Carta enviada a Roma desde la ciudad de Münster, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 30 de junio de 1535.
Al ilustrísimo y reverendísimo señor Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Señor mío meritísimo:
Cuando tengáis en vuestras manos estas hojas, estoy seguro de que habrá llegado a oídos de Vuestra Señoría la noticia del final del Reino de Sión en la ciudad de Münster, ya que la atención de todos los estados sobre la suerte del cerco es enorme, y muy en particular la atención de Vuestra Señoría por los avatares que le afectan. Apelo, pues, a dicho interés, y a la natural curiosidad de un hombre cultísimo e instruido, a fin de que esta carta mía pueda ser de alguna utilidad, exponiendo algunos detalles que me han parecido significativos en estos últimos meses de silencio, y sin olvidar que Vuestra Señoría ha dado siempre muestras de apreciar grandemente las informaciones de primera mano, aun a sabiendas de que los acontecimientos más inquietantes son aquellos sujetos a verse enriquecidos con detalles inexistentes, falsas interpretaciones, superposiciones fabulosas.
Permítaseme dar comienzo al relato con una reflexión casi íntima, que servirá sin duda a Vuestra Señoría para leer en su justa luz cuanto vaya exponiendo, a saber, que nunca, en los treinta y seis años que Dios ha tenido a bien concederme, he vivido meses tan fatigosos para el cuerpo, ni tan postradores para la mente e inquietantes para el espíritu, como le sucede a un hombre en su sano juicio que debe hacerse el loco entre los locos. Ese hombre, por más rigurosamente que vigile las regiones de su espíritu, incubará a menudo la terrible sospecha de haber perdido irremediablemente su propia naturaleza y, asumiendo de forma espontánea las actitudes de las multitudes y estrechando amistad con personas enfermas, de acabar comprendiéndolas mejor que a las mismas personas cuerdas. Así pues, la vuelta a la normalidad no le será ni fácil ni inmediata.
En los meses decisivos de la caída de Münster he visto las reservas de alimento hacerse cada vez más magras, al mismo tiempo que los rostros de sus habitantes. Vi en una semana desaparecer todos los ratones de las calles de la ciudad y empecé a sospechar que no por una simple manía, sino por un cálculo lúcido, Jan Beuckelssen se puso a hacer ajusticiar a un número cada vez mayor de súbditos desobedientes: menos bocas que alimentar y más carne que comer.
Puedo decir que, en el caso de que el frente de los anabaptistas hubiera sido verdaderamente sólido, mi tarea habría resultado mucho menos pesada. Habría identificado fácilmente al pueblo atrincherado dentro de las murallas con la milicia de Satanás y a los mercenarios acampados fuera de ellas con las huestes del Señor. Pero teniendo en cuenta cómo anduvieron las cosas, se hizo cada vez más difícil en cambio no considerar al rey de Sión y a su corte como los únicos verdaderos enemigos, juzgando al resto de los sitiados como una grey inconsciente. La tremenda locura de Beuckelssen hacía menos horrible la locura anabaptista de todos los demás.
Así, en más de una ocasión, mientras le oía prometer a su gente que las piedras del empedrado se transformarían para ellos en pan y muslos de faisán, sentí un deseo irreprimible de matarlo, de hacerlo desaparecer de la faz de la tierra, para liberar a muchas pobres gentes de aquel yugo, soportado únicamente por la presencia de un peligro mayor fuera de las murallas.
Ello no obstante, precisamente quien esto escribe a Vuestra Señoría fue responsable en primera persona de la ruptura que se creó dentro de la ciudad. Desde la llegada de Jan Matthys comencé a ganarme las simpatías del primer predicador de la comunidad, Bernhard Rothmann, un hombre de fina inteligencia y gran cultura, al que ya me referí en mi última carta, hará ahora más de un año. Cuando vi el modo en que este era dejado de lado por el nuevo profeta Matthys, me di inmediatamente cuenta de que una sabiduría semejante podía volverse útil para mis planes. Habría podido echar leña al fuego de la insatisfacción del caudillo fracasado, del hombre de Biblia marginado por unos toscos alcahuetes y panaderos. Pero Rothmann enfermó de gravedad, y juntamente con la salud comenzaron a faltarle también las ganas de salir y de luchar. Acabó por contentarse con hacer de teólogo en la corte de Jan de Leiden. Y sin embargo, ninguna persona culta, y por si fuera poco débil y cansada, podía soportar por mucho tiempo el espectáculo del Reino de Sión.
No sé cómo se me ocurrió la idea de la poligamia, probablemente me inspiró la leyenda de que los anabaptistas, aparte de los bienes, tenían también en común a sus mujeres. Discutí largamente con Bernhard Rothmann acerca de las costumbres de las Sagradas Escrituras en materia de matrimonio, hasta que el predicador aconsejó a Beuckelssen dicho procedimiento, tan odioso como para poner al pueblo contra él. Desde entonces todo se vio sumergido en una marea de sangre, y Rothmann acabó por tomar catorce mujeres. Pero el espíritu de la ciudad sitiada, que había resistido hasta aquellos momentos compacta a los ataques del obispo Von Waldeck, no volvería a conocer ya la unidad en ningún otro momento.
Así, no hubiera hecho falta ningún traidor, con solo que las fuerzas sitiadoras hubieran estado mejor organizadas y menos atemorizadas por el fracaso. Y sin embargo, el cerco parecía destinado a no acabar nunca. Es cierto que la Nueva Sión estaba ya a punto de caer a causa del hambre, pero no lo es menos también que la mordaza estrechada por las tropas del obispo obtuvo éxito, al cabo de un año, resultando realmente eficaz, pero a la larga un ejército mercenario acostumbra a descomponerse y perder vigor con los repetidos retrasos en el cobro de la paga.
Llegué al campamento de los episcopales al amanecer del 24 de mayo, con los arcabuces de los mercenarios apuntándome a la cabeza y los gritos de los centinelas de la ciudad que me instaban a volver atrás. Vencí la desconfianza del capitán Wirich von Dhaun construyendo modelos de arcilla de las fortificaciones de Münster y describiendo pormenorizadamente los puntos flacos en el servicio de centinela. Tuve que confirmar la exactitud de cuanto decía trepando de noche a lo alto de los bastiones de la ciudad y saliendo ileso por una de sus puertas.
Un mes más tarde las tropas episcopales han hecho su entrada en Münster. De la batalla que se ha librado intramuros, no tengo detalles que ofrecer, por cuanto no me ha sido dado asistir a ella. Lo que ha sucedido a continuación, en cambio, es algo que ningún ojo humano querría ver nunca y boca alguna podrá describir jamás. Las persecuciones, los asesinatos, las matanzas se suceden todavía hoy. Todos son exterminados en el sitio. Tan solo Beuckelssen y sus hombres de más confianza, como Krechting y Knipperdolling, han sido capturados con el fin de someterlos a interrogatorio. En la hora fatal, al rey de los anabaptistas no se le ha visto combatir en la plaza junto con los denodados defensores de la ciudad, sino que ha sido descubierto en la sala del trono, escondido debajo de una mesa, implorando que no le hicieran ningún daño a un pobre sastre y miserable rufián. Respecto a Bernhard Rothmann, su suerte es materia para las más variadas conjeturas: no ha sido hecho prisionero y su cadáver no aparece por ningún lado, pero no falta quien dice haber visto a un húngaro clavarle una espada entre las paletillas y luego, reconociéndolo como a uno de aquellos que el obispo había ordenado apresar vivos, apañárselas para esconder el cuerpo.
En todos los callejones yacen cadáveres y la ciudad apesta de un hedor insoportable. En la plaza central se alza una pila de cuerpos blancos, desnudos y amontonados unos sobre otros.
La llegada del obispo Von Waldeck no puede decirse que haya contribuido mucho más a la salud de Münster. Todavía hoy las calles de la ciudad están vacías incluso a mediodía y los tenderetes de venta de hortalizas no han vuelto a comparecer bajo los pináculos del Ayuntamiento. Deberá pasar mucho tiempo antes de que vuelva a verse vida en Münster, aunque los trabajos de reconstrucción de la catedral han dado ya comienzo. Trato todavía de recuperar las fuerzas y la decisión perdidas en este carnaval de muerte, pero la danza macabra de esta ciudad nos arrastra a todos en su vertiginoso girar, como un contagio de peste, como si el olor a cadáver trocara también en cadáveres a los vivos.
Y así será para los anabaptistas de aquí y de los Países Bajos, ahora que el faro de su esperanza se ha apagado. Muchos defensores de Münster, mandados por Beuckelssen a instigar a las gentes de Holanda, están dando todavía vueltas actualmente por esas tierras, pero sus días están contados y cada vez son menos los locos que quieren prestarles oídos. He aquí por qué creo que la suerte de esta execrable herejía está ya marcada y el peligro extinguido.
Por igual motivo creo haber dado fin a la tarea que Vuestra Señoría me asignara, una tarea a la que he sacrificado todas las fuerzas tanto del cuerpo como de la mente, hasta haber sido puesto profundamente a prueba por la horrenda tragedia de la que he sido espectador y comparsa. Por consiguiente, no le será difícil a mi Señor comprender las razones que me impulsan a solicitar el ser apartado del nauseabundo y mortífero olor de estas tierras, y de continuar sirviéndole, si es que pueden volver a ser todavía alguna vez útiles mis servicios, en otros lugares y circunstancias.
Encomendándome a la benevolencia de Vuestra Señoría, beso humildemente sus manos.
Dado en Münster, el 30 de junio del año 1535,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.