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Quiero llevarte pegada a mis piernas desnudas y correr,

para que sientas la fuerza de mis venas.

Anhelo llevarte pegada a mis manos y amar,

para que te estremezcas con mis caricias.

Ansío llevarte pegada a mi boca y susurrarte,

para que, tranquila, te quedes dormida.

Yo seré tus piernas, tus manos, tu boca.

Tú serás mi fuerza, mi amor, mi lecho.

La joven estaba sentada sobre la cama. Tenía entre sus manos un trozo de papel y no recordaba cuántas veces lo había leído. Se tumbó sin dejar de mirar el poema, volvió a leerlo e imaginó al autor de la misiva.

El día se arrugaba como la piel del melocotón maduro y, a sus pies, la niebla perezosa trepaba por la montaña. Después de varios días de lluvia, un frío azulado llegó la noche anterior, transformando el agua de los charcos en un cristal tan fino como las alas de mariposa.

Úna Kovalenko quedó extasiada por la luz del atardecer que atravesaba el papel cuadriculado del poema. Las palabras parecían bailar en su honor. Se tumbó sobre la colcha e hizo un ovillo con su cuerpo aferrando en la mano los versos de amor.

La noche extendía sus dominios sombra a sombra y se tragaba con avidez las cimas de los montes, las copas de los árboles. Cuando llegó a Les Diablerets, el suelo de hielo negro crujió a su paso. Entró por la ventana y, con delicadeza, se posó sobre la joven que dormía profundamente.

Ya no despertaría.