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Blanc Kummer permaneció junto a la chimenea y dejó vagar su mirada por la habitación. En la cocina se sentía acompañado por sus recuerdos. Era allí donde su abuelo le contaba historias acerca del diablo. Los habitantes de la comuna empezaron con las habladurías desde que, en 1882, sus antepasados compraron las ruinas de la abadía. Unos meses después, evitaron todo contacto con la familia Kummer, pues creían que había hecho un pacto con el mismísimo Lucifer. Les echaban la culpa de los desprendimientos y las desapariciones.

En el verano de 1920, un grupo de habitantes de Les Diablerets, armados con hachas y guadañas, intentaron linchar a los Kummer por la desaparición de una muchacha. Pero una roca caída desde la quilla del Diablo, la famosa mole de granito de cuarenta metros, impidió sus propósitos. A la joven nunca la encontraron.

Blanc creció entre ovejas, cabras y el desprecio de los habitantes de los alrededores. Cuando era un niño no entendía por qué sus compañeros de escuela no querían jugar con él. Pensaba que tal vez era por el olor a ganado que desprendía.

—Madre, ¿por qué olemos tan diferente que nadie quiere ser nuestro amigo?

—No te avergüences de oler a animal, gracias a ellos nos alimentamos y tenemos ropa con la que soportar el frío. Además, ¿cómo crees que huele el resto de la gente? —dijo su madre.

Esa respuesta lo confundió aún más. Entonces, ¿cuál era la razón por la que lo rehuían? Le resultaba más fácil creer que el rechazo tenía su causa en el olor. Desde aquel día, su madre lo regañaba cuando lo veía restregarse el cuerpo con barro, o lo sorprendía desnudo frotándose la piel con agua fría y jabón.

Cuando la barba le comenzó a crecer, ya había adquirido un odio enfermizo hacia sus semejantes y no le importaba que la gente del pueblo pensase que había algo demoníaco dentro de él.