5

Buenos días, Rose —dijo Thomas con energía mientras se dirigía a su despacho—. ¿Algo interesante para hoy?

Rose se levantó y, alisándose la falda, respondió a los buenos días de su jefe con prontitud. Después, comenzó a repasar la agenda. La tarde anterior había ido a la peluquería y se había cortado el pelo a lo garçon. Esa mañana había tardado una hora en maquillarse y elegir una ropa acorde con su nuevo look. Al final, se había decidido por un vestido estilo años sesenta, de lana gris y entallado, y unos zapatos de tacón de aguja rojos. Se había pintado los labios a juego con los zapatos. Llamó al despacho y entró.

—Buenos días, señor Connors.

Thomas levantó la vista. Todavía no se había adaptado a la costumbre francesa de tratar a todo el mundo de usted. La miró. Estaba guapa. El pelo negro tan corto le favorecía, pero eran sobre todo esos labios rojos que resaltaban sobre su tez pálida los que llamaron su atención. Tuvo ganas de besarlos. Se sintió culpable y bajó la mirada haciendo como que buscaba algo en el cajón de la mesa.

—Tiene una entrevista a las diez con un periodista de Le Monde. Nuestra última visita ha sido tan comentada que quieren saber más acerca de la organización. A las doce recibe a una delegación de la Policía de Moldavia; están interesados en incorporar el modelo FIND. A la una, come con el señor Noble. No hay más citas para hoy.

—Se nota que es viernes y que la gente quiere tener la tarde libre.

—¿Usted no? —preguntó Rose con más interés del que hubiera querido.

—Depende —contestó Thomas.

Rose bajó la cabeza y se marchó.

Thomas la observó mientras cerraba la puerta, y se maldijo por lo maleducado que había sido. Notaba el interés de Rose hacia él. Pero no podía permitirse líos en el trabajo. De ningún modo.

Si uno trata de imaginarse a un periodista, este sería como el que estaba sentado delante, pensó Thomas. Tenía un aire a Clark Kent. Llevaba gafas de carey y el pelo totalmente revuelto como si antes de acceder a su despacho lo hubiera sacudido un tornado. Miraba con preocupación su grabadora último modelo, tan compleja, que ni él mismo sabía cómo funcionaba. Al final, renunció a-no-sé-qué-quería-hacer, se limitó a darle al rec y dio comienzo a la entrevista.

—¿Podría decirme su nombre y el puesto que ocupa en esta organización?

—Me llamo Thomas Connors. He sido puesto a disposición por la sede de Nueva York. Tengo un puesto ejecutivo de grado cuatro.

—¿Qué significa «puesto a disposición»?

—Soy un funcionario que, por el interés de la Interpol, ha sido trasladado aquí. La puesta a disposición tiene normalmente una duración de tres años. Será prorrogable por iniciativa del secretario general, siempre que se obtenga el acuerdo de la Administración nacional. Por regla general, la duración no supera los cinco años. Pero, supongo que eso no será lo que le interesa —concluyó Thomas con evidente malestar.

—¡Oh! Claro que no. Nada de temas personales. Se me olvidaba que ustedes no deben mostrar su lado humano —respondió el periodista—. De acuerdo, quisiera saber cuántos miembros son, con qué presupuesto cuentan, cómo funciona la organización y qué objetivos tiene —dijo leyendo de carrerilla su cuaderno.

—Los objetivos principales de la Interpol son la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado internacional en todas sus formas, ya se trate de blanqueo de capitales, tráfico de droga o falsificación de billetes. El tráfico transfronterizo de niños, las redes internacionales de prostitución y la actuación de grupos mafiosos también forman parte de nuestras competencias. El presupuesto anual es de cincuenta y seis millones de euros, que se dividen entre los ciento noventa países miembros.

—¿Todos los países tienen el mismo poder?

—Por supuesto. Cada uno de los países miembros de la Interpol mantiene una Oficina Central Nacional, la OCN, integrada por funcionarios que se encargan de hacer cumplir la legislación nacional.

Thomas tomó un sorbo de agua y prosiguió:

—El jefe de la OCN suele ser uno de los funcionarios de más alto rango. Dependiendo del tamaño del país, la OCN puede tener solo dos o tres funcionarios dedicados a las actividades relacionadas con la Interpol, o varias decenas; entre ellos se cuentan especialistas en terrorismo, fugas, delitos informáticos, trata de seres humanos, drogas o robos.

Thomas miró su móvil. En la pantalla, la cara de Claire se iluminaba y se apagaba. Ignoró la llamada.

—¿Qué resultados han obtenido y cómo se han organizado para su consecución? —preguntó el periodista.

—La preocupación de los Gobiernos por el avance del crimen organizado a nivel internacional está aumentando, ya que se manejan tecnologías punta cada vez más sofisticadas. Para combatirla, es necesario contar con medios de transmisión rápidos, eficaces y que, a su vez, sean totalmente seguros. Hoy en día, tardamos exactamente ochenta segundos en transmitir fotos, informaciones y archivos digitales a las diferentes oficinas nacionales de nuestros países miembros.

—¿Cuál es su principal objetivo?

—Los niños —contestó sin dudar Thomas—. Uno de nuestros instrumentos principales para combatir los abusos sexuales contra los niños es la base de datos de la Interpol sobre imágenes de delitos contra menores. Desde 2001 ha ayudado a rescatar a más de setecientas víctimas de abusos sexuales. Gracias al dinero que nos ha otorgado el G8, estamos transformando esa base de datos en un medio cada vez más avanzado de lucha contra la delincuencia. —Hizo una pausa—. Por ejemplo, en 2007, lanzamos la operación VICO, nuestra primera petición de ayuda dirigida a la población, para identificar a un hombre que aparecía abusando sexualmente de niños en una serie de imágenes expuestas en Internet. A los pocos días el sospechoso fue detenido, con lo que quedó demostrado que la cooperación con los ciudadanos y los medios de comunicación de todo el mundo daba frutos. Poco después, en 2008, se llevó a cabo la operación IDENT, que concluyó con el mismo éxito. Cuando el acusado de asesinato, homicidio o violación sale del país en el que ha cometido el delito, la investigación policial se vuelve más complicada. Los agentes deben confiar su vigilancia a otros organismos internacionales de cooperación; es decir, a nosotros.

—Y entre los países ¿cómo se comunica una orden? —continuó el periodista cada vez más interesado.

—La Interpol publica notificaciones de diferente color. La roja, por ejemplo, es el nivel más alto; es un aviso internacional sobre personas buscadas por la justicia en el que se pide a todos los países miembros que colaboren en su búsqueda y posterior detención.

La conversación fue interrumpida por Rose, que entró en el despacho con una bandeja con café y pastas.

—Perdone, lo quería con leche, ¿verdad? —preguntó solícita al periodista.

—Sí, gracias. Muy amable —respondió este nervioso.

Thomas sonrió. Rose solía provocar ese estado a la mayoría de los hombres. Parecía más una actriz que una secretaria. Pero, sin lugar a dudas, era la más eficiente que había tenido.

—Solo, para usted… —dijo dejando el café en el lado izquierdo de la mesa.

—Gracias, Rose. Te… bueno, se lo agradezco. —Thomas pensó que no se acostumbraría nunca al usted.

Ella asintió con la cabeza y, con una sonrisa en los labios, se marchó.

—La gente cree que tenemos agentes secretos viajando por todo el mundo de incógnito, como James Bond. De hecho, yo también lo creía —dijo Thomas en tono distendido y dio un sorbo al café.

—Y ¿no es así?

—No —contestó—. Sin embargo ayudamos a la Policía a realizar investigaciones y operaciones importantes que a veces resultan muy peligrosas. Podemos enviar equipos de especialistas a distintos lugares del mundo para prestar ayuda cuando se produce una catástrofe. Estos equipos también pueden ofrecer asistencia especializada a la Policía local.

El periodista asintió.

—Por ejemplo, cuando se encuentra un alijo de droga o se comete un atentado. Otros equipos pueden ayudar a planear las medidas de seguridad en grandes acontecimientos, como las Olimpiadas, y prestar apoyo para ponerlas en práctica. También invertimos mucho tiempo informando a la Policía de todo el mundo sobre últimas tecnologías y sus aplicaciones.

—Eso debe de ser crucial. Puesto que cada país tiene un desarrollo económico y cultural diferente —añadió el periodista.

—Exacto. Muchos delitos se cometen en varios países al mismo tiempo. Por ejemplo, algunas drogas se transportan ilegalmente desde América del Sur a Europa, pasando por África. Por esta razón, es importante que las fuerzas del orden de todo el mundo se comuniquen, con el fin de poder capturar a los autores de estos delitos. Para lograr este objetivo, deben tener acceso a ciertos sistemas y a información comunes. Todos los países miembros de la Interpol están conectados a nuestra red mundial de comunicación policial, conocida con el nombre de I-24/7.

—¿En qué consiste?

—Se trata de un sistema conectado a Internet y dotado de una tecnología avanzada que permite a la Policía enviar de forma segura mensajes e información altamente confidencial, y comprobar la información que figura en nuestras bases de datos.

Thomas alcanzó un bollo de chocolate y prosiguió:

—Por ejemplo, en un caso ocurrido en Mónaco, la Policía encontró huellas dactilares en el lugar en el que se había cometido un delito y, tras compararlas con las que figuraban en una base de datos de la Interpol, no solo descubrió la identidad del delincuente y su relación con otros delitos cometidos en Serbia, sino que el hombre tenía una orden de busca y captura en otros cinco países europeos.

El periodista se mostró satisfecho con la entrevista y creyó que ya tenía suficiente material para redactar su artículo. Guardó la libreta y la grabadora en una bandolera y con un apretón de manos se despidió de Thomas.

Después de la entrevista, Thomas disponía de tiempo libre antes de reunirse con un representante de la Policía moldava. Llamó a Claire.

—Hola, he visto que me has llamado, pero no he podido responder, estaba ocupado —se arrepintió al instante de esas últimas palabras e imaginó lo que ella estaba pensando: «como siempre».

—No pasa nada, estoy acostumbrada, aunque no me resigno —dijo—. Mantengo la esperanza de que te sueltes la melena y dejes de ser Don Responsable.

A Thomas le molestó el tono, demasiado áspero. Lo menos que podía hacer era fingir un poco de arrepentimiento después de lo que había pasado en su casa. Quiso decírselo pero calló. De pronto, deseaba terminar cuanto antes con aquella conversación.

—Quiero verte —dijo ella, suavizando el tono—. ¿Te gustaría que fuéramos a cenar y luego nos pasáramos por el casino? La última vez perdimos y juramos vengarnos y, bueno… eso fue en Navidad.

A Thomas realmente le apetecía salir y disfrutar del fin de semana.

—Me parece bien, ¿a qué hora te recojo?

—A las ocho.

—De acuerdo, hasta la noche entonces.

—Yo… lo siento Thomas —añadió Claire—. A veces soy un poco bruta. Ya sabes…

—Vale, no te preocupes, luego hablamos —contestó él, en tono reconciliador.

D’accord, nos vemos esta noche —dijo ella antes de colgar.

Fue un día interminable, lleno de trabajo. Thomas llegó puntual a casa de Claire, pero no quiso subir y la esperó en la calle dentro del coche.

—Hola —lo saludó ella, y le dio un beso en la mejilla.

Thomas no respondió. Iba concentrado en la carretera.

—¿Piensas hablarme, o vamos a estar así toda la noche?

Thomas siguió callado.

—¿No vas a perdonarme lo de ayer?

Silencio.

—Solo fue un pequeño desliz.

—Quedamos en que el sexo con otras personas sería consentido, pero siempre respetando los deseos del otro —explicó Thomas.

—Te prometo que no volverá a suceder. Ahora olvídalo y disfrutemos de la noche.

Cuando entraron en el restaurante se fijó en ella; estaba preciosa. Al despojarse del abrigo, dejó al descubierto el vestido de noche que se había puesto para la ocasión. Tenía un escote en forma de «V» que llegaba hasta el estómago. Enseguida vio que no llevaba sujetador. Pero el límite del escote acababa justo al borde del pezón. Pensó que resultaba bastante difícil resistirse a una mujer así. Le hacía sentirse poderoso y envidiado. El maître los llevó hasta su mesa.

—No sé cómo has conseguido mesa. No puedo creer que estemos aquí —dijo Claire, sentándose.

—No tiene importancia, ha sido mi secretaria.

—¿Es atractiva?

—Mucho.

—¿Te la follarías?

—No.

—¿Por qué?

—Porque trabaja para mí —sentenció, incómodo.

—¿Solo por esa razón?

—Sí.

Thomas la miró fijamente para no perderse ninguna reacción. Lo defraudó. No halló atisbo de celos, ni enfado, ni nada. Simplemente, cambió de conversación.

—Este sitio me encanta —dijo.

—Y a mí —asintió él, siguiéndole el juego.

El restaurante de Philippe Gauvre era uno de los mejores de Lyon. Su creatividad había sido recompensada en el año 2000 con una segunda estrella Michelin. Formaba parte del casino Le Lyon Vert y estaba rodeado de una exuberante vegetación. Era una joya de la arquitectura art déco que invitaba a disfrutar del entorno. Se encontraba en La Tour-de-Salvagny, una pequeña población famosa por albergar el lujoso casino. Era un lugar de extraña belleza; en su interior, se podían encontrar hermosos salones estilo belle époque.

La cena transcurrió tranquilamente. Al acabar, a Thomas no le apeteció pasar al casino.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Claire.

—Quiero sexo.

—¿Conmigo o con otra?

—No sabía que te importara.

—Ni yo.

Los dos se miraron. Thomas no estaba dispuesto a ceder. No le había perdonado lo de su casa. Él nunca se había acostado con nadie a sus espaldas y menos en la casa de ella. ¿Qué deseaba Claire de él? Cuando se conocieron ella puso sus normas, quería ser libre y practicar sexo con otras personas. Para su propia sorpresa, Thomas aceptó. Ese trato zanjaba una cuestión incómoda, el compromiso. Lo cierto es que no la quería en su vida, solo en su cama.

—¿Vamos al Club Auberge? —propuso Thomas—. Es tarde y habrá ambiente.

A Thomas le gustaba ese garito. Era pequeño, discreto, y no aceptaban hombres solteros. Se podía asistir a los intercambios de pareja con la tranquilidad de que no había mirones, solo parejas y mujeres solas. Tenía las paredes pintadas de azul y los sofás, de cuero rojo, estaban dispuestos unos enfrente de otros. A un lado, se encontraba la barra; al fondo, una pista de baile junto a otra más pequeña, de forma octogonal y rodeada de espejos, donde los más atrevidos bailaban. La luz roja del club lo excitaba, dotaba a los rostros de sensualidad y al color de la piel de un tono que incitaba a la lujuria.

Saludaron a varias parejas con las que solían hacer intercambio. Rehusó unirse a ellas cuando se dirigieron a una de las habitaciones forrada de espejos en la que había una cama de cuatro por tres metros, ideal para albergar varios cuerpos. Thomas contó siete personas. De repente, Claire dejó su copa y se unió a ellos. A él no le importó, la pista de baile estaba de lo más animada. Alcanzó su mojito y se sentó cerca. Enseguida vio a alguien interesante, una mujer que bailaba con movimientos lentos y sensuales. Llevaba un corpiño negro con cintas moradas, un tanga también negro y unas medias hasta el muslo con ligueros. No la conocía y eso le gustó. Aprovechó que ella fue a pedir algo a la barra para acariciarle el brazo. La mujer se volvió hacia él saludándolo con la mirada.

—Me gusta como bailas.

—Gracias —respondió la mujer—. Qué raro, un hombre tan guapo solo.

Thomas rio ante el cumplido.

—Mi pareja está arriba en una bacanal, demasiado para mí… ¿Y la tuya?

—Estoy sola. Me aburría en casa y no se me ocurría un sitio mejor para una mujer un viernes por la noche. Aquí puedes ponerte la ropa más sexy sin que nadie te moleste; un no siempre es un no, en cualquier momento. Además, la entrada es gratis y encima te invitan a una copa. De fábula.

—¿En tu repertorio de razones para venir está el sexo?

—De las últimas —respondió la mujer con una sonrisa—. Me gusta que me miren y me deseen, pero prefiero bailar.

—Pues yo te encuentro irresistible… Cuando te canses de bailar, aquí te espero.

La mujer rio encantada.

—Me llamo Bárbara y acabas de subir a lo alto de mi lista.

—Yo, Thomas. Un placer —se presentó y la besó en el cuello.

—¿Dónde vamos? —preguntó excitada.

—Me gustaría que estuviéramos solos, así que el jacuzzi y la sauna quedan descartados.

—Vayámonos al baño —propuso ella, y le dio la mano.

Thomas la subió sobre la encimera de mármol, le retiró el tanga y la penetró por detrás con fuerza. Mientras la embestía, le acariciaba con los dedos el clítoris con movimientos circulares. Poco después, oyó su orgasmo; se corrió de manera escandalosa y, a continuación, le tocó a él. Cuando terminó, se quedó tumbado sobre la espalda de Bárbara oyendo su corazón acelerado. Le besó el pelo y se retiró quitándose el preservativo.

—Gracias, Bárbara. Si no te molesta, me voy a ir a casa. Antes de irme te invito a una copa.

—No hace falta, me voy a bailar —contestó ella. Se limpió de manera rápida con una toallita húmeda y, dándole un beso en la frente, le dijo—: La próxima vez que nos veamos te sacaré a la pista.

—Lo vas a tener difícil —contestó Thomas mientras se abrochaba el cinturón.

—Soy muy cabezota —aseguró Bárbara.

Thomas le dio un beso de despedida en el cuello y ambos se fueron por caminos opuestos. Después, dejó al camarero una nota para Claire. Pensó meter en un sobre dinero para que tomara un taxi, pero supuso que ella no se lo perdonaría. Salió fuera y entró en el coche. El teléfono emitía una luz parpadeante roja. Comprobó sus llamadas. Tenía cinco de un número desconocido en su móvil privado. Se asustó. Pensó en sus padres, solo un grupo muy reducido de personas conocía ese número. Marcó y obtuvo respuesta enseguida.

—Thomas —dijo una voz llorosa—. Thomas —repitió la voz, ahogada en lágrimas.

Se quedó en blanco escuchando el lamento de la mujer.

—Maire —susurró.

El pasado volvió de repente, sin avisar. El golpe fue brutal. De pronto, se vio a sí mismo veinticinco años antes.

—Maire, ¿eres tú? ¿Qué ha pasado?

—Ha muerto Úna, mi hija —respondió conteniendo el llanto.

—No sabía que tuvieras una hija. Yo… lo siento.

—Thomas, ayúdame por favor.

—Por supuesto —dijo abrumado—. ¿Qué puedo hacer?

—Tráela a casa. Está en Suiza, en el hospital de Chablais. Tienes que reconocer el cadáver, hacer los papeleos, qué se yo… La repatriación… todas esas cosas. —Maire no pudo continuar y rompió a llorar.

—Pero, yo no conocía a tu hija —dijo Thomas, confundido.

—Sabrás que es ella cuando la veas —respondió serena—. Estoy convaleciente de una operación y no puedo ir. Tus padres me dieron tu número y estás cerca de donde ella vive. Vive en Monthey. Quiero decir… vivía. Dios mío… no voy a poder con esto.

—¿De qué ha muerto?

—Me dijeron que de muerte súbita, mientras dormía. La han encontrado esta mañana. No había acudido a los entrenamientos y eso les extrañó. Cuando llegaron los médicos, ya no pudieron hacer nada…

—Te voy a dar mi correo electrónico y me mandas todos los datos, además de tu consentimiento para representarte. No te preocupes, me haré cargo de todo.

—Gracias, Thomas. Estoy tan cansada… El médico me ha dado una pastilla y me está haciendo efecto. Me voy a dormir, es muy tarde. Mañana quizá esto no haya ocurrido y solo sea una pesadilla. Buenas noches.

Sin darse cuenta, Thomas le contestó en gaélico y colgó.

Cientos de imágenes estallaron en su cabeza. Maire sonriéndole; Maire y su pelo rojo luchando contra el viento; Maire y su cuerpo pálido; Maire llorando… Salió del coche, necesitaba respirar y olvidar. Detrás oyó las risas de algunos fumadores que charlaban despreocupadamente en la puerta del club. Se alejó. Se detuvo intentando ubicarse. Se sentó en una piedra y agarró un puñado de tierra. Le temblaba la mano. En un gesto mecánico, la olió. Recordó su hogar, los pastos y sobre todo las montañas. Se alzaban sobre el horizonte amenazadoras, como enormes guardianes de una tierra lejana e inalcanzable para él. Cuando vivía allí, le gustaba observarlas; cambiaban según la época y la luz: marrones con los helechos secos del otoño; ocultas por la niebla en invierno; verdes y plácidas en verano. ¿Cuándo dejó de soñar con ellas?

Se levantó. Volvía a casa.