Me pongo en pie de un salto por el retumbo lejano, los cañones en los oídos, unos ojos desorbitados, de nuevo hombres que huyen por la llanura.
No. Solo es el trueno que nos persigue por el camino desde hace días. Otros tiempos, otra mirada. La paja, apestosa y cálida: tibieza animal de vacas y hombres que me retrotrae a esto. Y un súbito frío me saca del sueño, a escasa distancia del aliento del buey. Un ojo redondo y enorme me observa: el cotidiano rumiar se ha reanudado ya.
En la ventana, una luz extrañísima, de un color de hierro, en un cielo bajo, cargado de nubes e intenso frío que aguardan a los impávidos, de camino hacia la ciudad.
He aquí el segundo, y de nuevo un estremecimiento de la memoria: las inquietas bestias saben más sobre lo que fuera nos espera. Rechazo las imágenes del pasado.
El tercer trueno es un relampagueo que quiebra el horizonte. Se acerca quedamente, con los gorriones que trinan como locos de hambre y de frustración por no poder volar. Nos aplastará, un negro absoluto cubre el cielo entero.
Y quién sabe si el fin no es precisamente así: el torbellino o el diluvio, en vez del terremoto de espingardas. No creo que consiga salir vivo de nuevo, una segunda vez.
En cualquier caso, no son cosas que preguntarse al amanecer, con el estómago vacío desde hace dos días y todas estas leguas en las piernas.
He aquí el cuarto, mucho más cerca. Lo tenemos casi encima de nosotros. Un estallido que sacude la tierra, y el imprevisto chaparrón, que rebota en las hojas y cae tejado abajo.
Lo observo en la calle, convertida ya en un barrizal, que se pierde tras la colina baja: solo dos locos viajarían con este tiempecito.
Dos como nosotros.
Lo oigo refunfuñar en la sombra del establo, lanzar juramentos en voz baja.
El horizonte está totalmente tapado: la ciudad podría no existir ya.
—Oh, Jan… ¿no has pensado nunca que el Día del Juicio podría ser así? Ven a ver, el paisaje está irreconocible. Parece increíble que tierra y cielo puedan volver a ser los de antes…
Crujido de heno aplastado, el equilibrio aún incierto: mira de reojo afuera, entornando los ojos.
—Pero qué bobadas dices… Pero si no es más que el invierno.
—¡Ahí está! ¡Allí abajo!
Un perfil grisáceo, difuminado por el diluvio, apenas se deja entrever.
—¿Estás seguro?
—Lo es.
—¿Cómo puedes saberlo? Hemos perdido el camino.
—Te digo que lo es. Yo he estado ya.
Casi echamos a correr.
Aparecemos en la ladera de la colina y está allí, a solo un par de leguas, pero las nubes la perdonan. En la ciudad no llueve: el cielo muestra unos claros sobre los campanarios, y una columna de luz desciende ciñendo las murallas.
Así, solo así he imaginado siempre la ciudad celestial…
—Te digo yo que este día lo recordaremos, hermano, lo recordaremos como el principio.
Tiene los ojos iluminados, el agua chorrea por su barba y por los bordes de la capucha:
—Es cierto. Recordaremos el día en que los apóstoles del gran Matthys consiguieron traer la esperanza. Esto no es más que el comienzo.
Noto que está a punto de estallar, celoso apóstol ansioso, rufián, dominado por el éxtasis de encontrarse aquí.
Hace un ademán caballeresco para cederme el paso, pero está sinceramente excitado:
—Bienvenido a la Nueva Jerusalén, hermano Gert.
Los ojos me ríen:
—Bienvenido seas tú, Jan de Leiden, y procura no quedarte atrás.
Nos lanzamos colina abajo, resbalando por la mojada hierba, volviendo a levantarnos y riendo como borrachos.