Capítulo 24
Münster, 13 de enero de 1534

El nombre latino, Monasterium, hace pensar en un lugar de paz y retiro del mundo.

Münster, por el contrario, pide ser marcada a fuego.

Nueve puertas para entrar. En cada una de ellas tres cañones: paredes gruesas, pasos estrechos.

Cuatro torreones bajos y macizos sobresalen hacia los cuatro puntos cardinales para ceñir a modo de avanzadilla la ciudad.

Unas murallas que pueden ser recorridas por tres hombres uno al lado del otro la ciñen enteramente.

El agua del foso es el curso desviado del río Aa que divide en dos la ciudad.

El foso es doble, agua negra delante del primer cerco de muralla y agua negra detrás, salvada por unos puentecillos que dan acceso al segundo cerco, este más bajo, caracterizado por unas torres chatas.

Inexpugnable.

—Hermanos y hermanas, los caminantes que esperábamos han llegado. Enoc y Elias atraviesan el mundo y llegan a Münster con el fin de anunciar que la hora es inminente, que los ricos tienen los días contados, y el poder del obispo será abolido para siempre. Hoy sabemos con certeza que lo que nos espera es la libertad y la justicia. Justicia para nosotros, hermanos y hermanas, justicia para quien es tenido en la servidumbre, obligado a trabajar por un salario de hambre, para quien tiene fe y ve la casa del Señor mancillada de imágenes, y los niños lavados con el agua bendita, como si fueran perros bajo una fuente.

»Ayer mismo le pregunté a un párvulo de cinco años quién era Jesús. ¿Sabéis qué me respondió? Una estatua. Eso fue lo que dijo: una estatua. ¡Para su mente infantil Cristo no es más que el ídolo ante el cual sus padres lo obligan a decir las oraciones antes de irse a la cama! ¡Para los papistas esta es la fe! ¡Primero aprender a venerar y obedecer, luego a comprender y creer! ¡Qué clase de fe puede ser esta, y qué inútil suplicio para los niños! Pero ellos quieren bautizarlos, sí, hermanos, porque temen que sin el bautismo el Espíritu Santo no descienda sobre ellos. De este modo el acto de fe se convierte en algo secundario: las conciencias son lavadas con agua bendita antes de que se pueda cometer ningún pecado. Y así su bautismo sirve para encubrir sus actos nefandos más innombrables: el lucrarse con el trabajo del prójimo, el acumular posesiones, la propiedad de las tierras que vosotros cultiváis, de los telares que vosotros hacéis funcionar. Los viejos creyentes no quieren permitirle a nadie que elija la vida que desea llevar, quieren que vosotros trabajéis para ellos y estéis contentos con la fe que os inculcan los doctores. ¡La suya es una fe de condena, es la fe divulgada por el Anticristo! ¡Pero nosotros lo que queremos, hermanos, es la Redención! ¡Nosotros queremos libertad y justicia para todos! ¡Nosotros queremos leer libremente la palabra del Señor, así como también elegir libremente quién debe hablarnos desde el púlpito y quién representarnos en el Consejo! ¿Quién decidía, en efecto, sobre el destino de la ciudad antes de que lo echáramos a patadas? El obispo. ¿Y quién decide ahora? ¡Los ricos, los notables burgueses, ilustres admiradores de Lutero únicamente porque su doctrina les permite oponer resistencia al obispo! Y vosotros, hermanos y hermanas, vosotros que dais vida a esta ciudad, no podéis tomar parte en sus decisiones. Vosotros tenéis que obedecer nada más, tal como grita el mismo Lutero desde su madriguera principesca. Los viejos creyentes vienen a decirnos que los buenos cristianos no pueden ocuparse del mundo, que deben cultivar su fe en privado, seguir sufriendo en silencio los atropellos, porque todos somos pecadores condenados a expiar.

»Pero he aquí a los mensajeros de la esperanza, he aquí que vienen a anunciarnos el final del viejo cielo y de la vieja tierra, a fin de que nosotros aspiremos a otros. Estos dos hombres han recogido nuestro grito de indignación y han venido a dar testimonio, como Enoc y Elias, a decirnos que no estamos solos, que ha llegado la hora. Los poderosos de la tierra serán destronados, caerán sus sitiales, por la mano del Señor. Cristo no viene a traer la paz, sino la espada. Las puertas están abiertas ahora para aquellos que sean capaces de atreverse. ¡Si creen que nos aplastarán de un sablazo, con la espada pararemos ese golpe para devolverles ciento por uno!

Bernhard Rothmann. Tengo delante de mí el valor, la rabia, los cojones, la fuerza inmensa de una fe que no encontraba desde hacía mucho tiempo. Magister, si estuvieras aquí ahora, si la cosa hubiera acabado de distinto modo, tal vez tendrías la sensación de que no todo se perdió, de que algo, arrastrándose y resurgiendo de las cenizas, ha sobrevivido y sirve de abono a una nueva tierra. ¿Cien, doscientos? No me acuerdo ya de cómo se cuentan las multitudes, tal como tú me habías enseñado; lo he olvidado. He olvidado la fuerza, Magister, y tú no puedes enseñarme nada. Soy otro, quizá un hijo de puta, desilusionado y rabioso, y sin embargo por primera vez, después de tantos años, estoy en el lugar adecuado. Había que llegar a esto, a nada más, a esta verdad: no hay fe sin conflicto. Así ha sido siempre y, aunque se me da una higa mi fe, hoy vuelve a arder algo que había perdido en la llanura de mayo. Y es la certidumbre que me habías dado: nunca liberaremos nuestros espíritus sin antes liberar nuestros cuerpos. Y si no lo logramos, no sabremos qué hacer de estos cuerpos: son tiempos en los que la miseria y la horca no son cosas tan distintas. Y entonces vale de nuevo la pena sacudirse el yugo y aceptar cuanto el destino nos tenga reservado al final. Lucharemos una vez más. De nuevo. O moriremos en el intento.

Ahora es el turno de Jan de Leiden, ya listo, decidido, una platea toda para él. La mirada se desliza en el vacío sobre las cabezas, no cometas un error, Jan, es tu oportunidad: pose de actor, como de costumbre excesiva, ridícula, vomita palabras absurdas que van cobrando sentido poco a poco en la mente, y hallan una secuencia especial, dan en el blanco. Deben de ser los movimientos, los gestos, los ojos, que pone en blanco e instantes después, hechizadores, debe de ser la belleza, la juventud, no sé qué. Solo sé que funciona.

—Jan anda por estos caminos, sin ninguna meta, igual que un náufrago a la deriva, y busca una señal, un indicio, que le permita comprender si encontrará lo que anda buscando. —El tono sube rápidamente—: ¡Pobre estúpido, hijo de perra de Leiden! La señal no está en torno a ti, no está en las paredes, ni en los adobes, ni en el encalado, ni en los adoquines, no, no encontrarás lo que andas buscando. La señal es la búsqueda misma, la señal no eres sino tú que andas por el fango de los caminos. Sois vosotros. Nosotros que andamos buscando: nosotros que somos el presente, el aquí y el ahora. Los viejos están parados, son cosa del pasado. Viejos creyentes ya muertos. El ladrillo de la catedral nada dice. En cambio, vuestras miradas dicen que Dios está aquí, que Dios está aquí ahora, su espíritu está entre nosotros, en esta juventud, en estos brazos, estos músculos, piernas, pechos, ojos. Algo inmenso se proyecta en el umbral de la vida, sucia, maldita, insulsa vida de mierda que creías que no era más que una ventosidad silenciosa en los designios divinos. ¡Y en cambio no! Dios hará de ti un soldado. Escúchalo: Él te llama a una empresa. Escúchalo, escúchalo en tu interior. Sí, yo lo oigo llamarte por tu propio nombre, para la batalla final. ¡Jan, escucha, maldito gusarapo! —Los ojos se fruncen de improviso, dos rendijas azules, vuelan a ras de las cabezas, planean, luego se alzan nuevamente, en medio de un silbido—: Sí, tú, bufoncharlatanputañero, porque de esto es de lo que estamos hablando, ¡qué te creías! ¿Acaso pensabas luchar por un pedazo de papel manchado de tus libertades cívicas? ¡Al infierno con ellas! Dios está hablándote de algo muy distinto: no de Münster, no, no de estas casas, ni de estas piedras, ni de estas calles, ni tampoco de todo esto tal como es ahora. Sino que está hablando de aquello en lo que se ha de convertir. ¡De vosotros y de mí en la Ciudad, hermanos! Dios no pide luchar por un tratado, ni por una paz justa: sino combatir por la Nueva Jerusalén. ¡Un cielo y una tierra nuevos! ¡Un mundo, nuestro nuevo mundo a este lado del océano! —Pánico y de nuevo estupor en las miradas—. Esta es la promesa que pregonan los charlatanes, los irresolutos, los ineptos, la chusma sorda a la llamada. Que se rajen ahora y se dirijan al cementerio de la vieja fe. Nosotros edificaremos la pirámide de fuego, fundaremos la Nueva Jerusalén. ¿Por nuestra propia cuenta?, te estarás preguntando. ¡No, Jan, hijo de perra! Te crees tú ahora que estas sucias y callosas manos que nunca han sabido construir nada más que castillos de mierda van a ser capaces de amasar jamás la argamasa celestial. ¡Pues te equivocas, mentecato bufón! La promesa es clara: Yo os mandaré a un profeta, que os guiará en la batalla y reunirá vuestras fuerzas para escupírselas a la cara a mis enemigos. ¡Escuchad! Allanad el camino al profeta, que ha enviado en el día de hoy a dos de sus emisarios, Jan de Leiden y Gert del Pozo, para hacer prender la chispa. Cuando llegue el profeta, no estaremos ya solos y Münster será un gran fuego, una gigantesca pirámide de fuego que se alza contra el cielo, abre un boquete entre las nubes y levanta una escalera hacia el reino. Ya sé que su simple nombre hiela la sangre de los poderosos, de los ricos y de los impíos, que corren a esconderse bajo sus colchas de brocado, tan pronto como lo oyen resonar entre las filas de los miserables, publican edictos, dan recompensas, estúpidos gigantes de pies de barro, ignorantes de que Él está en todas partes, que sus apóstoles han llegado a las ciudades, a los pueblos, llevando el anuncio del fin de los tiempos. ¡Y este hombre es Jan Matthys, hermanos! ¡Él es el verdadero Enoc, aquel que llegará al final de los tiempos para inaugurar la ciudad celestial! ¡Después de nosotros, Matthys el Grande!

Mudos, incómodos, callados. La ansiedad se ha extendido entre las filas mientras Jan hablaba, un malestar perturbador, que impulsa a la gente a mirarse unos a otros a la cara como buscando reconocerse y convencerse de que siguen siendo los mismos. Burgueses, obreros, artesanos, madres, caras toscas, manos fuertes. Jóvenes todos ellos, porque la miseria no da tiempo a envejecer. ¿Realmente he venido a decir que existe todavía en alguna parte la esperanza de la liberación y del Reino? La belleza madura de Rothmann, su predicador, y los veinticinco años de Beuckelssen les susurran al oído que es posible.

Un hombre corpulento, panza ahíta de cerveza y poderosos hombros, abraza a Jan de Leiden besándolo en la barba. La delgadez de Rothmann y su persuasiva voz aliadas con la mole del oso representante de las guildas artesanales de Münster: Berndt Knipperdolling, curtidor y sastre. Se sube a la mesa que nos sostiene con un preocupante crujir:

—Demos la bienvenida a los apóstoles del Gran Matthys de parte de toda la comunidad de los hermanos de Münster. Todos los aquí presentes contaréis esta jornada a vuestros nietos, porque este es el principio de todo. Dios ha puesto su mirada sobre nuestra ciudad de Münster y ha decidido que es aquí donde todo dará comienzo. Nosotros hemos iniciado la lucha y nosotros la llevaremos a cabo. Y estad seguros de que no va a ser fácil: tendremos que resistir al obispo, arrebatar el poder de las manos de los notables, y ello con grandes sudores y tal vez no sin derramamiento de nuestra propia sangre en esta empresa. Pero el momento ha llegado y no va a ser posible postergarlo por mucho tiempo. Por esto os digo que quien no se vea con fuerzas, que nos abandone ahora y que se vaya al infierno. Amén.

Un solo clamor de puños alzados, de aplausos y de enseres de trabajo que entrechocan.

—Tu nombre viaja en las alas del viento: Bernhard Rothmann, el predicador de los oprimidos.

Ríe, persuasivo, sincero, con una manera de mover las manos y el cuerpo que se gana nuestra simpatía. No sabría decir si es una actitud estudiada o natural, pero he sido ya informado de los rumores que circulan a propósito del irresistible ascendiente de Rothmann sobre las señoras de Münster. La gente dice que más de un marido quisiera verlo colgado de una horca, y no precisamente por cuestiones de fe. Parece que las mujeres encuentran irresistibles sus sermones y se entretienen largo rato, tras las funciones, discutiendo en privado con el predicador. Por lo demás, no es presencia física lo que le falta, pues no aparenta en absoluto sus cuarenta años.

—El nombre de Matthys se ha abierto igualmente camino, tal vez incluso más. Lo esperamos con verdadera ansiedad.

—No tardará en llegar. Para todos nosotros es importante que os conozcáis.

Asiente, mientras me ofrece de beber:

—Es mucho lo que hay que hacer. Como has podido ver, somos un grupo sólido, pero todavía pocos. Vamos a tener que llevarnos el gato al agua poco a poco, día tras día.

—Hum. ¿Os habéis contado?

Me ofrece una vieja silla carcomida, único mueble del aposento en el que se aloja, aparte del camastro de mimbre.

—Es difícil calcular las fuerzas reales con que podemos contar. La situación es incierta. El obispo Von Waldeck puso pies en polvorosa tan pronto como las cosas en la ciudad comenzaron a inclinarse del lado protestante y ahora está a pocas leguas de aquí confabulando con sus feudatarios. Los católicos están escondidos y cagados de miedo en espera de que el muy cerdo regrese, posiblemente armado, y nos borre del mapa a nosotros los baptistas y a todos los luteranos.

—¿Y por qué no lo hace?

—Porque sabe que si lo hiciera despertaría el espíritu municipal de Münster y contribuiría a coligar a todos contra él. La ciudad no quiere volver a ser una posesión personal suya. —Una sonrisa—. Algo bueno hemos hecho por ellos, no pueden dejar de reconocerlo. Von Waldeck es listo, amigo mío, muy listo. No hay que cometer el error de infravalorarlo o pensar que está fuera de juego. Sigue siendo nuestro mayor enemigo.

Comienzo a comprender:

—¿Y dentro de la ciudad?

Se enciende:

—Los luteranos y los católicos hacen piña para obstaculizar nuestro éxito entre el pueblo, los obreros y los artesanos de Knipperdolling. Casi todos los grandes mercaderes que votan para el Consejo son luteranos, y han elegido a dos burgomaestres de los suyos: Judefeldt y Tilbeck. Judefeldt es alguien de quien uno no puede fiarse y está tan acojonado que teme al obispo como si fuera el mismísimo diablo. Tilbeck parece dispensarnos un trato de favor, haría cualquier cosa con tal de no dejar entrar en la ciudad a los episcopales, pero tampoco de él puede fiarse uno demasiado. El pueblo llano se inclina de nuestro lado, cosa que los espanta, pues tienen miedo de verse apartados del poder. Y bien que hacen en tenerlo. Pero a su vez no se fían de los católicos, porque temen que estos entreguen la ciudad al obispo. —Se encoge de hombros—. Como puedes ver, la situación es todo menos clara. Hemos de actuar en dos frentes: el obispo allí fuera, con sus espías en la ciudad y los luteranos en el interior, adversarios suyos pero no ciertamente amigos nuestros. Hasta ahora hemos conseguido vencerlos cada vez que han tratado de expulsarnos. La población nos ha defendido, ella es nuestra fuerza.

—El pueblo, sí. Tus palabras de hoy me han recordado a un hombre al que conocí hace años, cuando tenía más o menos la edad de Jan. Luché por esas palabras. Y te confieso que no creía que fuera a hacerlo de nuevo.

—¿Quiere ser un cumplido?

—Creo que sí. Pero quiero que sepas que entonces lo perdí todo.

Una mirada comprensiva:

—Comprendo. ¿Tienes miedo? ¿Teme el apóstol del Gran Matthys ser derrotado por segunda vez?

—No, no es eso. Lo único que quería decir es que debes andarte con cuidado, ser prudente.

Se pasa una mano por entre los cabellos y alisa las arrugas de la ropa. Una pobre tela llevada con increíble elegancia:

—Lo sé. Pero ahora cuento con unos excelentes aliados a mi lado. —Siempre consigue lisonjearte—. Jan de Leiden ha hablado con fuego en las venas.

Me carcajeo:

—Jan es un loco, un redomado majadero, un gran actor y un putañero de éxito. Pero sabe salirse con la suya, por supuesto. Es importante tenerlo con nosotros, lo he visto actuar: cuando quiere es una verdadera máquina de guerra.

Esta vez nos reímos juntos.