El diario de Q.

27 de julio de 1546

Lutero ha muerto.

Reginald Pole se va derrotado de Trento. El Emperador vomita bilis.

El círculo viterbés y todos los criptoluteranos están muertos de miedo.

El beneficio ha sido condenado.

Vejez, tal vez sea este el único motivo que impulsa a escribir líneas que nunca nadie leerá. Locura.

Anoto nombres y lugares. El cardenal Morone de Módena, Gonzaga de Mantua, Giberti de Verona, Soranzo de Bérgamo, Cortese. Algunas dudas sobre Cervini y sobre Del Monte. Amigos de Pole, pero temerosos estos últimos, cortos de genio.

Su Santidad Paulo III elige a los miembros del Sacro Colegio con la balanza: un guardián de la ortodoxia por un espiritual, un intransigente por un moderado. Esta política de equilibrio es de corta vida, habrá que arreglar cuentas. Paulo III Farnesio es un hombre a la antigua, de tejemanejes, de nepotismo e hijos ilegítimos que hay que colocar en puestos de poder. Último Papa de una era moribunda, apegado a su sitial y a sus ridículas intrigas, desconocedor de que este tiempo ha tocado a su fin, que avanzan nuevos soldados, tanto aquí como en las tierras del norte: los santos predestinados de Calvino, comerciantes consagrados a la causa de la fe reformada y de su Dios terrible; los hombres de la Inquisición, guardianes de la ortodoxia, inexorablemente consagrados a su pequeña y mezquina tarea de policías respetuosos del deber, escrupulosos recogedores de informaciones, rumores, delaciones.

Ignacio de Loyola y su Orden de soldados de Dios, la Compañía de Jesús; Ghislieri y los nuevos dominicos; y detrás de todos ellos Gianpietro Carafa, el hombre del futuro, setentón incorruptible y eficiente señor de la guerra espiritual, de la batalla por el control de los espíritus.

Y yo en medio. También yo entre aquellos que han pagado el precio del tiempo, de los acontecimientos que han vivido. Lutero, Müntzer, Matthys. No echo de menos a los adversarios dejados en el campo de batalla, sino a aquel que se enfrentó a ellos, el mismo de entonces. El día de hoy me ha concedido un Pole, pío literato que cree que Dios quiere ser servido con honestidad. Él y sus amigos no saben lo que es la verdadera fe, nunca han tenido que experimentar el sacrificio, el de los demás antes que el de sí mismos y el de sí mismos a través de la aniquilación de los demás; el homicidio, sí, el exterminio, la traición de la buena fe. Müntzer, los anabaptistas, y quién sabe cuántos; cuánta maldita buena fe, cuánta inocencia en toda aquella locura. Cuánto desperdicio. Pero la peor presunción de inocencia es verdaderamente esta, la que se oculta tras la penitencia más fácil, tras la honestidad. Y nos toca en suerte encima un Tomás Moro, un Erasmo, un Reginald Pole. Locos idiotas, dispuestos a morir por su incapacidad de comprender el poder: tanto de servirlo como de combatirlo.

Sois más viejos que yo, perdidos en pos de un sueño tan distante del trono como del fango de los miserables. Me desagradáis y quisiera tener el estómago de otro tiempo, pero lo he perdido por el camino que me ha llevado hasta aquí. Los años no refuerzan el espíritu, sino que lo debilitan, y terminas por mirar a los ojos de los adversarios, por mirar en su interior, para ver el vacío, la miseria del intelecto y descubrirte dispuesto a perdonar la estupidez.

En medio. Mientras los ojos sirvan todavía para algo, mientras no descubran que la fe te está abandonando y que ahora solo ebrio consigues dejar caer el hacha, como un viejo verdugo con la razón nublada.