Blanc salió por la puerta oeste de la residencia. Antes de penetrar en el bosque, agarró la vara gruesa de roble que le servía como bastón y que estaba apoyada en un pino. Avanzó entre la vegetación por un camino estrecho y empinado hasta un claro, donde se paró a descansar. A partir de esa altura, los árboles eran escasos, y prados y pastos dominaban el paisaje. Por encima de las copas de los robles majestuosos, se levantaba imponente el pico nevado de la Palette d’Isenau. Después de recuperar el aliento, prosiguió la subida hasta llegar a la abadía, su hogar.
La abadía se construyó como refugio apartado para una congregación de monjas cistercienses, hasta que una tarde de primavera huyeron aterrorizadas. Veinte años después, el bisabuelo de Blanc la compró. Desde entonces, la familia Kummer no se había separado de sus muros más de unos pocos kilómetros, los necesarios para que el ganado, que guardaba en una de las estancias que hacía las veces de cuadra, encontrara hierba fresca.
Blanc entró en el refectorio. La estancia era inmensa. El sonido de su pierna deslizándose por el suelo de piedra se parecía al de las pezuñas de una gamuza herida huyendo entre los riscos. Blanc imaginaba a la abadesa leyendo el Antiguo Testamento desde el púlpito, mientras las demás monjas comían en silencio. Apoyó el bastón en el muro y se quitó su abrigo de paño negro. Unos cartones que se colocaba a la altura del pecho para mitigar el frío cayeron al suelo. Abrió la puerta de madera de alerce que separaba el refectorio del armarium; su superficie estaba tallada y representaba el encuentro de Jesús con el Maligno, según un pasaje del Evangelio de San Mateo. Le gustaba acariciar con las yemas de los dedos la figura del diablo. El armarium, que él utilizaba como despensa, no era más que un pequeño nicho empotrado en el muro donde las monjas guardaban sus libros.
Blanc había reformado la abadía casi por completo. Instaló la electricidad y unas modernas estufas Rüegg, y acondicionó el lugar donde se había guardado el ganado con el propósito de que fuese más habitable. En la habitación contigua al armarium, se encontraba la sala que hacía también de cocina y dormitorio. Al entrar, colocó en la chimenea unos leños de pino en forma de pirámide con unas astillas en la base. Prendió un papel de periódico y lo acercó a la leña. Debajo, unas piedras que su padre había traído años atrás, mantenían la temperatura cuando se apagaba la lumbre y le servían de base para cocinar. Se quedó de pie, mirando hipnotizado cómo el fuego consumía los troncos hasta convertirlos en pequeñas ascuas. Envolvió una patata en papel de aluminio y la metió entre las piedras calientes. En un recipiente con leche, introdujo una de las piedras con unas tenazas de hierro; la leche hirvió al momento. Vertió un poco de leche caliente en un vaso y, pensativo, se retiró de la lumbre. Buscó entre las estanterías una lectura que le agradase. Al final, eligió un libro al azar entre los miles de su biblioteca. Arrastrando su maltrecha pierna, se dejó caer en la mecedora de roble, abrió el libro y comenzó a leer en voz alta.