Capítulo 35
Münster, 16 de marzo de 1534

Estamos de inspección. Trazamos curvas que poco a poco se van ensanchando desde las murallas de la ciudad. Somos siete los que ponemos a prueba la solidez del cerco obispal. Nos movemos en silencio, distanciados, al alcance de una señal acústica o luminosa, al amparo a menudo de la oscuridad, por la desnuda piedra convertida en lasca por Maestro Invierno y redondeada por Artífice Viento. En cuanto divisamos las líneas mercenarias, nos ponemos a bordearlas, ocultos, hasta que encontramos una mayor vigilancia.

Paciente espera, de pelarse de frío, ligeros desplazamientos, incursiones furtivas, señales diseminadas y anotadas en mapas improvisados, que dejen constancia de los recorridos, los coladeros y las vías de escape vistos.

Por dos veces hemos evitado el cerco de Von Waldeck, lo conseguiremos de nuevo, hemos comprendido que este es deshilachado, poco eficaz, indolente.

Falta un camastro donde los valientes hermanos Mayer, héroes de las barricadas de febrero, puedan reposar los huesos; falta la taza en la que verter la infusión de hierbas generosamente tocada de aguardiente para el herrero Adrianson; cerveza para el mayor de los hermanos Brundt, Pieter, simple y radiante como el mediodía.

Heinrich Gresbeck echa de menos, sin decirlo, la lámpara que alumbra las incesantes lecturas nocturnas de este soldado impasible y preciso, cuya sed de conocimiento debe de haber nacido en épocas distintas a esta.

Está, por el contrario, Flecha, el halcón de caza al que Bart Boekbinder, joven y adoptivo sobrino, cría con cuidados paternales y resultados sorprendentes.

Por lo que a mí respecta, no sabría explicar muy bien mi estado de estos días: mi mente y mi cuerpo viajan por separado, sin chocar de forma ostensible, pero distantes. El pensamiento se escinde a su vez también, por decirlo así, de sí mismo, acumulándose, hoja sobre hoja, acción después de recuerdo, reflexión tras decisión, dejándome como una gran cebolla, capa sobre capa, en cuyo hondo corazón resuenan, desgarradoras y abisales, las palabras del Gran Matthys, el Dios Panadero.

Espoleamos a los caballos en cuanto trasponemos la Judefeldertor, hacia el noroeste, para rodear las posiciones de los episcopales.

Gresbeck cabalga a mi lado, junto con cinco de los mejores hombres. He elegido a gente que combatió a mis órdenes el 9 y 10 de febrero: los recién llegados de Holanda no me inspiran mucha confianza que digamos; es cierto que llevan armas, pero sobre todo mujeres y niños, bocas que alimentar en un crudo invierno; casi no saben quién es Von Waldeck ni tampoco cómo se inició todo esto: solo ven el faro de Jerusalén en la noche. Y el ardor del Profeta.

El obispo ha reclutado un ejército ridículo, un millar de hombres perfectamente armados, pero mal pagados, escasamente motivados para arriesgar el pellejo; apartado de la cathedra el cerdo purpurado ya no es nadie. Dicen que el landgrave de Hesse, Felipe, le ha mandado dos espingardas gigantescas, con los nombres impresionantes de «El diablo» y «Su madre», pero que se ha negado a enviar tropas. Estoy convencido de que Von Waldeck está tratando de convencer a todos los grandes señores de los contornos para que le echen una mano contra la peste anabaptista. Por ahora se ha limitado a levantar terraplenes con el fin de cortar las vías de salida en dirección a Anmarsch y a Telgte. Y dado que no es ningún estúpido está poniendo en guardia a todos los nobles señores de las tierras entre Holanda y Münster, a fin de que bloqueen la afluencia de herejes hacia aquí.

Galopamos hasta el interior del bosque de Wasserberger, prosiguiendo a lo largo del sendero que empalma con el camino hacia Telgte. Desmontamos en silencio, y llevamos los caballos hasta la orilla de la balsa, etapa obligada para todo aquel que venga del norte: los animales pueden beber allí, una vieja casa de labranza abandonada nos ofrece cobijo de la nieve y de la lluvia.

El frío intenso disuelve el aliento ante las mismas narices. Nos tumbamos sobre el húmedo musgo.

Contamos una docena de hombres, arcabuces, una fila de estandartes, un pequeño cañón.

—Mercenarios del obispo.

La cicatriz destaca más blanca que de costumbre.

—¿Conoces las insignias?

Gresbeck se encoge de hombros:

—Me parece que no. Tal vez sea el capitán Kempel… Pero ya te dije que hace una eternidad que no venía por estos pagos.

—Esta es gente que lucha por unos pocos dineros, chacales. Con lo que hemos requisado a los luteranos y a los papistas podríamos ofrecerles una paga más alta que la que les da Von Waldeck.

—Hum. Es una idea. Pero es mejor ser cautos, pues nuestra fuerza es la fraternidad.

—Se podrían imprimir hojas volantes y difundirlas por los campos.

—Münster no puede acoger infinitamente a la gente.

—En efecto. Habría que establecer contacto con los hermanos holandeses y alemanes. Münster puede ser el ejemplo. Hemos demostrado que puede hacerse. Pero ¿por qué no Amsterdam o Emden?

Volvemos a los caballos y nos ponemos de nuevo en marcha para acabar la inspección.

Decido decírselo. Tengo que saber con quién puedo contar.

—Matthys es peligroso, Heinrich. Podría arruinar todo lo que hemos hecho. Le bastaría con un solo día.

El ex mercenario me mira extrañado, algo lo corroe.

De nuevo:

—No quiero que acabe así. Conocí a Melchior Hofmann, también él estableció una fecha para el fin del mundo. Pasó el día y nada sucedió y su reputación se esfumó.

Cabalgamos por delante de los demás, no pueden oír nuestras palabras.

—Ese hombre tiene agallas, Gert: ha abolido el dinero y desde que estoy en este mundo nunca había pensado que se pudiera hacer algo por el estilo. En cambio, él lo ha hecho con un simple chasquear de dedos.

—Y haciendo callar a todo el que abre el pico.

—Habla claro. ¿Qué piensas hacer?

Debo decirlo.

—Quiero pararle los pies, Heinrich. Quiero impedirle que se convierta en el nuevo obispo de Münster, o que nos arrastre a todos a una sangrienta hecatombe. Y debo ser yo quien lo haga. Rothmann está enfermo, débil. Knipperdolling y Kibbenbrock no atacarían nunca la autoridad del Profeta, se cagan de miedo.

Nos quedamos callados, escuchando los cascos que pisotean el terreno, el bufar de los caballos.

Es él quien habla de nuevo:

—No sucederá nada el día de Pascua.

Tal vez más que una simple palabra de aviso.

—Ese es justamente el problema. Qué tiene intención de hacer Matthys ese día. Es un loco, Heinrich, un loco peligroso.

Parece increíble: hace poco más de un mes éramos los dueños y señores de Münster; hoy hablamos en voz baja, lejos de los oídos de todos, como si la duda fuera un delito mortal.

—Ha puesto un término, y en razón de ese término detenta la autoridad absoluta. Podemos acorralarlo.

—¿Desenmascararlo delante de todos?

Trago saliva:

—O bien matarlo.

Los huesos se hielan apenas pronunciadas las palabras, como si el invierno quisiera sellarlas con una gélida mordedura.

Unos pocos metros más en silencio. Parece que se advierta el rumor confuso de sus pensamientos.

La mirada permanece clavada en el fondo de la calle:

—Sería la guerra en la ciudad. Toda esa gente venida de fuera lo adora. Los münsteritas, tal vez ellos te siguieran, pero cada día que pasa se vuelven más una minoría.

—Tienes razón. Pero uno no puede quedarse mirando, mientras todo aquello por lo que se ha luchado se va al traste.

De nuevo el zumbido de sus pensamientos.

—Todo el que ha intentado enfrentarse a él ha dejado la sangre en el empedrado de la plaza.

Asiento:

—Precisamente. No es para esto para lo que yo usé tus pistolas contra los luteranos y los episcopales.

La ciudad parece desierta. Silencio, nadie por las calles. Nos miramos preocupados, como quien se huele en el aire una desgracia consumada; pero no hablamos, dejamos los caballos y nos encaminamos juntos, como atraídos por un imán hacia el teatro central, la gran plaza de la catedral. A cada paso crece el desasosiego de una amenaza desconocida, y sin embargo clara, presente, que se cierne sobre la ciudad para tragarla toda. ¿Adónde han ido a parar los habitantes? No hay ya nadie, ni un perro pulgoso. Apresuramos el paso a la vez.

La nube blancuzca corona la fila de construcciones que delimita la estrecha calle que lleva a la plaza.

Está llena.

Ruido de gente que se coloca, con deferencia y arrobo, en torno al centro, donde se alza la pira que deja escapar lenguas de fuego. Obsceno altar levantado al olvido, la palabra de Dios aplasta la de los hombres, vomita su triunfo sobre nuestras espaldas, sepulta nuestra mirada bajo un manto impenetrable; su aliento se deja sentir sobre nuestras cabezas; su ojo nos descubre implacable, nos da caza hasta donde no será posible ocultarnos, en lo más recóndito de nuestros pensamientos, en el deseo de poder ser, un día, más sabios. Matando toda curiosidad, y todo talento.

Lentamente asciende el humo de la hoguera de los libros. A brazadas recogen los volúmenes que son descargados sobre el empedrado desde los carros, y los arrojan a la hoguera, una columna de fuego tan alta que llega a lamer el cielo, para llamar a los ángeles con el humo de Pedro Lombardo, Agustín, Tácito, César, Aristóteles…

El Profeta, erguido en el tablado, aprieta una Biblia en la mano. Estoy seguro de que me ve. Simples sílabas que no superan el vocerío exaltado de la gente, ni tampoco el crepitar del fuego, sino que son pronunciadas para mí, por aquellos finos labios.

—Vanas palabras de hombres, no veréis el día del trueno. La Palabra, y solo ella, cantará el juicio del Padre.

La pila crece y se consume, se alza y se convierte en ceniza; descubro un ejemplar de Erasmo, demostrando que ese Dios no tiene necesidad ya de nuestra lengua, y no nos dejará en paz. El viejo mundo se consume cual pergamino en el fuego…

A mi lado, el rostro lívido de Gresbeck, feroz y decidido:

—Estoy contigo.