Capítulo 29
Münster, 9 de febrero de 1534, por la mañana

Me despiertan una serie de golpes en la puerta.

Instintivamente llevo la mano debajo del jergón, a la empuñadura de la daga.

—¡Gert! ¡Gert! ¡Levántate, Gert, vamos, muévete!

El sueño se retira dejándome un dolor en el entrecejo: pero quién coño…

—¡Estamos hundidos en la mierda, Gert, despiértate!

Salto de la cama tratando de mantener el equilibrio.

—¿Quién es?

—¡Soy Adrianson! ¡Muévete, todo el mundo está corriendo hacia la plaza!

Mientras me pongo las calzas y sostengo el viejo jubón pienso ya en lo peor:

—¿Qué ocurre?

—¡Abre, tenemos que ir al Ayuntamiento!

Pronuncia la última palabra mientras abro de par en par la puerta en sus mismas narices.

Debo de parecer un fantasma, pero el frío agudiza los sentidos en pocos instantes.

El herrero Adrianson no tiene el aire jovial con que acostumbra a animar nuestras discusiones vespertinas. Entre jadeos:

—Redeker. Ha traído a la plaza a un forastero recién llegado… Dice que en Anmarsch ha visto al obispo reuniendo un ejército, tres mil hombres. Se disponen a caer sobre nosotros, Gert.

Una opresión en el estómago:

—¿Lansquenetes?

—Muévete, vamos, Redeker quiere interpelar a los burgomaestres.

—Pero ¿estás seguro? ¿Quién es ese forastero?

—No lo sé, pero si lo que dice es cierto no tardarán en asediarnos.

En el pasillo llamo a la puerta de enfrente:

—¡Jan! ¡Despiértate, Jan!

Abro la puerta que, a pesar de los consejos, mi compadre de Leiden no cierra nunca con llave: la cama está intacta.

—Siempre jodiendo en algún henil…

El herrero me lleva escaleras abajo. Casi me caigo en el último tramo. Adrianson me precede por la calle, ha estado nevando toda la noche, el barro salpica las polainas, alguno me manda a tomar por culo.

A todo correr hasta la plaza central: un blanco prado. En medio la mole oscura de la catedral parece más grande aún. La agitación circula entre los corrillos reunidos bajo las ventanas del Ayuntamiento.

—El obispo quiere entrar en la ciudad armado.

—¡Y una porra! ¡Pues tendrá que pasar por encima de mi cadáver!

—¡Seguro que ha sido esa gran puta de la abadesa la que lo ha llamado!

—Con nuestros tributos. Ese bastardo paga un ejército para jodernos vivos.

—No, no, esa gran cerda de la abadesa de Überwasser… Es por la historia de las novicias.

A pesar del intenso frío, por lo menos quinientas personas han acudido a la plaza movidas por la noticia.

—Tenemos que defendernos, necesitaremos armas.

—Sí, sí, oigamos qué dice el burgomaestre.

Descubro a Redeker en medio de una treintena de personas. Aires chulescos de quien quiere expresar su parecer contra el de todos los demás.

—Tres mil hombres armados.

—Sí, están a las puertas de la ciudad.

—Basta con subir a la ciudadela de la Judefeldertor para verlos.

Siento un golpe en la espalda, me vuelvo. Redeker contra todos, bolas de nieve en la mano. Alguien debe de haber tratado de hacerle callar. El alboroto cesa de improviso. Miradas hacia lo alto: el burgomaestre Tilbeck está en la ventana del Ayuntamiento.

Estalla un clamor de protestas.

—¡El ejército del obispo marcha sobre la ciudad!

—¡Algún cerdo nos la ha jugado!

—¡Nos han vendido a Von Waldeck!

—¡Hemos de defender las murallas!

—¡La abadesa, la abadesa, hay que encarcelar a la abadesa!

—¡Pero qué abadesa ni qué niño muerto, queremos los cañones!

Los corrillos se disuelven entre el gentío general. Parecen muchos más. Tilbeck, engallado, abre los brazos para abarcar la plaza entera.

—Gentes de Münster, no perdamos la calma. Esta historia de los treinta mil hombres no ha sido confirmada aún.

—¡Pero qué coño, si los han visto desde las murallas!

—Sí, sí, uno que viene de Anmarsch. Están viniendo hacia aquí.

El burgomaestre ni se inmuta. Sacude la cabeza y con gesto seráfico pide calma:

—Estad tranquilos: mandaremos a alguien para que lo compruebe.

La multitud intercambia miradas de impaciencia.

—Ejército o no, el obispo Von Waldeck me ha dado personalmente plenas garantías de que no violará los privilegios municipales. Münster seguirá siendo una ciudad libre. Se ha comprometido a ello personalmente. No demos muestras de haber perdido la cabeza: ¡es el momento de ser responsables! Münster debe demostrar que está a la altura de su antigua tradición de convivencia civil. En un momento en el que todos los territorios limítrofes se ven sacudidos por guerras intestinas y desórdenes, Münster está llamada a ser el ejemplo de cómo…

Un bolazo le da en plena cara. El burgomaestre se agacha sobre el antepecho, cubierto por una sarta de insultos. Uno de los consejeros lo ayuda a levantarse. La sangre corre por el pómulo roto: la nieve debía de esconder algo más.

En todo Münster solo hay una persona con semejante puntería.

Tilbeck se bate en retirada perseguido por los gritos de los más encendidos.

—¡Vendido, vendido!

—¡Tilbeck, eres un cerdo: tú y todos tus amigos luteranos!

—¿Qué coño quieres? Si no fuera por vosotros, malditos anabaptistas, Von Waldeck no levantaría un dedo contra la ciudad.

—¡Bastardos, sabemos que estáis conchabados con el obispo!

Algunos se dan empujones. Vuelan los primeros mamporrazos. Redeker está todavía solo. Los otros son tres, todos bien plantados. No saben con quién se la están jugando. El más grueso de ellos suelta un puñetazo a la altura de la cara, Redeker se agacha, lo agarra por la oreja, se da media vuelta y le suelta un patadón en la entrepierna: el luterano se dobla en dos, con los huevos en la garganta. Un rodillazo más en la nariz y los dos compadres tienen ya bien sujeto a Redeker, que suelta coces como un mulo enloquecido. El gordo lo golpea en el estómago. No le doy tiempo a repetir: un mamporrazo a dos manos en la nuca. Cuando se da la vuelta los puñetazos llueven en serie contra su nariz. Cae al suelo sentado. Me vuelvo, Redeker se ha liberado del agarrón de los otros dos. Espalda contra espalda, nos defendemos del ataque.

—¿A quién se le ha ocurrido esa historia de los tres mil caballeros?

Escupe al adversario y me da con el codo:

—¿Quién ha dicho que son caballeros?

Casi no puedo evitar reírme mientras nos arrojamos cada uno sobre el nuestro. Pero la trifulca se ha generalizado, nos arrolla. Por detrás de la catedral asoma un grupo de cincuenta hombres: los tejedores de San Gil, apasionados por los sermones de Rothmann. En cuestión de segundos los luteranos están en la esquina opuesta de la plaza.

Redeker, más hijo de puta que nunca, me mira con expresión sarcástica:

—¡Mejor que la caballería!

—De acuerdo, ¿y ahora qué hacemos?

Desde la plaza del Mercado, el sonar de las campanas de San Lamberto. Como una llamada.

—¡A San Lamberto, a San Lamberto!

A la carrera hasta la plaza del Mercado, invadimos los tenderetes ante la mirada atónita de los comerciantes.

—¡El obispo está a punto de entrar en la ciudad!

—¡Tres mil soldados!

—¡Los burgomaestres y los luteranos están conchabados con Von Waldeck!

En medio de los tenderetes los útiles de trabajo diario se convierten en armas. Martillos, hachuelas, hondas, azadas, cuchillos. En un abrir y cerrar de ojos los mismos tenderetes pasan a convertirse en barricadas que bloquean cualquier acceso a la plaza. Algunos han sacado el reclinatorio de San Lamberto para reforzar esas murallas improvisadas.

Redeker me agarra en medio de la confusión:

—Los de San Gil han traído diez ballestas, cinco arcabuces y dos barriles de pólvora. Me voy a la armería de Wesel a ver qué más puedo aprovechar.

—Yo voy a ver a Rothmann, hay que traerlo aquí.

Nos separamos sin pérdida de tiempo, rápidamente, corriendo como flechas en medio de la rabia del pueblo bajo.

En casa del párroco de San Lamberto se encuentran también Knipperdolling y Kibbenbrock. Están sentados a la mesa, con cara de pocos amigos, y al verme entrar se ponen rápidamente los tres en pie.

—¡Gert! Por suerte. ¿Qué diablos está pasando?

Miro de arriba abajo al predicador de los baptistas:

—Hace una hora llegó la noticia de que Von Waldeck ha armado un ejército para marchar sobre la ciudad. —Los dos representantes de las guildas palidecen—. No sé qué hay de verdad en todo esto, la noticia debe de haberse magnificado por el camino, pero por supuesto que no es una broma de Carnaval.

Knipperdolling:

—Están sacándolo todo, han tocado a rebato, he visto vaciar la iglesia…

—Tilbeck se ha desenmascarado delante de todo el mundo. Bien pudiera ser que los luteranos hayan llegado a algún acuerdo con Von Waldeck. La gente está hecha una furia, los trabajadores del textil se encuentran ya en la plaza, han levantado barricadas, Rothmann, están armados.

Kibbenbrock suelta una zapateta:

—¡Mierda! ¿Es que se han vuelto todos locos?

Rothmann tamborilea nervioso con los dedos sobre la mesa, pues es él quien debe decidir lo que conviene hacer.

—Redeker se ha ido a buscar más armas, los luteranos podrían intentar echarnos para entregar la ciudad al obispo.

Knipperdolling bambolea irritado su barrigón:

—¡Ese matachín de los cojones! Solo a él podía ocurrírsele semejante cosa. Pero ¿es que no le has dicho que podría mandar al traste todo cuanto hemos hecho? Si llegamos al enfrentamiento armado…

—Ya estamos, amigo mío. Y si ahora no os vais detrás de esas barricadas os quedaréis aislados y la gente proseguirá por sí sola. Debéis estar allí.

Un largo momento de silencio.

El predicador me mira directamente a los ojos:

—¿Crees que el obispo ha decidido no retrasar más la cosa?

—Ese es un problema que ya nos plantearemos después. Ahora lo que conviene es que alguien tome las riendas de la situación.

Rothmann se vuelve hacia los otros dos:

—Ha sucedido antes de lo que me imaginaba. Vacilar ahora sería, en cualquier caso, fatal. Vamos.

Bajamos a la plaza, son por lo menos trescientos, hombres y mujeres que vociferan detrás de las barricadas, las herramientas de trabajo transformadas en lanzas, mazas, alabardas. Redeker empuja una tartana cubierta por un toldo hacia el centro de la plaza. Cuando lo levanta las hojas relucen al sol invernal: espadas, hachas, además de un par de arcabuces y una pistola. Se reparten las armas, todos quieren tener algo en la mano para defenderse.

Paso ligero, espada y pistola al cinto, el ex mercenario Heinrich Gresbeck viene a mi encuentro.

—Los luteranos tienen el depósito de armas en Überwasser. Están transportándolas a la plaza central.

Nos escruta como en espera de una orden de mi parte o de Rothmann.

El predicador coge bien fuerte un mostrador del mercado y lo arrastra hasta el centro, saltando encima de él.

—Hermanos, no es nuestra intención fomentar el conflicto fratricida entre los habitantes de esta ciudad. ¡Pero si hay alguien que no comprende que el verdadero enemigo es el obispo Von Waldeck, entonces nos tocará a nosotros defender la libertad de Münster de quien la amenaza! Y todo aquel que se una a este combate por la libertad no solo gozará de la protección que el Altísimo reserva a sus elegidos, sino que asimismo podrá acceder al fondo de asistencia mutua que desde este momento es puesto a la disposición de la defensa común. —Una salva de aclamaciones—. El faraón de Egipto está allí fuera, y aspira a volver para convertirnos de nuevo en sus esclavos. Pero nosotros no se lo permitiremos. Y Dios estará con nosotros en esta empresa. Dice, en efecto, el Señor: «Caerán los aliados de Egipto y será abatido el orgullo de su fuerza: desde Migdol hasta Asuán morirán a espada. Palabra del Señor Dios. ¡Sabrán que yo soy el Señor cuando mande fuego sobre Egipto y todos sus defensores serán aplastados!».

Los corazones se exaltan en una excitación unánime: el pueblo de Münster encuentra a su predicador.

El imponente Knipperdolling y Kibbenbrock el Pelirrojo dan vueltas entre los corrillos de los tejedores: el grueso del gremio mejor organizado y más numeroso está ya allí.

Gresbeck me coge en un aparte:

—Parece que ha llegado la hora del ajuste de cuentas. —Una ojeada a sus espaldas—. Ya sabes lo que hay que hacer.

Asiento:

—Reúne a los treinta más capaces delante de la iglesia, gente que conozca bien la ciudad y con pocos escrúpulos.

Nos reunimos con Redeker, que ha terminado de vaciar la carreta.

—Forma tres grupos de cuatro hombres cada uno y mándalos de ronda por la zona de Überwasser: quiero un parte cada hora de los movimientos de los luteranos.

El pequeñajo se larga a escape.

A Gresbeck:

—Yo tengo que poder moverme, el mando de la plaza es tuyo. Que nadie tome ninguna iniciativa arriesgada y que no puedan cogernos por sorpresa: manda proteger las barricadas, pon un vigía en el campanario de la iglesia. ¿Con cuántos arcabuceros contamos?

—Siete.

—Tres frente a la iglesia y cuatro delante de la entrada de la plaza central. Dispersarse aquí y allá serviría de poco.

Gresbeck:

—¿Y tú qué vas a hacer?

—He de hacerme una idea cabal de cuál es el campo de batalla y quién domina las posiciones.

Redeker, exaltadísimo, está reuniendo a los hombres, me ve, alza una pistola gigantesca y grita:

—¡Démosles por culo!

El reconocimiento desde las murallas ha sido tranquilizador: a simple vista no hay ningún rastro de los tres mil mercenarios anunciados.

La segunda ronda viene a informar de que los luteranos han apostado hombres armados con arcabuces en el campanario de la catedral y dominan desde allí la plaza del Ayuntamiento, cuya entrada está atrancada por dos carros puestos de través, exactamente enfrente de nuestra barricada. Detrás de los carros no más de diez luteranos, pero perfectamente armados y aprovisionados desde Überwasser: en caso de ataque no tendrán ninguna necesidad de ahorrar proyectiles. En cambio nosotros tenemos que arreglárnoslas con lo que tenemos, los disparos están contados.

La plaza del Mercado en la que estamos atrincherados es de fácil defensa, pero puede resultar también una trampa. Hay que rodearlos, cerrar el paso de los puentes sobre el Aa y aislar la plaza del Ayuntamiento del monasterio.

—¡Redeker! Diez hombres y dos arcabuces. Vamos a cerrar el paso del puente de Nuestra Señora, detrás de la plaza. Rápido.

Salimos por el puesto de defensa al sur de nuestra fortaleza. Recorremos rápidamente el primer trecho, nadie a la vista. Luego la calle se bifurca: hemos de tirar por la derecha, seguir la curva que lleva al primer puente sobre el canal. Ya estamos, el puente está allí delante. Un disparo de arcabuz da en el muro a un metro de Redeker que camina en cabeza. Se vuelve:

—¡Los luteranos!

Bajan por una estrecha callejuela que lleva a la plaza central, otros arcabuzazos.

—¡Vamos, vamos!

Mientras rehacemos el camino nos persiguen gritos y confusión:

—¡Los anabaptistas! ¡Ahí están! ¡Escapan!

A la altura de San Gil nos detenemos.

Le grito a Redeker:

—¿Cuántos has visto?

—Cinco, seis como máximo.

—Los esperaremos aquí, cuando asomen por la curva haremos fuego.

Listos para disparar: los dos arcabuces, mi pistola y la de Redeker.

Aparecen a una decena de pasos: cuento cinco, no se lo esperaban, se demoran, mientras nuestras armas hacen fuego a la vez.

Uno recibe un impacto en la cabeza y se queda tieso, otro cae hacia atrás, herido en un hombro.

Salimos al ataque y los otros retroceden en desorden, arrastrando al herido. Por la esquina aparecen otros, algunos toman por San Gil. Nuevos disparos y luego el impacto: paro un golpe con la daga y el mango de la pistola rompe la cabeza del luterano. Se produce una confusión infernal. Más disparos.

—¡Vamos, Gert! ¡Disparan desde el campanario! ¡Vamos!

Alguien me agarra por detrás, corremos como unos locos con los proyectiles que silban alrededor. De esta no salimos.

Llegamos a nuestras barricadas y nos introducimos dentro. Enseguida hacemos recuento: estamos todos, más o menos enteros, si exceptuamos un corte de espada en la frente que requerirá una sutura, un hombro dislocado por el retroceso del arcabuz y una buena dosis de miedo para todos.

Redeker escupe al suelo:

—Hijos de puta. ¡Cojamos un cañón y hundamos San Gil sobre sus cabezas!

—Déjalo estar, la cosa ha acabado mal.

Knipperdolling y algunos de los suyos corren a nuestro encuentro:

—Eh, ¿hay heridos? ¿Alguien ha estado a punto de morir?

—No, por suerte no, pero hay una cabeza que necesita un cosido.

—No te preocupes, coser es lo nuestro.

El herido es puesto en manos de los tejedores.

En nuestra ausencia, en medio de la plaza, donde estaban los tenderetes de los vendedores, ha sido dispuesto un fuego para hacer la comida: algunas mujeres dan vueltas a una ternera en el espetón.

—Y esto, ¿de dónde ha salido?

Una mujer gorda y rubicunda que transporta cacharros de cocina me aparta abriéndose paso con los codos:

—Gentileza del muy munífico consejero Wördemann. Sus mozos de cuadra no han querido aceptar nuestro dinero, de modo que nos la hemos llevado… ¡por las buenas! —Ríe contenta a carcajadas.

Sacudo la cabeza:

—Solo nos faltaba ponernos a cocinar…

La gorda deposita la carga, se pone en jarras y dice con aire desafiante:

—¿Y cómo quieres quitar el hambre a tus soldados, capitán Gert? ¿Con plomo acaso? ¡Sin las mujeres de Münster estarías perdido, te lo digo yo!

Me vuelvo hacia Redeker:

—¿Capitán?

El bandido se encoge de hombros.

—Sí, capitán. —La voz de Rothmann nos llega de detrás, está en compañía de Gresbeck, tienen unos pergaminos en la mano. El predicador tiene todo el aspecto de quien no quiere perder tiempo en explicaciones—. Y Gresbeck es tu lugarteniente… —Advierte la agitación inmediata de Redeker, que estira el cuello entre nosotros para hacerse notar, y acto seguido añade resignado—: Y Redeker el segundo.

—Ha ido mal. Yo quería dar la vuelta a la plaza, pero nos han cogido por sorpresa antes de que pudiéramos cruzar el canal.

—Las rondas informan de que están atrincherados con las armas en Überwasser. El burgomaestre Judefeldt está con ellos, junto con la mayor parte de los miembros del Consejo; Tilbeck no. Son unos cuarenta, y no creo que intenten atacarnos, están a la defensiva. Cuentan con un cañón en el cementerio del convento; el edificio es inexpugnable.

Suelto un suspiro de alivio. ¿Y ahora?

Rothmann sacude la cabeza:

—Si el obispo ha reunido realmente un ejército, las cosas podrían ponerse muy feas.

Gresbeck desenrolla el pergamino delante de mí:

—Echa una ojeada a esto mientras tanto. Hemos encontrado estos viejos mapas de la ciudad. Pueden sernos de ayuda.

Aunque el dibujo no es preciso, están indicados incluso los pasos más estrechos y todos los meandros del Aa.

—Excelente, veremos si nos sugieren algo. Pero ahora hay una cosa que hacer, la idea me la ha dado Redeker. Sacaremos de las murallas un cañón, uno que no sea ni muy grande ni demasiado pesado, que pueda transportarse fácilmente hasta aquí.

Gresbeck se rasca la cicatriz:

—Hará falta un árgana.

—Consíguela. Siete arcabuces servirían de poco si tuviéramos que resistir a un ataque. Toma a los hombres que necesites, pero trata de traerlo lo más rápidamente posible. El tiempo pasa y cuando comience a oscurecer será mejor estar bien protegidos.

Me quedo solo con Rothmann. En la cara del predicador una expresión de asombro que se transforma poco menos que en reprensión.

—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?

—No. Sea lo que sea lo que crea Gresbeck, no soy un soldado. Aislar a los que están en la plaza me parece lo más acertado, pero evidentemente han organizado grupos que recorren las calles de alrededor. Los muy bastardos se protegen el culo.

—Tú ya has luchado, ¿no es cierto?

—Un ex mercenario me enseñó a adiestrarme con la espada, hace muchos años. Combatí con los campesinos, pero no era más que un muchacho.

Asiente decidido:

—Haz todo lo que creas que deba hacerse. Estaremos contigo. Y que Dios nos asista.

En aquel preciso momento, de espaldas a Rothmann aparece al fondo de la plaza Jan de Leiden, nos ve también él, se acerca, con una expresión casi divertida.

—Ya era hora, ¿dónde te habías metido?

Mueve la mano arriba y abajo en un gesto alusivo:

—Ya sabes lo que pasa… Pero ¿qué ha sucedido, hemos tomado la ciudad?

—No, putañero de los cojones, estamos atrincherados aquí, allí fuera están los luteranos.

Sigue mi gesto y se enfervoriza:

—¿Dónde?

Le indico la barricada que está enfrente de los carros de la entrada de la plaza central.

—¿Allí, están allí detrás?

—Exacto, y cuidadito que están armados hasta los dientes.

Reconozco la mirada de mi santo rufián, es la de las grandes ocasiones.

—Cuidado, Jan…

Ya es tarde. Se está encaminando hacia nuestras defensas. No tengo tiempo de pensar en él, pues he de dar instrucciones a las rondas. Pero mientras estoy hablando con Redeker y Gresbeck, con el rabillo del ojo veo a Jan que se acerca a los defensores de la barricada, ¿qué coño se le habrá metido en la cabeza? Me tranquilizo cuando lo veo sentarse y sacar del bolsillo la Biblia. Bien, lee algo.

El mapa de Münster nos muestra los recorridos que podrían intentarse para rodear las posiciones de los luteranos. Redeker da una serie de consejos, cuáles son las zonas más expuestas, qué manzana de casas podría cubrir una eventual acción de aproximación. Pero cada conjetura se detiene ante la inexpugnabilidad de Überwasser: una cosa ha sido hacer salir a las novicias y otra muy distinta es arrebatárselo a cuarenta hombres armados.

De pronto llega hasta nosotros el alboroto del otro lado de la plaza. ¡Mierda! Justo el tiempo de echar un vistazo hacia nuestras defensas cuando veo a Jan de Leiden erguido de pie sobre la barricada con los brazos abiertos.

—¿Qué coño está haciendo?

—¡Corre, Gert, ese quiere que lo maten!

—¡Jaaan!

Me precipito por la plaza, casi me llevo por delante a la ternera en el espetón, tropiezo, vuelvo a levantarme:

—¡Jan, baja de ahí, loco!

Con la camisa abierta, muestra el pecho lampiño llamando a los tiros. Sus ojos echan chispas hacia los carros luteranos.

—Ahora, dentro de poco, derramaré mi furor sobre ti y sobre ti daré desahogo a mi ira. Serás juzgado según tus obras y te pediré cuentas por todos tus actos nefandos, luterano inmundo.

—¡Baja de ahí, Jan!

Ni que fuera invisible.

—Y no se apiadará mi ojo y no tendré compasión, pero te consideraré responsable de tu conducta y serán puestas de manifiesto tus vilezas: entonces sabrás quién soy yo, el Señor, aquel que castiga. Lo has comprendido, hijo de la gran puta luterana, tus proyectiles nada pueden hacerme. Rebotarán contra este pecho y se volverán contra ti, porque el Padre está en mí. ¡Él puede tragárselos y disparártelos por el culo cuando así lo quiera, directos a tu cara!

—¡Jan, por Dios!

Allí sigue erguido con la boca abierta de par en par emitiendo un sonido espantoso. Luego el rubio leidense loco levanta el rostro hacia el cielo:

—¡Padre, escucha a este tu hijo, atiende las súplicas de tu bastardo: barre del empedrado estas mierdas de perro! Ya has oído, luterano, cagón, te ahogarás en un escupitajo de Dios y el Reino será para nosotros. ¡Lo celebraré con los santos sobre tu cadáver!

El arcabuz estalla dejando de piedra a Jan. Por un instante pienso que le han dado.

Se vuelve hacia nosotros, de la oreja derecha le corre un hilo de sangre, los ojos de poseso. Se deja caer y lo cojo en volandas antes de que se dé de bruces contra el suelo, sufre un vahído, no, se recupera:

—¡Gert, Geeert! ¡Mátalo, Gert, mátalo! ¡Casi me ha arrancado una oreja! ¡Dame la pistola que a ese me lo cargo yo… te lo ruego, dámela! Dispárale, Gert, dispárale o lo haré yo… ¡Está allí, míralo, está allí, Gert, la pistola, la pistola… me ha echado a perder!

Le dejo acurrucarse contra la pared y digo dos palabras a nuestros defensores: si vuelve a intentarlo, atadlo.

El sol desciende por detrás del campanario de la catedral. Los perros roen los huesos de la ternera amontonados en el centro de la plaza. He establecido turnos de guardia en las barricadas: dos horas cada uno, para permitir a todos dormir un poco. Las mujeres han preparado yacijas improvisadas con lo que tenían a disposición y encendido los fuegos para la noche. El frío es intenso: alguno ha preferido dormir bajo cubierto. Sin embargo, los más decididos se han quedado, gente con la que se puede contar.

Nos calentamos al amor de la lumbre, arrebujados en las mantas. Un repentino alboroto en la barricada que cierra la plaza al sur nos hace ponernos en pie de un salto. Los centinelas escoltan hasta nosotros a un muchacho de unos veinte años, aire atemorizado y jadeante.

—Dice que es el servidor del consejero Palken.

—Al senador y a su hijo… Se los han llevado, iban armados, no he podido hacer nada, Wördemann… Estaba también el burgomaestre Judefeldt, los han cogido…

—Con calma, recupera el aliento. ¿Quiénes eran? ¿Y cuántos?

El muchacho está empapado de sudor, mando traer una manta. Los ojos saltan de un rostro a otro, le ofrezco una taza de caldo humeante.

—Yo sirvo en casa del consejero Palken. Hace media hora… entraron… una docena de hombres armados… Iban al mando de Judefeldt. Y han obligado al consejero y a su hijo a seguirlos.

—¿Qué querrán de Palken?

Knipperdolling, irritado:

—Es uno de los pocos que nos apoya en el Consejo. Wördemann, Judefeldt y todos los demás luteranos lo odian.

Rothmann no parece convencido. ¿De qué les sirve un rehén? En Überwasser son inexpugnables. El pánico en los ojos de Rothmann:

—¡Las llaves!

—¿Qué?

—Las llaves, Palken es quien guarda las llaves de las puertas del noroeste de las murallas.

—Sí, sí. —El criado levanta la nariz de la taza—. ¡Lo que precisamente querían eran las llaves!

—¡Gresbeck, el mapa!

Lo desenrollo a la luz del fuego con la ayuda de Knipperdolling. La Frauentor y la Judefeldertor: las puertas de detrás de Überwasser, el camino hacia Anmarsch:

—Quieren dejar entrar a los episcopales en la ciudad.

Mal asunto.

Es posible leerlo en los rostros de cada uno. Enjaulados en la estrecha plaza del Mercado, aislados de la otra orilla del Aa, donde los luteranos están llevando a cabo el perverso crimen que nos aniquilará. ¿Intentar una salida? ¿Salir de este embudo y desencadenar por sorpresa el asalto a Überwasser? La ciudad entera está sumida en un silencio irreal: a excepción de los contendientes, todos se hallan encerrados en sus casas. Mudos, en torno a tenues fuegos en espera del destino inminente y desconocido. ¿Quién está llegando a la ciudad?

¿Los tres mil combatientes asalariados del séquito de Von Waldeck? ¿Una avanzadilla en espera del día? Esta noche traerá las respuestas.

Knipperdolling está furioso:

—¡Vaya unos cabrones! ¡Patanes enriquecidos! Me acuerdo de todos esos bonitos discursos contra el obispo, los papistas y tanto llenarse la boca con las libertades municipales, con la nueva fe… ¡Quiero que digan a la cara que se venden al obispo por un puñado de escudos! ¡Al obispo lo hemos echado juntos! Quiero hablar con ellos, Gert, hasta ayer mismo todo hacía pensar cualquier cosa menos que dejaran que la ciudad fuese pasto de los mercenarios. ¡Que me diga a la cara ese cerdo de Judefeldt qué le ha prometido Von Waldeck! Proporcióname una escolta, Gert, quiero hablar con esos bribones.

Redeker sacude la cabeza:

—Tú estás loco. Sus palabras cuentan una mierda, lo único que miran es la bolsa; eres tú el necio que perdías el tiempo hablando con ellos.

Rothmann interviene:

—Tal vez pueda intentarse. Pero sin correr ningún riesgo inútil. Tal vez no son tan duros como parece. Tal vez no tienen más que maldito miedo…

Parten dos unidades. Una dirigiéndose a la Frauentor del sur, para luego volver a subir hasta las murallas, en total una decena de fantasmas. Redeker, por la parte opuesta, hacia la Judefeldertor.

Nada de iniciativas o ataques desesperados, todavía no. Vigilar las entradas caídas en sus manos, controlar los movimientos de entrada y salida. Tratar de leer el futuro en sus movimientos. Las dos unidades tienen como cometido inspeccionar y dejar centinelas a lo largo del recorrido y en la calle de Überwasser: ojos para escrutar el menor pestañeo y correos listos para dar noticias a cada hora.

Conmigo, para escoltar al jefe de las guildas del textil, una veintena, casi todos muchachos, dieciséis, diecisiete años, pero tienen agallas para dar y vender.

—¿Tienes miedo? —pregunto a esos bigotillos que crecen a duras penas.

La voz ronca del sueño sacudido de encima:

—No, capitán.

—¿Cuál es tu oficio?

—Mozo de tienda, capitán.

—Olvídate de lo de capitán. ¿Cómo te llamas?

—Karl.

—Karl, ¿eres rápido corriendo?

—Todo lo que me permitan las piernas.

—Bien. Si nos atacan y caigo herido, si ves que la cosa se pone fea, no pierdas el tiempo en recogerme, vete corriendo como el viento a dar la alarma. ¿Entendido?

—Sí.

Knipperdolling toma consigo a tres de los suyos y se pone en cabeza con un paño blanco en señal de tregua. Lo seguimos a algunas decenas de pasos.

El jefe de los tejedores está ya en las proximidades del monasterio, se pone a pedir que salga alguien a parlamentar. Nosotros nos quedamos un poco más adelante de San Nicolás, montamos las armas y las hondas preparadas para el lanzamiento. Desde Überwasser silencio. Knipperdolling sigue avanzando.

—¡Vamos, Judefeldt, sal! Burgomaestre de los cojones, ¿así es como defiendes tú la ciudad? ¡Raptas a un consejero y le abres las puertas a Von Waldeck! La ciudad quiere saber por qué habéis decidido dejar que nos maten a todos. ¡Sal y hablemos como hombres!

Alguien desde una ventana le responde:

—¿Qué coño has venido a hacer, sucio anabaptista? ¿Has traído a alguna de tus rameras?

Knipperdolling vacila, pierde la calma:

—¡Hijo de perra! ¡Ramera lo será tu madre!

Se adelanta de nuevo. Demasiado.

—¡Te estás liando con los papistas, Judefeldt, con el obispo! ¿Qué coño se te ha metido en la cabeza?

Vuelve atrás, idiota, vamos, no te acerques tanto.

El portal se abre de par en par, salen una decena de hombres, armados, se le echan encima.

—¡Al ataque!

Nos lanzamos, Knipperdolling se agita desgañitándose, lo sostienen entre cuatro. Retroceden mientras nosotros les disparamos con las hondas y las ballestas, ellos hacen fuego desde la torre. El portón vuelve a cerrarse y nosotros quedamos al descubierto, nos dispersamos, nos desparramamos por la plaza, respondemos al fuego, resuenan los gritos de Knipperdolling y los arcabuzazos. Nos han jodido. No hay nada que hacer, es preciso retirarse, recoger a los heridos.

Doy la orden:

—¡Atrás! ¡Atrás!

Maldiciones y lamentos nos acompañan hacia la plaza del Mercado.

Nos han jodido y estamos hundidos en la mierda. Cruzamos nuestras barricadas y nos detenemos en la escalinata de San Lamberto, alboroto, voces, juramentos, todos se apiñan en torno a nosotros. Tendemos a los heridos, se los confiamos a las mujeres, la noticia de la captura de Knipperdolling corre de inmediato con el rugido de rabia.

Rothmann está consternado, Gresbeck en cambio conserva la calma, ordena mantener los puestos, hay que refrenar el pánico.

Estoy furioso, siento que me hierve la sangre, me laten las sienes. Estamos hundidos en la mierda y no sé qué hacer.

Gresbeck me despabila:

—Ha vuelto Redeker.

Llega sin resuello también él, cara sombría:

—Han entrado. No más de una veintena, a galope tendido, caballeros de Von Waldeck.

—¿Estás seguro?

—He visto las corazas, los blasones de mierda. Apuesto a que está también ese cerdo de Von Büren.

Rothmann, la cabeza entre las manos:

—Se acabó.

Silencio alrededor.

Kibbenbrock trata de levantar los ánimos:

—Estad tranquilos. Mientras el grueso de las tropas del obispo no entre en la ciudad no pueden hacernos nada. Nosotros somos más y saben que no tenemos nada que perder. Pero hay que hacer algo.

El tejedor tiene razón, hay que pensar en alguna cosa. Pensar.

El tiempo pasa. Reforzamos la defensa en las barricadas. Nuestro único cañón es colocado en el centro de la plaza, para rechazar el asalto en caso de que alguna de las defensas sea desmantelada.

Los hombres no deben tener tiempo de que cunda el desaliento. Nuevas rondas y recogida de armas, recuperamos otros arcabuces. Dicen que los católicos están clavando guirnaldas en los portales de las casas, para librarse de las hordas de Von Waldeck. Otras unidades para arrancarlas.

La ciudad está inmóvil, la plaza, iluminada por los fuegos, podría ser una isla en medio de un oscuro océano. Afuera, como animales aterrorizados, todos esperan encerrados a cal y canto en sus casas.

En sus casas.

En sus casas.

Hago un aparte con Gresbeck y Redeker. Deliberamos con urgencia.

Es posible hacerlo. Al menos intentarlo. Más en la mierda de lo que estamos…

La última consigna para Gresbeck:

—Estamos de acuerdo, entonces. Da aviso a Rothmann. Que se mueva, proporciónale los mejores hombres, apenas si tenemos el tiempo suficiente.

—Gert… —El ex mercenario me alarga sus pistolas sosteniéndolas por el cañón—. Toma estas. Son de precisión, un regalo de la campaña en Suiza.

Me las meto de través en el cinto:

—Nos veremos dentro de una hora.

Redeker me abre camino en la oscuridad casi total, con paso decidido. Doblamos dos o tres calles angostas, unos pocos pasos más y me señala el portón. En voz baja:

—Jürgen Blatt.

Cargo las pistolas. Tres fuertes puñetazos en la puerta:

—Capitán Jürgen Blatt, de la guardia municipal. Las tropas del obispo están entrando en la ciudad. El burgomaestre quiere que escoltemos a su señora y a sus hijas al monasterio. Rápido. ¡Abrid!

Pasos detrás del portón:

—¿Quién sois?

—He dicho que el capitán Blatt, abrid.

Contengo la respiración, ruido de cerrojos, apoyo el cañón en la rendija de la puerta. Apenas se abre un resquicio. Le hago saltar media cabeza.

Dentro. El de encima de las escaleras no tiene tiempo de apuntar con el arcabuz: lo agarro de una pierna, cae, grita, desenvaina un puñal, de dos brincos Redeker se planta en lo alto de la escalera y le da la puntilla con el cuchillo. Luego escupe.

Daga en mano, en el fondo del pasillo gritos de mujeres: una se para delante de mí:

—Llévame a donde está la señora.

Un gran dormitorio, baldaquino y adminículos varios. La señora Judefeldt, en un rincón, estrecha contra sí a las dos niñas, una sirvienta aterrorizada de rodillas, rezando.

Entre nosotros y ellos un pobre imbécil espada en mano, veinte años como mucho. Tiembla, no habla. No sabe qué hacer.

Redeker:

—Baja ese chisme, que podrías hacerte daño.

La miro fijamente:

—Señora, los acontecimientos convulsos de esta noche han hecho necesaria mi visita. No tengo ninguna intención de haceros daño, pero me veo obligado a pediros que me sigáis. Vuestras hijas se quedarán aquí con todos los demás.

Redeker sonríe maliciosamente:

—Echaré una ojeada a la casa, no sea que haya más criados celosos de su deber.

La mujer de Judefeldt es una mujer hermosa, de unos treinta años. Digna, contiene las lágrimas y levanta la vista hacia mí:

—Bellaco.

—Un bellaco que lucha por la libertad de Münster, señora. La ciudad está a punto de ser invadida por una horda de asesinos a sueldo del obispo. No perdamos más tiempo.

Doy un silbido a Redeker, que nos alcanza por las escaleras con un cofrecillo bajo el brazo. La expresión de mi cara no lo desalienta:

—Nos cargamos a sus criados, le robamos a la mujer. ¿Y los florines no?

En la salida, la vieja echa un abrigo de pieles sobre los hombros de su ama, mientras murmura un padrenuestro.

Escoltamos a la señora Judefeldt hasta la plaza del Mercado. Cuando la gente reconoce a la prisionera nos recibe una ovación que da renovado aliento a nuestro espíritu, las armas se alzan al cielo: ¡los baptistas están vivos aún!

Desde el otro lado Rothmann viene a nuestro encuentro, llevando del bracete a una distinguida dama, envuelta en un abrigo de marta cebellina, con una larga trenza negra que le cae por los hombros.

—Os presento a la señora Wördemann, mujer del consejero Wördemann. La señora es una hermana: yo mismo la he bautizado.

Redeker se acerca a mi oído:

—Al enterarse su marido por sus espías de este bautismo, quiso confirmarla en su fe a garrotazo limpio. La pobre ya se veía muerta: durante días no ha podido, no digo ya caminar, sino ni siquiera arrastrarse por los suelos.

La señora Wördemann, una belleza sobria, se encoge dentro del abrigo de pieles:

—Espero, señores, que dejéis que nos calentemos al fuego, después de habernos sacado por la fuerza en plena noche de nuestros aposentos.

—Por supuesto, pero antes me veo en la obligación de privaros de un objeto personal.

Saco los anillos de sus delgados dedos, dos piezas de oro con incrustaciones.

—¡Karl!

El muchacho llega a la carrera, cara de sueño y aturdimiento.

—Coge la bandera blanca y vete volando hasta Überwasser. El mensaje es para el burgomaestre Judefeldt: dile que dentro de media hora nos presentaremos en el monasterio, hemos de hablar. —Aprieto los anillos en el puño de Karl—. Entrégaselos. ¿Está todo claro?

—Sí, capitán.

—¡Vamos, ligero!

Karl se quita las botas demasiado grandes y se queda descalzo en la nieve. Cruza el campamento corriendo como una liebre, mientras yo hago una señal a los centinelas para que lo dejen salir.

—¿Quién de nosotros va? —pregunta Rothmann.

Kibbenbrock el Pelirrojo se adelanta, desciñéndose el cinto que sostiene la espada para entregársela a Gresbeck:

—Ya voy yo —nos dice. Me mira a mí y al predicador—. Si os ven a uno de vosotros podrían entrarles ganas de disparar. Yo represento a la guilda de los trabajadores del textil, no abrirán fuego contra mí.

Gresbeck interviene:

—Tiene razón, Gert, tú haces falta aquí.

Me saco las pistolas del cinto:

—Estas son tuyas. Está oscuro, no me reconocerán, utilizaré un nombre distinto.

—Te matarán.

El tono es ya de resignación.

Le sonrío:

—No tenemos nada que perder. Esa es nuestra fuerza. El mapa, rápido.

A Redeker:

—¿Conoces estos accesos por detrás del cementerio?

—Por supuesto, se llega a ellos cruzando por las pasarelas del Reine Closter.

—Probablemente habrán apostado centinelas aquí y allí. Forma grupos de tres o cuatro y llévalos a la otra orilla.

—¿Cuántos hombres en total?

—Por lo menos treinta.

—¿Y a los centinelas?

—Redúcelos, pero sin hacer ruido.

—¿Qué pretendes hacer? Nos quedaremos desguarnecidos.

Gresbeck sigue mi dedo sobre el pergamino.

—El monasterio es inexpugnable. Pero el cementerio no.

Gresbeck frunce el ceño:

—Es una plaza de armas, Gert, y hay también un cañón.

—Pero puede llegarse a él fácilmente y está fuera de tiro del monasterio. —De nuevo a Redeker—: Acercaos lo más posible; están atrincherados dentro y no vigilarán el muro exterior. Pero daos prisa, pues dentro de una hora como mucho amanecerá.

Un guiño de inteligencia con Kibbenbrock:

—Vamos.

Mientras nos encaminamos hacia el límite de la plaza, nos llega la voz de Rothmann a nuestras espaldas:

—¡Hermanos!

Recortado contra la luz de la antorcha, alto, muy pálido, el aliento que se pierde en medio del intenso frío nocturno: podría ser Aarón. O el mismo Moisés.

—Que el Padre acompañe vuestros pasos… y vele por todos vosotros.

Poco más allá de nuestra barricada nos cruzamos con Karl, que viene a la carrera, los pies congelados, con un jadeo que casi le impide hablar:

—¡Capitán! Dicen que podéis ir… que no abrirán fuego.

—¿Has entregado los anillos?

—Al burgomaestre en persona, capitán.

Una palmada en la espalda:

—Bien. Ahora corre a calentarte al fuego, por esta noche has cumplido con tu obligación.

Proseguimos. Überwasser se recorta como una negra fortaleza sobre el Aa. La iglesia de Nuestra Señora está junto al monasterio: nuestras rondas han oído durante una hora, provenientes de la torre del campanario, los tremendos alaridos de Knipperdolling, hasta que se ha quedado sin voz.

Ahora solo silencio y el leve discurrir del río.

Kibbenbrock y yo avanzamos uno al lado del otro, con una sábana blanca tendida en medio.

El crujir del portal que se entreabre y una voz alarmada:

—¡Alto ahí! ¿Quiénes sois?

—Kibbenbrock, representante del gremio de tejedores.

—¿Has venido a hacerle compañía a tu socio? ¿Quién es ese que está contigo?

—El herrero Swedartho, portavoz de los baptistas de Münster. Queremos hablar con el burgomaestre Judefeldt y con el consejero Wördemann, sus mujeres les mandan recuerdos.

Esperamos, el tiempo no pasa.

Luego otra voz:

—Soy Judefeldt, hablad.

—Sabemos que has dejado entrar en la ciudad a la avanzadilla del obispo. Tenemos que hablar. Salid tú y Wördemann, al cementerio. —Ninguna inútil condescendencia—. Y recuerda que si no volvemos al campamento dentro de media hora, los trabajadores de San Gil poseerán a tu mujer, por delante y por detrás, ¡y así tal vez tu señora te dé por fin el varón que tanto deseas!

Un silencio glacial.

Luego:

—De acuerdo. En el cementerio. Los hombres no abrirán fuego contra vosotros.

Damos la vuelta al convento: el cementerio donde descansan por lo menos tres generaciones de monjas está rodeado por tres lados de agua y cerrado al fondo por un muro bajo de piedra; entre las cruces de madera se levanta un campamento. Una veintena de caballos atados al muro que da frente al monasterio nos dicen que las rondas acaban de dar el parte. Hay un pequeño cañón que asoma detrás de un cúmulo de sacos terreros, defendido por tres luteranos, otros dos con los arcabuces están a la entrada y nos siguen con cautela. Los caballeros de Von Waldeck sacan brillo a sus espadas en su vivaque en torno a los fuegos, miradas asesinas y la superioridad pintada en el rostro: los asuntos de estos burgueses no nos incumben.

El burgomaestre y el hombre más rico de Münster vienen a nuestro encuentro, antorchas en mano, una docena de hombres armados a sus espaldas.

Lo pongo en guardia:

—Mantén a distancia a tus esbirros, Wördemann, o tu señora podría decidir que el pájaro de Rothmann es verdaderamente mejor que el tuyo…

El mercader, seco y de fiera mirada, sufre un sobresalto y me escruta con cara de desagrado:

—Anabaptista, tu predicador no es más que un rebelde bufón.

Judefeldt le hace señas de que se calle:

—¿Qué es lo que queréis?

No lleva gorra, el pelo revuelto de la noche pasada en blanco, la mano que suda nerviosa sobre el estilete que lleva al cinto.

Dejo que sea Kibbenbrock quien hable:

—Estás a punto de cometer la estupidez de tu vida, Judefeldt. Una estupidez de la que te arrepentirás para el resto de tus días. No des un paso más mientras estés aún a tiempo. Al amanecer las tropas de Von Waldeck tomarán posesión de la ciudad, recobrará el dominio…

El burgomaestre lo interrumpe irritado:

—El obispo me ha asegurado que no tocará los privilegios municipales, tengo un documento escrito de su puño y letra…

—¡Tonterías! —le espeta Kibbenbrock—. ¡Cuando recobre el poder podrá limpiarse el trasero con tus privilegios municipales! ¿Quién podrá decirle nada cuando sea de nuevo dueño y señor de Münster? Razona, Judefeldt. Y también tú, Wördemann; haz si no tus cálculos: ¿qué provecho van a reportar a tus negocios las gabelas del obispo? La producción de los conventos volverá a desbancar a la tuya, y los franciscanos se enriquecerán mientras tú le pagas los tributos a Von Waldeck. Piénsalo. El obispo es un hijo de puta que se las sabe todas, prometer no le cuesta nada, los papistas están acostumbrados a estos subterfugios mejor que yo.

Kibbenbrock ha levantado demasiado la voz. Un crujido de corazas y espuelas nos advierte del acercamiento de los caballeros, las antorchas iluminan la cuidada barba y los guantes de cuero de Dietrich von Merfeld de Wolbeck, hermano de la abadesa de Überwasser, y brazo derecho del obispo. A su lado, Melchior von Büren: probablemente está aquí porque espera ajustar personalmente las cuentas con Redeker.

Judefeldt se anticipa a toda pregunta:

—Señores, son baptistas, están aquí para parlamentar. Hemos prometido no hacerles ningún daño.

Dietrich Bigotesarriba sonríe burlonamente, asombrado:

—¿Qué sucede, Judefeldt, aún tratas con estos miserables? Dentro de una hora, no quedará de ellos más que un montón de huesos. Son muertos vivientes, no les hagas caso.

—El señor Von Merfeld no se equivoca —intervengo—. De todos los combatientes de esta noche, los únicos que no tienen nada que perder somos nosotros. La entrada del obispo en la ciudad solo puede significar para nosotros una muerte segura. Por tanto, no os quepa duda de que lucharemos y venderemos cara nuestra piel, la ciudad tendrá que ser tomada palmo a palmo.

Von Büren resopla:

—Sois unos conejos, no resistiréis ni lo que dura un bostezo de Su Señoría. Unos rateros y ladrones callejeros es lo que sois.

Kibbenbrock sonríe y sacude la cabeza para atraer la atención nerviosa de los dos mercaderes:

—Teméis tanto perder vuestro poder que habéis tomado a los vasallos de Von Waldeck en vuestra casa por miedo a nuestros cuatro arcabuces. ¿Sabes lo que te digo, Judefeldt? Que Von Waldeck sabía esto desde el principio. Sabía que podía aprovecharse de la desunión entre vosotros y nosotros, que podía dividir la ciudad en dos.

La frente alta del burgomaestre es un reproducirse de arrugas, los ojos se desplazan del rostro de Wördemann, más negro que nunca, a los míos y a los de Kibbenbrock, que no le da tregua:

—Todo esto no es más que un maldito lío, ¿no te das cuenta? Desde el principio el obispo ha hecho un doble juego, tranquilizándoos a vosotros para contar con apoyo dentro de la ciudad, alguien que le abriera las puertas en el momento preciso, y una vez dentro se acordará de pronto de que sois luteranos, rebeldes como nosotros a la autoridad del Papa. —Una pausa, el tiempo de que tomen conciencia de ello, luego añade—: Ya puedes olvidarte de tus libertades municipales: después de nosotros, os llegará el turno a vosotros en el patíbulo. Piénsalo, Judefeldt. Piénsalo bien.

Los dos burgueses están inmóviles, la mirada en Kibbenbrock y luego alrededor, buscando a un invisible consejero.

Von Merfeld, incrédulo:

—Judefeldt, ¿no querrás hacerles caso a estos dos miserables? ¿No ves que están tratando de salvar su vida, que están ya desesperados? Cuando Su Señoría haya llegado lo arreglaremos todo, existe un acuerdo entre nosotros, recuérdalo.

De nuevo silencio.

Escucho el latido del corazón, que marca el ritmo del transcurrir del tiempo.

Wördemann reza mentalmente el rosario de la contabilidad.

Judefeldt piensa en la mujer.

Judefeldt piensa en el ejército del obispo.

Judefeldt piensa en sus cuarenta hombres encerrados a cal y canto en el convento.

Piensa en los bigotes ridículos de Von Merfeld.

Piensa en la cerda de su hermana la abadesa, que sí, que siempre se ha sabido que era la espía del obispo en la ciudad.

Piensa en las guirnaldas en las casas de los católicos…

Alargo el brazo:

—Hemos venido desarmados. Interrumpamos nuestras hostilidades y defendamos juntos nuestra ciudad. ¿Qué coño tienen que ver en esto los nobles? Münster somos nosotros, no los papistas, ni los episcopales.

Von Merfeld espeta:

—¡Por Dios, no podéis dejaros convencer así por dos simples patanes sueltos de lengua!

Judefeldt suspira y tritura imaginariamente una serpiente en el puño:

—No son ellos los que vayan a convencerme, señor de Wolbeck. Vosotros no nos traéis más que promesas.

—¡La palabra de Su Señoría Franz von Waldeck!

—Pero estos… patanes, como los llamáis, ofrecen la paz sin necesidad de ningún ejército mercenario en la ciudad; es una propuesta que debo tener en cuenta.

Von Merfeld impreca:

—Pero ¿es que vais a creer a estas jetas de mierda?

—Yo soy aún el burgomaestre de esta ciudad. Tengo que pensar en el interés de sus habitantes. Sabemos que los católicos han recibido órdenes de colgar guirnaldas en las puertas de las casas. ¿Por qué, señor? ¿Podríais explicármelo? ¿Acaso es para que los mercenarios del obispo puedan reconocer qué casas librar del saqueo? No eran estos nuestros acuerdos…

Von Merfeld se queda de piedra, un matachín luterano le está acusando abiertamente, pero es Von Büren el primero en saltar:

—¡Si es así, conozco un modo de tratar a quienes vuelven la casaca!

Desenvaina la espada y la apunta a la garganta del burgomaestre.

Los luteranos reaccionan, pero basta una señal de Von Merfeld para que los caballeros se pongan en pie: veinte caballeros armados hasta los dientes y adiestrados para combatir contra una docena de burgueses atemorizados. En un choque directo no lo contarían.

Von Merfeld me dirige una sonrisa burlona de triunfo.

Un horrible alarido la apaga, como el chillido de un ave rapaz, desde la pared del fondo del cementerio; un grito que hiela la sangre y que eriza la piel de los brazos sube por el espinazo como una araña:

—¡Detente, cerdo!

Unas largas sombras de espectros avanzan por entre las tumbas, el ejército de los muertos que se despiertan. Alguien se deja caer de rodillas para rezar.

—¡Te hablo a ti, cerdo!

Macabro a través del campamento, surge de la noche, a la luz de las antorchas, el ejército de las sombras, treinta fantasmas apuntando con ballestas y arcabuces, con su capitán a la cabeza. Este se acerca, dos pistolas más grandes que él, las alas del ángel de la muerte:

—Von Büren, hijo de la gran puta. —Se para, escupe al suelo y bisbisea—: He venido para devorarte el corazón.

El caballero palidece, la espada vacila.

El ángel de las tinieblas Redeker avanza hasta escasos pasos de nosotros:

—¿Todo bien, Gert?

—Justo a tiempo. La situación puede decirse que se ha invertido, ahora os toca a vosotros decidir, señores. O resolvemos enseguida nuestras cuentas en el campo de batalla, o volvéis a montar a caballo y os vais por donde habéis venido.

Los bigotes permanecen atentos, Von Büren ha dado ya su voto bajando la espada, Judefeldt puede respirar por fin.

Somos el doble que ellos y encima más resueltos. No tenemos nada que perder, y Von Merfeld lo sabe.

Un chasquido y una imprecación en voz baja, una última mirada de desprecio al burgomaestre, se da media vuelta y se reúne con sus hombres con gran tintineo de espuelas.

Redeker apoya el cañón en el pecho de Von Büren, que cierra los ojos y espera petrificado el disparo. Una mano experta le desata la bolsa del cinturón:

—Lárgate, bastardo. Vuelve a lamerle el culo a tu obispo.

El sol asoma opaco por detrás de San Lamberto, mientras regresamos a la plaza del Mercado. Los caballeros están abandonando la ciudad escoltados por los hombres de Redeker y por los luteranos al mismo tiempo: alguno jura haber visto a Von Büren llorar de rabia mientras cruzaba la puerta de la ciudad.

Las señoras de Judefeldt y de Wördemann se han reunido con sus maridos y Knipperdolling camina a nuestro lado junto con el consejero Palken y su hijo, un hilo de voz ronca, un ojo morado, pero de muy buen humor, como si paseara despreocupado en busca de una taberna.

En el campamento somos recibidos por un grito de exultación, los arcabuces disparan al aire, un bosque de manos se alza por encima de las cabezas, las mujeres nos besan, veo a gente que se desviste, Jan de Leiden es llevado en triunfo por un grupo de muchachas como si la sola fuerza de sus palabras hubiera sido capaz de derrotar al infortunio. La gente derriba las barricadas y se desparrama por las calles, esas mismas calles que durante una noche entera se han visto recorridas por la más grande amenaza. Las ventanas se abren, mujeres, niños y ancianos bajan a la calle, a pesar del intenso frío, a pesar de que el amanecer comienza apenas a disipar las tinieblas.

Knipperdolling pone cerveza para todos.

Rothmann viene a mi encuentro satisfecho, con cara de cansado pero sonriente:

—Nos hemos salido con la nuestra. Te había dicho que el Señor nos protegería.

—Sí, el Señor y los arcabuces —sonrío yo—. ¿Y ahora?

—¿Cómo?

—Y ahora ¿qué hacemos?

La respuesta en la voz de Gresbeck, ennegrecido por el humo de las antorchas, arrugado y sucio, la cicatriz blanca en una ceja parece haberse agigantado en medio de aquel rostro oscuro.

—Ahora démonos un respiro, capitán Gert del Pozo.

Me sonríe, le estrecho la mano al tiempo que le doy las gracias.

Knipperdolling está escuchando el parte de una de las rondas, con aire de preocupación, se inclina hacia nosotros:

—Gert, la que nos faltaba…

—¿Qué coño ha sucedido ahora?

—Von Waldeck ha lanzado contra nosotros a los campesinos de sus tierras. Vienen hacia aquí, tres mil, dicen; quieren arreglar las cosas en la ciudad de una vez por todas.