes, fui una impertinente —dijo.
—No tiene importancia. Todos tenemos días malos —respondió Thomas.
—No es excusa, pero últimamente tenemos bastante trabajo. Este hospital se ocupa también de los cantones de Vaud y Valais, y a veces no damos abasto. Hemos tenido que incorporar otra unidad de frío mortuorio.
Thomas la miró con una expresión interrogante.
—Está el de temperatura positiva de dos y cuatro grados, que guarda los cuerpos algunos días o algunas semanas, pero no previene la descomposición del cadáver que sigue su curso de una forma muy lenta —explicó la forense—. Y está el que se ha comprado, de temperatura negativa de menos quince y menos veinticinco grados. En estas temperaturas el cuerpo se congela totalmente y la descomposición se detiene. Salía más barato que contratar forenses —dijo resignada.
—La invito a comer —propuso Thomas de repente.
—Pero… si usted ya ha terminado —contestó ella sonriendo—. Además, he quedado para comer en el restaurante del personal. Aunque un café sí que le acepto.
La doctora Terraux echó tres azucarillos a su café noissette.
—He pagado mi estrés con usted y es algo imperdonable en la situación a la que se va a enfrentar ahora —se disculpó, mientras daba vueltas al café con la cucharilla—. Cuando acabe, lo acompañaré para identificar el cadáver. Sabemos quién es pero, ya sabe, la burocracia. Tiene que hacerlo un familiar o su representante. Es un momento muy duro.
—No se preocupe, he estado ocho años trabajando para el FBI. Estoy acostumbrado —la tranquilizó Thomas—. Lo que no entiendo es cómo puedo identificarla si no la conocía.
—¿Perdón? —preguntó Laura, sorprendida.
—Su madre me aseguró que no tendría problemas en reconocerla. No sé qué quiso decir…
—Sé que trabaja para la Interpol, pero desconocía que era policía. Pensé que era más bien un pez gordo de oficina.
—No soy policía, en el FBI trabajaba como perfilador.
Thomas vio como esa cara bonita se transformaba en una mueca de incomprensión.
—Elaboraba perfiles psicológicos cuando no sabían por dónde empezar la investigación —explicó de manera escueta—. Facilitaba información sobre dónde buscar y a quién, posibles sospechosos, etcétera. Al final, dejé mi trabajo de profesor en la universidad y acabé formando parte de la plantilla.
—Debió de resultar una experiencia muy diferente a la enseñanza. ¿Mereció la pena? —preguntó la doctora.
—Sinceramente, creo que no. Demasiados malos malísimos —contestó Thomas, y esbozó una amarga sonrisa.
Aquel gesto no pasó inadvertido a la forense. Le pareció un hombre atractivo y misterioso.
Cuando ella acabó el café, Thomas pidió la cuenta y se marcharon. Nada más entrar en el mortuorio, Thomas reconoció el olor del embalsamamiento. Se inyectaban en los cuerpos una serie de productos químicos, como el formaldehído, glutaraldehído, metanol, etanol y otros solventes, cuyo olor flotaba en el aire. Sin embargo, no conseguían disimular otro olor más fuerte, el olor de la muerte. La doctora Terraux comprobó los datos del nicho, abrió la puerta y sacó una camilla con un cuerpo encima.
—¿Está preparado?
Thomas asintió.
Destapó el cadáver y Thomas se acercó a él.
Era Maire. La que se quedó al pie de la colina llorando mientras le rogaba que no se marchara. Su pelo rojo, su cara… Se tapó la boca ahogando un gemido y asintió. El corazón le empezó a latir con fuerza. Tenía calor, se desató la corbata en un intento por liberarse de la sensación de agobio, atravesó la puerta y salió.
—¿Está mejor? —le preguntó Laura, que se acercó a él con un vaso de agua.
—Sí, gracias —contestó.
Alcanzó el vaso y bebió.
—Tranquilo, ya ha pasado lo peor. Todo está preparado. El seguro ha sacado el billete y se repatriará el cadáver mañana temprano. Nos han llamado para que les confirmáramos que todo estaba en regla. Ya solo le queda descansar y acompañarlo hasta Dublín.
—Hasta Kilconnell, es una aldea que está a dos horas —puntualizó, cansado—. El pueblo donde crecí.
—¿Es usted irlandés? Su acento no lo delata.
—Hasta la médula —dijo con sorna.
—¿Lleva mucho tiempo sin ir? —preguntó la forense con curiosidad.
—Más de veinte años —contestó Thomas, sorprendiéndose a sí mismo—. El tiempo pasa muy rápido.
Laura intuyó que habría alguna razón para tan larga ausencia, pero optó por ser discreta.
—En fin —dijo Thomas a la vez que se ponía de pie—, no le molesto más. Ha sido muy amable, doctora Terraux.
—Me llamo Laura —añadió ella estrechándole la mano.
—Encantado.
—Por cierto —dijo la forense antes de que cerrara la puerta—, es la quinta autopsia que hago este año por muerte súbita.
Thomas se paró en seco.
—¿Suele ocurrir en su trabajo?
—No, pero a veces hay rachas. Hace dos años tuvimos cuatro casos de muerte por tuberculosis. Luego nada.
—¿Por qué me lo cuenta? —preguntó intrigado.
—Porque, como le he dicho, he practicado cuatro autopsias con el mismo diagnóstico. Con esta, son ya cinco personas que han muerto en las mismas circunstancias este año. Todas con un mismo patrón: mujeres jóvenes, sanas, deportistas. Yo… no encuentro una explicación. Ahora que me ha comentado su anterior trabajo, no sé, quizá habría que indagar.
—¿Se lo ha comentado a la Policía?
—Por supuesto. Su contestación fue tajante: si es muerte natural, no hay nada que investigar —contestó torciendo la boca, contrariada—. He puesto especial interés en las autopsias pero, la verdad, no he encontrado nada relevante.
—De acuerdo, si aparece otro caso, avíseme, pero sepa que estoy de acuerdo con la Policía.
La forense asintió.
Mientras conducía camino del hotel, el cerebro de Thomas se puso a trabajar.