Aparece lúgubre tras la colina. El frío viento nos arroja a la cara la lluvia obligándonos a entornar los ojos: distingo la negra forma en la llanura, las represas del Aa, la línea de las murallas, los faroles de los centinelas, únicas estrellas en una noche de lobos.
Espoleo a las caballerías para el último esfuerzo, empapadas, extenuadas. Adrianson, con el otro carro, me sigue de cerca: lo hemos conseguido. Las ruedas levantan el lodazal del sendero, avanzamos lentamente, cada vez más cerca de la meta. Más al norte descubro una negra fila de fortificaciones: los terraplenes de Von Waldeck se han transformado en una barrera infranqueable que cierra los accesos y las vías de escape.
—Hay algo raro.
La voz del herrero se pierde en medio de la lluvia: tiene razón, una extraña angustia me atenaza el estómago, una sensación letal de desventura.
—Los campanarios, Gert… las torres. ¿Qué ha sido de ellos?
Sí, falta algo. La ciudad está aplanada. Y los cañones del obispo no pueden alcanzar tan lejos y a tal altura. ¿Qué ha sido de los campanarios?
No es el frío intenso de la noche lo que hace que me recorran por los miembros unos escalofríos, una mano invisible me oprime con fuerza las entrañas.
Nos damos a reconocer a los centinelas de la Ludgeritor. No conozco a ninguno de los miembros de guardia, o sí, tal vez a uno de ellos, diría que es el zapatero remendón Hansel, canijo, decrépito.
—Hansel, ¿eres tú?
Los ojos de mirada huidiza de un culpable:
—Bienvenido, capitán.
Una palmada en la espalda:
—¿Qué demonios les ha pasado a las torres de Münster?
Cara sombría, la mirada permanece gacha, ninguna respuesta. Le aprieto un brazo, mientras trato de contener el pánico que sube hasta mi garganta:
—Hansel, dime qué ha pasado.
Se libera del apretón, un ladrón delante del tribunal:
—No tendrías que haberte ido, capitán.
El aire de la noche habla de un crimen consumado, de algo horrible, impronunciable. Presa de la ansiedad nos adentramos por las calles desiertas, hacia la casa de Adrianson. Nadie dice nada, no es necesario, nos apresuramos, calados hasta los huesos.
Lo veo llamar a la puerta, abrazar fuertemente a su mujer y a su pequeño. No hay alegría en esas miradas, son los gestos propios de alguien que comparte un infortunio.
La mujer nos ofrece una infusión caliente, delante de las brasas moribundas del hogar:
—Es todo cuanto puedo ofreceros. Desde que existe el racionamiento es difícil conseguir leche.
Flaca, los nervios tensos en el cuello, la fuerza de la angustia que la sostiene. La mirada cae sobre el hijo a cada frase, como si quisiera protegerlo de un oscuro peligro.
—¿Tan graves están las cosas?
—El obispo ha estrechado el cerco, y cada día resulta más difícil salir para conseguir comida. Y hemos de hacer cola todos los días para dar algo que comer a nuestros hijos. Los diáconos partidarios del racionamiento dan cada vez menos.
Adrianson ha conseguido reanimar el rescoldo, como si el volver a recuperar aquellos gestos sencillos, domésticos, pudiera aliviar la amenaza de la oscuridad.
—¿Qué les ha pasado a los campanarios, Greta?
Me mira sin temblar, resuelta; no comparte la cobardía de los hombres:
—No tendrías que haberte ido, capitán.
Es casi una acusación, ahora soy yo quien trato de rehuir aquella mirada.
Su marido no tarda en reprenderla:
—No debes tomarla con él, pues se ha jugado la vida por todos. En Holanda hemos conseguido dinero, plomo para los cañones, pólvora…
La mujer sacude la cabeza:
—No sabéis. No os habéis enterado de nada.
—¿De qué, Greta? ¿Qué ha pasado?
Adrianson no consigue refrenar el miedo y la rabia:
—Habla, mujer. ¿Qué les ha pasado a los campanarios?
Asiente, esa dura mirada es para mí:
—Mandó derribarlos. Nada debe alzarse que pueda desafiar al Altísimo. Nadie debe ser soberbio, tenemos que mirar al suelo cuando andamos por las calles, no podemos llevar ningún adorno, pues nos lo requisan. Ha nombrado a dos niñas y a un niño como jueces del pueblo. Te quitan de encima cualquier objeto superfluo, toda prenda de color. Todo el oro y la plata va a parar a las arcas de la corte.
Adrianson le coge las manos:
—¿Y tu anillo?
—Todo… para mayor gloria de Dios.
Respiro hondo, no tengo que perder la calma, tratar de comprender:
—¿Qué corte, Greta? ¿De qué estás hablando?
Es odio, una rabia profunda la que le hace pronunciar estas palabras:
—Se ha hecho nombrar rey. Rey de Münster, del pueblo elegido.
Un nudo en la garganta me impide hablar, pero ella continúa:
—Fue Dusentschnuer, el platero, ese maldito paticojo, con Knipperdolling. Una representación horrible: lo lisonjearon, le imploraron, para que aceptase la corona. Decían que Dios les había hablado en sueños, que debía ceñir la corona del Padre y guiarnos a la Tierra Prometida. Y ese asqueroso saltimbanqui menospreciándose a sí mismo, diciendo que él no era digno…
El herrero coge por los hombros a su mujer, protector y furioso:
—Cerdo asqueroso. Putañero de tres al cuarto.
Murmuro:
—Nadie le ha parado los pies… ¿Dónde estaban mis hombres… Heinrich Gresbeck?
—No debes acusarlos, capitán, pues ya no están aquí. Dan escolta a los misioneros que fueron enviados a buscar refuerzos. El rey se rodea de hombres armados, a todo el que se atreve a abrir la boca en contra suya se lo llevan, desaparece, no se sabe dónde, en cualquier prisión subterránea, tal vez… para acabar luego en el fondo del canal.
He de preguntarlo, he de saber:
—¿Y Bernhard Rothmann?
El silencio anuncia un horror peor aún si cabe de lo que esperaba.
—Ha sido nombrado teólogo de la corte. Knipperdolling, Kibbenbrock y Krechting han recibido el título de condes. El rey dice que pronto guiará al pueblo elegido a través del Mar Rojo de los ejércitos enemigos y conquistará Alemania entera. Ha asignado ya los principados a sus más fieles.
La rabia y el temor van trocándose en un peso muerto que me arrastra con él. Estoy abatido, pero no es esto todo lo que leo en la expresión férrea, en esa belleza altiva y madura.
—Rothmann dijo que había que seguir las costumbres de los patriarcas de las Escrituras. Id y multiplicaos, dijo, que cada hombre tome todas las mujeres que se vea capaz de satisfacer, para aumentar el número de los elegidos. El rey tiene quince mujeres, todas ellas poco más que unas niñas. Rothmann, diez, y así todos los demás. Si mi marido no hubiera vuelto dentro de un mes, también yo le habría tocado en suerte a alguno de ellos.
Las manos de Adrianson, blancas de la tensión, quieren hacer trizas la repisa de la chimenea.
—Ah, gritamos, sí, gritamos que eso no era justo. Margharete von Osnabrück dijo que si el Señor quería la procreación, entonces también las mujeres debían poder elegir a más de un marido.
Se traga la compasión con su suspiro contenido:
—Les escupió en la cara a los predicadores y se les meó encima a los que fueron a prenderla. Sabía lo que le esperaba, pero no quiso callarse. Gritó a toda la ciudad, mientras la llevaban a rastras, que las mujeres de Münster no habían luchado al lado de sus hombres para convertirse en vulgares concubinas.
Una nueva pausa, conteniendo las lágrimas de odio. Hay una dignidad infinita en esas palabras, la dignidad de quien ha compartido el gesto extremo de un hermano, de una hermana.
—Murió dirigiéndoles a su vez palabras asesinas. La siguieron muchas que prefirieron morir insultando a los tiranos antes que aceptar sus leyes. Elisabeth Hölscher, que se atrevió a abandonar a su marido. Katharina Koekenbecker, que vivió con dos hombres bajo el mismo techo. Barbara Butendieck, denunciada por el marido porque se atrevió a llevarle la contraria. A ella no la han ajusticiado, no. Se ha salvado porque estaba embarazada.
Solo el crepitar del fuego. El hondo respirar del pequeño Hans en la camita. El batir de la lluvia en el tejado.
—¿No se ha rebelado nadie?
Asiente:
—El herrero Mollenhecke. Juntamente con otros doscientos. Consiguieron encerrar al rey y a su séquito en el Ayuntamiento, pero luego… ¿Qué podían hacer? ¿Abrirle las puertas al obispo? Ello significaba condenar a la ciudad a muerte. No se veían con fuerzas. Alguien liberó al rey y dos horas después sus cabezas rodaban en la plaza pública.
Peter Adrianson recoge la vieja espada con la que luchó en las barricadas en febrero. En la cara las arrugas del cansancio ahuyentado.
—Mándame que lo mate, capitán.
Me pongo en pie. Lo que queda por hacer.
—No. Tu mujer y tu hijo no sabrían qué hacer con un mártir.
—Tiene que pagarlo.
Me dirijo a Greta:
—Recoge vuestras cosas. Os iréis esta noche.
Adrianson aprieta la empuñadura, cegado:
—Nos ha jodido, no puede librarse de esta.
—Llévate a los tuyos lejos de aquí. Es mi última orden, Peter.
Querría llorar, mira a su alrededor: la casa, los objetos. A mí.
—Capitán…
Greta está lista, el hijo en brazos, envuelto en una manta. Quisiera que Adrianson tuviera fuerzas en estos momentos.
—Vamos. —Lo arrastro por un brazo, salimos bajo el diluvio, echo a andar. Vamos pegados a las paredes a lo largo del recorrido que parece interminable.
En una esquina, a la mujer de Adrianson le da un vuelco el corazón.
Por instinto la mano a la espada. Dos formas bajas encapuchadas.
Una sostiene un farol. Se acercan, pasos cortos en el barro.
La luz alzada hacia nuestros rostros. Entreveo unos ojos jóvenes, mejillas lampiñas. No más de diez años.
Un estremecimiento.
Una niña apunta con el índice el hato que Greta aprieta contra su pecho. Un dedo pequeño y blanco.
Terror en los ojos de la mujer. Aparta el borde de la manta y muestra a Hans, aterido de frío.
La otra no aparta la mirada de mi cara.
Ojos azules. Mechones rubios chorreando agua de lluvia.
La indiferencia altiva de un hada.
Puro horror.
El instinto de aplastarla. De matar.
El corazón como un bombo.
Siguen su camino.
En la Ludgeritor.
Han descargado nuestros carros, los animales han sido puestos a cobijo bajo un cobertizo.
—¡Alto ahí! ¿Quiénes sois?
—Capitán Gert del Pozo.
Me acerco, de manera que pueda reconocerme. Hansel, el rostro espectral del hambre.
—Vuelve a enganchar las caballerías a uno de los carros.
Dubitativo:
—Capitán, lo siento, nadie puede salir.
Señalo el hato que Greta aprieta contra su pecho.
—El pequeño tiene el cólera. ¿Acaso quieres hacer estallar una epidemia?
Aterrorizado, corre a llamar a sus compañeros. Son enganchadas las caballerías.
—¡Abrid la puerta, rápido!
Empujo a Adrianson sobre el carro, arrojándole las riendas en la mano.
—Vete lo más lejos que puedas.
Sus lágrimas se mezclan con la lluvia que chorrea de la capucha:
—Capitán, yo no te dejo aquí…
Le aprieto con fuerza el borde de la capa:
—No te niegues a ti mismo aquello por lo que has luchado, Peter. La derrota no vuelve injusta una causa. No lo olvides jamás. Ahora vete.
Doy un fuerte golpe en un anca del caballo.
No noto ya la lluvia. El aliento me precede por la calle que lleva a la plaza de la catedral. Nadie. Como si estuvieran todos muertos: un único cementerio mudo.
El tablado sigue al amparo de la iglesia, pero ahora destaca al fondo un pesado baldaquino que cubre el trono. Debajo, hay grabado en letras claras el nombre del lugar al que las mentes de esta gente han decidido emigrar: EL MONTE DE SIÓN.
Paso más allá, hasta que un ruido y una luz de fiesta me llegan desde lo alto, desde las ventanas de la casa que fue del señor Melchior von Büren.
He encontrado la corte del Rey Juglar.
Ciñe la corona.
Lleva un manto de terciopelo.
El cetro en la mano, una esfera rematada por una cruz y dos espadas le cuelgan del cuello. Lleva un anillo en cada dedo, todos los rizos de la barba esmeradamente cuidados, las patillas enrojecidas, antinaturales, como un cadáver embellecido.
Está sentado al centro de la gran mesa, puesta en forma de herradura, atestada de montones de huesos mondos y lirondos, escudillas llenas de grasa de oca, vasos y jarras con restos de vino y de cerveza. El hocico inmóvil de un cochinillo en el asador destaca en medio de la sala. A la diestra del rey, la reina Divara, vestida de blanco, más hermosa de lo que puedo recordarla, una guirnalda de espigas como broche en el pelo. A la siniestra, un pequeñajo enfurruñado: el famoso Dusentschnuer seguramente. Las mujeres están sentadas al lado de los cortesanos y sirven el vino a sus amos y señores.
Al fondo de la sala, en el trono de David, está sentado con desparpajo un chiquillo, las piernas a horcajadas en los brazos del asiento. Juguetea aburrido con una moneda. El traje demasiado grande está recubierto de adornos de oro, las mangas arremangadas sobre los codos. A duras penas consigo reconocer a Seariasub, el favorito de Beuckelssen, salvado del destino de los viejos creyentes en un día de invierno.
El rey se pone en pie apoyando las manos en la mesa. Levanta la cabeza en busca de miradas con las que cruzarse. Inquietud entre los comensales. Ojos bajos.
—¡Krechting!
El ministro se sobresalta. Todos los demás respiran. El rey urge:
—¡Para el ducado de Sajonia, Krechting!
Imitando marcadamente un acento aldeano:
—«¿Por qué, pues, tantos clamores? ¿No hay un rey en ti o te falta tu consejero, que te dueles como mujer en parto? Duélete y gime, hija de Sión, como mujer en parto, porque vas a salir ahora de la ciudad y morarás en los campos, y llegarás hasta Babilonia, pero allí serás librada, allí te redimirá Yahvé del poder de tus enemigos». ¿Quién soy? ¿Quién soy?
Krechting se ruboriza mientras mira la pierna de cordero descarnada que tiene delante de sus narices, le da con el codo al vecino en busca de una sugerencia.
El rey, disgustado:
—Es suficiente, no lo sabe…
La mirada escruta la gran mesa.
—¡Knipperdolling! ¡Para el electorado de Maguncia!
Con la punta del cetro hace tintinear la jarra. Luego la hace pedazos de un golpe seco. El agua se derrama sobre la mesa.
—«¿No está entre nosotros Yahvé?».
El burgomaestre se apresura a responder:
—¡Sí, sí!
—¡No, tienes que decirme quién soy, quién soy!
Envuelto en una hopalanda de brocado, probablemente hecha con la tapicería de casa de Von Büren, Knipperdolling se atusa nerviosamente la barba. La imponente panza de otrora cae ahora fláccida como la papada. El sombrerucho negro le cae blandamente a los lados, como las orejas de un mastín. La mirada apagada, de perro apaleado. Un viejo animal chocho y cansado. Trata de lucirse con una respuesta:
—¿Isaías?
—¡Noooooo!
Está nervioso. Derriba la mesa:
—¡Palck! ¡Para Güeldres y Utrecht!
Se abalanza sobre la cabeza del cochinillo y emprende una lucha desesperada con grandes rugidos y gritos hasta que la parte en dos. Deja caer los pedazos y se vuelve de golpe:
—¿Quién soy, quién soy?
El diácono está visiblemente ebrio, no consigue mantenerse en pie si no es tambaleándose y tiene que apoyarse en la mesa. Una sonrisa de complacencia:
—¡Sí, sí, esta es fácil: Simeón!
—Respuesta equivocada, imbécil.
Recoge una costilla de cerdo y se la tira. Suspira hondo y se vuelve hacia Rothmann, poco menos que escondido al fondo de la gran mesa.
—Bernhard…
Un viejo cuerpo agotado, embutido en el sucio traje, la muerte pintada en el rostro, los ojos diminutos. Parece haber pasado años desde que un afable predicador acogió a los discípulos de Matthys en Münster y otros tantos desde que el convento de Überwasser fue deshabitado por sus palabras.
—Miqueas, Moisés y Sansón.
El rey aplaude, inmediatamente seguido por todos los demás.
—Bien, bien. Y ahora, Divara, reina mía, haz de Salomé. ¡Vamos, vamos, Salomé! ¡Música, música!
Divara se sube a la mesa y comienza a hacer rápidas evoluciones y a moverse insinuante al son del laúd y de la flauta. El vestido resbala sobre sus hombros, las piernas quedan al descubierto. Azota el aire con los cabellos y junta las manos sobre la cabeza, la espalda enarcada.
La danza de Salomé para conseguir la cabeza de Juan.
De Jan Beuckelssen, sastre y rufián de Leiden, comediante, apóstol de Matthys, profeta y rey de Münster.
De Jan y de todos los demás.
Una pila de cadáveres. Ella lo sabe.
Contemplo a la muerte danzar, elegirlos uno a uno, hasta que decido salir de la sombra y dejar que reparen en mí.
Es la primera en detenerse, de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Los comensales, de piedra, boquiabiertos y mirándome redivivo, viéndome por un instante a través de mis ojos: unos flojos, locos, condenadamente necios.
Y de nuevo ella, me obsequia con una leve sonrisa, como si estuviéramos nosotros dos solos.
Llévatelos, a todos.