Se han hecho preceder por una carta. Por esto estamos en el muelle, la mirada muy pendiente del canal de la Giudecca, por donde deberán aparecer.
Bernardo Miquez pasea de un lado a otro. João está parado como una estatua, elegantísimo como siempre, guantes de cuero colgados del cinturón y anchas mangas del jubón que flotan al viento.
Demetra me ha hecho una bufanda de lana para este gélido otoño. Tengo que estarle agradecido, porque el cuello me juega malas pasadas desde hace un tiempo.
Observo las barcazas que pasan lentas hacia los atracaderos y vacían su carga humana variopinta y extraña.
—¡Para el Dux y San Marcos!
Me estremezco ante la voz chillona de un gigantesco mirlo negro transportado en una jaula.
João ríe sonoramente ante la expresión que pongo yo:
—¡Pájaros que hablan, compadre! Esta ciudad no dejará nunca de asombrar.
Bernardo se inclina hacia delante hasta el borde del muelle, exponiéndose casi a perder el equilibrio:
—Ahí están.
—¿Dónde? —Tengo para mí que mi vista ya no es tan aguda como en otro tiempo.
—¡Allí, acaban de aparecer ahora!
Finjo reconocer la embarcación que es aún una mancha oscura:
—¿Son ellos de veras?
—¡Por supuesto! ¡Mira a Sebastiano!
—¡Por Moisés y todos los profetas! Ahí está Perna. ¡Lo ha conseguido! Duarte lo ha conseguido. —João se permite un gesto de exultación.
—¡Bastardos, asquerosos, infames, pedazos de mierda, un poco más y nos quedamos allí, santo cielo, todo lleno de hongos y de musgo, que se vayan a tomar por culo!
Recobra el aliento, aún tiene el espanto pintado en los ojos.
—Unos asesinos es lo que son. Una cosa de locos, Ludovico, amigo mío, había ratas que parecían cachorros de perro, ¿entendido?, no te lo creerías, deberías haberlas visto, así de grandes, bastardos, un mes dentro de esa letrina, prisión la llaman, ojalá los empalasen los turcos a todos ellos, bastardos, mira, Ludovico, así de grandes eran las ratas, y unos guardianes que parecían los monstruos del Apocalipsis, ten a un hombre en esas mazmorras durante un año y te confesará lo que quieras, incluso que… ah, y luego lo escriben todo, todo, no se dejan ni una coma, nunca falta un escribano de los cojones que escribe lo que tú dices, rápido, escribe rapidísimo, sin levantar la mirada nunca de la hoja, estornudas y él lo pone en el papel, ¿entendido?
Los cuatro pelos que le quedan los tiene revueltos, ojeras profundas y mandíbulas que quisieran hincarse en el filete que Demetra le ha servido, si no las tuviera ocupadas en ese torrente en crecida.
Traga finalmente el primer bocado y parece recuperar la lucidez necesaria.
Apenas levanta los ojos del plato:
—¿Han atrapado a algún otro?
—A Infante en Nápoles.
Un resoplido.
—Y no es la peor noticia.
Los ojillos de Perna me escrutan con aprensión:
—¿A quién también?
—A Benedetto Fontanini.
El librero se pasa las manos por la cabeza para peinarse los cuatro pelos que le quedan:
—Santo cielo, estamos hundidos en la mierda…
—Lo han encarcelado en el monasterio de Santa Justina, en Padua, bajo la acusación de ser el autor de El beneficio de Cristo. Corre el riesgo de pudrirse allí dentro para siempre.
Perna vuelve a levantar la cabeza:
—A partir de ahora hay que estar particularmente atentos. —Nos pasa revista a los tres—. Todos. —Se detiene en João—: Y tú no te creas que estás más seguro que nosotros, socio, que si se ponen en serio son jodidos para todo el mundo. Aquí en Venecia por ahora estamos en lugar seguro, pero nos han dado un aviso.
—¿Qué quieres decir? —Le vuelvo a llenar el vaso de vino.
—Han comprendido. Saben que existimos, quién está metido en esto. Primero detuvieron a João, luego a mí y a ese pobre de Infante. Luego van a pescar a Benedetto de Mantua… —Mastica y deglute.
Duarte nos mira a todos:
—¿De quién estamos hablando?
El tenedor de Perna cae dentro del plato. Silencio. El Tonel está cerrado, estamos solos, tres sefarditas y dos inveterados descreídos sentados alrededor de una mesa conspirando: la alegría de cualquier inquisidor.
Perna se ovilla como un gato:
—Estamos hablando de Pichadurísima, señores, sí, Su Eminencia Pichadurísima Giovanni Pietro Carafa. Hablamos de los guardianes de la ortodoxia. De quienes quisieran hacerse un colgante con las pelotas de Reginald Pole y de sus amigos. Unos grandes bastardos, tanto ellos como sus esbirros. Todavía no los han puesto tras nuestros pasos, pero no tardarán en hacerlo, ya lo veréis. —Una mirada a João—. Y a esos, socio, no los compras, ¿entendido? Incorruptibles bastardos.
Lo interrumpo:
—Ni Milán, ni Nápoles, ni mucho menos Venecia dejarán que la Inquisición de Roma meta la nariz en sus asuntos.
—Negocios, esta es la palabra adecuada. Por ahora no tienen ningún inconveniente en dejarles el campo libre, tienes razón. Pero todo depende de quién suba al solio pontificio, de quién establezca las reglas después de que Paulo Tercero haya estirado la pata. Pero de todas formas, para evitar toda injerencia de Roma, los venecianos podrían pensar en arreglar sus cuentas con nosotros, sin esperar a Carafa ni a sus amigos.
Se traga el bocado:
—Qué asco, cuando vuelvo a pensar en esa letrina, se me van las ganas de comer.