El diario de Q.

Venecia, 24 de febrero de 1551

En Venecia soy uno más entre muchos. Un espía en el país de los espías. Son muchos los que observan, anotan, y luego se lo cuentan a su amo de turno, a menudo al servicio de varios amos al mismo tiempo. Turcos, austríacos, ingleses: no hay potencia, partido o compañía comercial que no tenga interés en mantener unos ojos y unos oídos en cada esquina de esta ciudad. Todos espían a todos, en un encaje de dobles juegos, triples, cuádruples. Dentro de este laberinto de estrategias y opuestas conjuras deberé estimular el interés común de involucrar a los judíos.

¿Cómo?

Entretanto mantengo la mente adiestrada con las intrigas que lubrican el pacto entre Carafa y los venecianos.

El 21 de este mes el Consejo de los Diez expulsó a los padres barnabitas y a las monjas angélicas de Venecia, bajo la acusación de pasar noticias reservadas, recogidas en confesión, al gobernador de Milán Ferrante Gonzaga, vasallo del Emperador. De este modo Carafa se ha visto libre de un competidor, ha cerrado los ojos y los oídos de Carlos V en Venecia. La astucia del viejo teatino causa espanto. No solo limpia el terreno de adversarios con miras a unos mayores manejos, sino que permite a los venecianos confirmar su célebre fama de celosos guardianes de sus propios asuntos, los únicos que no toleran injerencias de nadie, ni siquiera de Roma. El viejo finge lamentarse de ello, mientras estrecha la mordaza.

Estoy en Venecia desde hace un par de meses. No frecuento muchos lugares, pero tengo a sueldo varios ojos que observan lo que me interesa. Ante todo el burdel del difunto heresiarca de Amberes. Ni sombra de él: más fantasma que nunca. He de tener paciencia. Recabar más información sobre Tiziano. Y mientras tanto llevar a cabo la tarea que me ha sido asignada.