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Si la muerte del padre de Janik había roto su corazón, a su madre le había roto la cabeza. Al llegar de los entrenamientos, encontraba la casa sin recoger, los ceniceros llenos de colillas, los platos sucios amontonados en la pila. Un día su madre salió de casa sin zapatos; otro, se la encontró con el camisón puesto encima de la ropa. Ni siquiera se paraba delante del espejo para ver qué aspecto tenía. Los cambios de humor se hicieron cada vez más frecuentes. Cuando estaba contenta encendía la televisión o la radio a todo volumen o cantaba arias a las dos de la mañana. Cuando a la euforia seguía la depresión, se encerraba en su cuarto y pasaba horas sin salir. Janik temía que algún día se quedase allí para siempre.

Con catorce años, a Janik los entrenamientos le resultaban un juego, pero con el tiempo la exigencia creció tan rápido como su estatura. Pronto se dio cuenta de que lo único que tenía que hacer era mover sus piernas lo más rápido posible, en un intento por detener el tiempo. Ese era su mayor deseo: alargar los segundos, los minutos, con tal de no volver a casa. Encontró en aquella rutina la mejor medicina para su alma joven. Y la recompensa no tardó en llegar en forma de triunfos. Las victorias le ayudaron a mitigar su timidez. En los entrenamientos llevaba el cuerpo al límite, como si el sufrimiento lo acercase más a su padre. Muchas veces no era consciente de que le hubiese bastado con bajar dos segundos el ritmo para compensar las ráfagas de aire que, como olas contra el casco de un barco, frenaban su ritmo. Pero, en aquellos años su leitmotiv era no pain, no gain.

En esa época, su madre dejó el trabajo. Empezó con el cóctel de alcohol y tranquilizantes. Se pasaba las horas sentada en el sofá y dejaba suspendidos sus pensamientos en algún punto fijo de la habitación. Los peores momentos coincidían con los días previos a las competiciones. Esos días la ansiedad de Janik podía más que su paciencia. Su mirada, antes directa y limpia, se tornaba huidiza y distante, y lo acompañaba adonde fuese. En el instituto, evitaba a los demás y se refugiaba en los rincones. En casa, al acabar de comer, se encerraba en su cuarto y se echaba en la cama imaginando una y otra vez el momento de la carrera.

Aquella noche no pudo dormir. Se montó en el autobús y recorrió los doce kilómetros que separaban Maur, su pueblo, de la estación de tren de Zúrich. Dos horas y cuarenta y cinco minutos después llegaba a Ginebra.

El edificio que albergaba el centro de medicina y deporte parecía una gran pecera de colores. Entró, tomó el ascensor y salió a un amplio pasillo. Vio un letrero justo enfrente en el que se leía la palabra «admisión». Giró a la derecha, donde una joven hablaba por teléfono. Cuando lo vio llegar, le hizo un gesto con la mano para que esperara, apuntó algo en un cuaderno y le preguntó:

—¿Viene por las pruebas?

—Sí —contestó con el tono de voz que le salía cuando estaba intranquilo.

—¿Es usted Janik Toledo?

—Sí, de Maur —contestó, como si ser de Maur tuviese importancia.

—Si es tan amable, cámbiese en ese cuarto y luego espere sentado en el banco que está junto a la pared. El médico que le va a hacer las pruebas lo llamará en un momento.

A pesar de que el año anterior había quedado tercero en los campeonatos nacionales junior de cross, era la primera vez que hacía una prueba de ese tipo. Su entrenador le había dicho que Hendrik era el encargado de la preparación de uno de los mejores tenistas de la historia, y había leído en el periódico que los deportistas más brillantes de Suiza pasaban por sus manos. Era consciente de la importancia del momento y no quería dejar escapar aquella oportunidad.

Al entrar en el vestuario, sintió una punzada nerviosa en el estómago. Se vistió con un pantalón corto y una camiseta de tirantes que su madre le regaló cuando tenía catorce años. Había perdido su color original y se habían borrado la «N» y la «R» de la palabra university, pero para él no tenía importancia; le hacía sentir bien. Cuando salió al pasillo, se topó con varios deportistas acalorados y con las camisetas empapadas en sudor. Se sentó en el banco que le había indicado la chica de la entrada y esperó hasta que una voz proveniente de uno de los cuartos le aceleró el corazón.

—¿Janik Toledo? Puede pasar, por favor.

Nada más entrar al despacho y ver a Hendrik sentado tras su mesa, se dio cuenta de que no era de esa clase de médico vestido con bata blanca, el fonendo en el cuello y el termómetro sobresaliendo de uno de sus bolsillos. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado, con abundante pelo, cejas separadas y ojos pequeños. Vestía un jersey gris de cuello redondo y unos pantalones vaqueros desgastados. Sus dedos finos parecían los de un pianista y se movían rápidos y nerviosos golpeando la mesa con las yemas.

—¿Qué tal, Janik? —le preguntó como si se conociesen.

—Un poco nervioso.

—Es normal. Te voy a hacer algunas preguntas antes de que hagas el test. Es importante que contestes con sinceridad o la prueba que te vamos a hacer no valdrá para nada.

Hendrik sacó de uno de los cajones de la mesilla una carpeta con el nombre de Janik Toledo sobre una pegatina de fondo blanco, la dejó encima de la mesa, alcanzó un bolígrafo y le quitó el capuchón.

—¿Has descansado bien esta noche? —comenzó el médico.

—Sí.

—¿Crees que puedes estar incubando un catarro o alguna enfermedad?

—No.

—¿Cuándo hiciste el último entrenamiento intenso?

—Hace tres días.

—Y ¿cuándo hiciste uno de fuerza?

—Hace una semana.

—¿Sabes para qué te hacemos la prueba?

—Para ver si valgo para correr, ¿no?

El médico deportivo dejó las hojas sobre la mesa. Cambió de postura y lo miró fijamente a los ojos por primera vez.

—Te voy a explicar qué vamos a hacer y para qué sirve. La prueba del consumo máximo de oxígeno determina la capacidad que tenemos para absorber, utilizar y metabolizar el oxígeno en los distintos tejidos. Cuanto más alto lo tengas, mejor para ti.

Hendrik sacó una hoja de la carpeta y empezó a rellenar espacios con cruces. Janik golpeó con la palma de la mano derecha su pantalón en un afán de apaciguar su ansiedad. ¿Cómo le iba a decir una máquina en una hora lo que a su entrenador le había costado toda una vida?, se preguntó.

Su pulso se incrementó y una corriente de aire frío le recorrió el cuello.

—No sé si quiero saberlo —dijo con la voz temblorosa.

El médico prosiguió como si no hubiese oído lo que Janik acababa de decir.

—Janik, no es una prueba cualquiera. Vamos a saber si tus genes están hechos para correr.

Hendrik se levantó, agarró la carpeta y le pidió que lo acompañase a la sala donde se encontraba el tapiz rodante. Bajaron las escaleras en silencio. Una vez en la sala, el médico se dirigió a una de las esquinas y alcanzó una cinta de plástico que estaba colgada de unos ganchos en la pared. Mientras, una enfermera le aplicaba a Janik una crema en el lóbulo de la oreja. En unos segundos, sintió una fuerte quemazón en la zona.

—Ahora, colócate esta cinta alrededor del pecho y el pulsómetro en tu muñeca derecha.

El médico pulsó el botón de encendido de color rojo en forma de hongo y la cinta comenzó a girar. El ruido del roce de la goma del tapiz con los rodillos se hizo cada vez más fuerte. Hendrik sacó un aparato pequeño con una rueda en un extremo y un marcador en el otro. Lo colocó en la cinta y comprobó que estaba bien calibrada.

—Por favor, quítese la camiseta, tengo que colocarle unos electrodos —dijo la enfermera.

En ese momento, le dieron ganas de salir corriendo y no aparecer nunca más por allí.

—¿Puedo volver a ponerme la camiseta? —preguntó, como si no hubiese oído las palabras de la enfermera.

—No, debo ponerle los cables del electro.

Se le formó un nudo en el estómago. Era su amuleto. Se acordó del día que su madre lo llevó de la mano a su primera carrera. Tenía un don. Lo supo desde que cumplió doce años. Y ahora esa maldita máquina podía arruinar sus sueños.

—Le pongo esta malla para que al correr no se desprendan —explicó la enfermera cuando acabó de enganchar los cables.

Después, le hizo un pequeño corte en el lóbulo de la oreja, apretó con fuerza y llenó un tubo de cristal con una muestra de sangre.

A continuación, le colocó una máscara con un enganche de pulpos alrededor de la cabeza.

—Cuando te diga, subes al tapiz —dijo Hendrik con tono seco—. Voy a aumentar la velocidad cada cierto tiempo, hasta que nos digas vale o nos hagas un gesto con la mano.

Janik bajó la cabeza en señal de asentimiento.

Con todo ese lío de cables pegados a su pecho y la máscara tapándole la cara, le parecía imposible dar una zancada.

—¿Estás listo? —preguntó Hendrik.

Janik levantó el pulgar de su mano.

−3, 2, 1. Ya. Empezamos.

A medida que pasaba el tiempo, se concentraba en mantener el equilibrio sobre la cinta. Hacía mucho calor y la máscara lo agobiaba. Trató de correr lo más próximo al principio de la cinta por miedo a salir despedido. Las gotas de sudor saltaban de su cuerpo en todas direcciones.

Poco a poco, se fue sintiendo más seguro. Cada vez que Hendrik subía la velocidad, más decidido estaba Janik en resistir hasta desfallecer.

—Soy el mejor —murmuraba para sí mismo.

Podía sentir la velocidad en sus piernas, la zancada cada vez más amplia. Imaginó que corría por los caminos que rodeaban su pueblo, dejándose llevar por las suaves pendientes y el empuje ligero del aire en su espalda. Disfrutó del aroma a flores, a madera podrida arrastrada por el río, a mazorca quemada y a tierra mojada. Los sonidos de la cinta rodante se amortiguaban con los recuerdos de las aves de paso hacia tierras más cálidas, la voz de un campesino que lo saludaba mientras pasaba a su lado, o las pisadas de los caballos al galope. El médico lo condujo de vuelta a la realidad para ajustar los niveles de oxígeno y dióxido de carbono.

—Venga, un poco más —lo animaron Hendrik y la enfermera al unísono—. Vas muy bien, un poco más, que subimos a veintiuno. ¡Vamos Janik, que ya falta poco! —gritó el médico.

Sus piernas parecían ir solas. Se oía el ruido de los rodillos al mover la cinta y el golpeo de la suela de las zapatillas contra la superficie blanda. Empezó a notar cómo las piernas no podían seguir el paso de aquella máquina. Esperó que apareciese el segundo aliento, el que todo atleta ha experimentado alguna vez en su carrera deportiva, cuando ya no puede más y tiene la sensación de que los pulmones se abren y trata de encontrar fuerzas donde antes solo había cansancio, pero no llegó. Todo había acabado.

—Puedes ir a la ducha. Después te comento los resultados —dijo Hendrik.

Cuando volvió a la consulta, Janik sentía que su estado de ánimo había mejorado.

—Imagina que tu cuerpo es un coche con un motor que va quemando gasolina, que son los hidratos de carbono, en función de las marchas —le explicó el médico—. Esa gasolina produce un desecho que se llama «ácido láctico».

El timbre del teléfono lo interrumpió, miró el número en la pantalla y apretó el botón que silenciaba el sonido.

—Imaginemos ahora que las marchas de nuestro coche van desde cero hasta cinco. La marcha cero es correr a ritmo suave y la cinco es correr todo lo deprisa que seas capaz —continuó—. Si vas con la marcha cero, o con la primera, puedes aguantar mucho tiempo sin parar. Si pones la segunda, tú, que entrenas habitualmente, puedes correr una maratón sin bajar la velocidad. Si metes la tercera, el cuerpo empieza a generar ácido láctico y no durarás más de treinta minutos sin perder ritmo. Con la cuarta y la quinta marcha, solo puedes mantener la velocidad unos pocos minutos, incluso segundos. En nuestro argot, a esas marchas las llamamos «U0», «U1», «U2», «U3», «U4» y «U5». Y van a ser nuestra referencia para que des lo mejor de ti.

El doctor Hendrik sacó una de las hojas de la carpeta.

—Para que me entiendas, de lo que se trata es de resolver una ecuación. La incógnita es determinar las pulsaciones que te permitan correr a un ritmo alto durante un período determinado de tiempo sin que aparezca la fatiga. A esa velocidad se la conoce como «U3» o «umbral de lactato». Y será la piedra filosofal para hacerte un campeón.

—Mi entrenador nunca nos habló de todo esto —dijo Janik.

El médico aprovechó su interés para ahondar en las explicaciones. Janik lo escuchaba de la misma manera que un alumno escucha a su profesor. Umbral de lactato, ácido láctico, pulsómetro, consumo máximo de oxígeno… Iba a pasar algún tiempo hasta que se lo aprendiera.

—Janik, tu valor de consumo máximo de oxígeno es de ochenta y dos mililitros/kilogramo/minuto. Eso nos muestra que tienes un motor de Fórmula 1. Si queremos que no se gripe, necesitamos que estés bajo nuestra supervisión.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó con interés.

—Nosotros te guiaremos —respondió el médico, y dejó caer el bolígrafo en la mesa—. Existe un programa de jóvenes promesas. Y habrás oído hablar de la residencia para deportistas que han construido cerca de Ginebra la farmacéutica Poche y el Consejo de Deportes.

Janik había visto un reportaje sobre las instalaciones de Les Diablerets. La residencia se había inaugurado hacía dos años. Se encontraba a mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar. Algunos deportistas suizos pasaban allí meses, y esquiadores de otros países se alojaban durante la temporada previa a la competición. La selección alemana de natación alternaba su entrenamiento entre la residencia de Suiza y la de Sierra Nevada, en el sur de España. Las pistas de atletismo se llenaban de corredores del centro de Europa. Un grupo de saltadores y lanzadores cubanos había escogido la residencia como sede temporal mientras apuraba su campaña europea de competiciones. A la hora de hacer el reportaje, el equipo nacional de triatlón suizo se acababa de instalar para preparar los Juegos. Las habitaciones eran amplias, con conexión wifi y televisión vía satélite. Además había médicos, fisioterapeutas y hasta psicólogos deportivos.

—Voy a incluirte en la lista —dijo Hendrik.

No había oído hablar de esa lista, pero por la sonrisa del médico supuso que era algo muy importante.

—Estaremos en contacto. Piensa que eres el primer atleta que ha pasado por este centro con estos registros. Y por aquí han pasado campeones nacionales de medio fondo. Tienes muchas posibilidades de llegar donde han llegado ellos —dijo mirándolo a los ojos.

A esas horas, la gente estaba a punto de comer. Una mezcla de olor a salchicha frita y queso fundido llegaba hasta la calle. Las ventanas de las casas se abrían de par en par buscando el aire fresco de la montaña. Una adolescente observaba a los transeúntes, aprovechando la discreción de su atalaya, mientras se acariciaba con una mano el cabello. Un anciano de pelo canoso, con unas gafas pasadas de moda, leía el periódico en su terraza. Janik se preguntaba si alguna de aquellas personas era tan dichosa como lo era él en ese momento.