Carta enviada a Roma desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 10 de enero de 1534.
Al muy honorable y reverendísimo señor mío Giovanni Pietro Carafa.
Ilustrísimo señor:
En el día de hoy ha llegado la misiva de V. S. que esperaba cuanto antes. Es inútil, en efecto, negar que el tiempo es un factor esencial en esta grave situación y el nihil obstat de V. S. no es para mí motivo de menor preocupación y solicitud, puesto que lo que sea menester intentar precisará de toda la protección providencial del Altísimo para llegar a buen puerto.
Permitidme, pues, que exponga a Vuestra Señoría lo que creo que es necesario emprender en breve contra la peste anabaptista.
En primer lugar, mi señor, el estado de los hechos es el siguiente: el anabaptismo se extiende solapadamente; no tiene un único cabecilla, al que sea posible cortar el cuello para no pensar más en ello; no tiene un ejército al que derrotar en una batalla; no tiene fronteras propiamente dichas, se propaga ahora aquí, ahora allá, tal como hace la peste negra cuando, saltando de una región a otra, siega las vidas de sus víctimas sin la menor distinción ni de lengua ni de estado, aprovechando el vehículo de los humores corporales, del aliento, del simple borde de un vestido; de los anabaptistas sabemos que prefieren la clase de los trabajadores manuales, pero puede decirse que estos se encuentran por doquier y que por lo tanto no hay frontera que pueda estar segura; ninguna milicia ni ejército, en efecto, consigue impedir el avance de este ejército invisible.
Así pues, ¿cómo conseguir detener el peligro que amenaza a toda la cristiandad?
Cuántas veces, señor mío munificentísimo, me he planteado esta pregunta en las últimas semanas… Tanto me he estrujado el cerebro que he llegado poco menos que al convencimiento de que en la presente coyuntura el siervo de V. S. no podría serle de ninguna ayuda a su señor.
Quiera Dios que me equivoque y que lo que me dispongo a proponer encuentre buena acogida en Vos.
Pues bien, creo que la solución nos es sugerida por los mismos apestados; los mismos anabaptistas nos indican el mejor modo de atacarlos con eficacia.
Si, en efecto, mi señor vuelve con la memoria a los asuntos que tuvo que desbrozar hace diez años, en la época de la guerra del Campesinado, valiéndose de este modesto siervo, recordará que para cercar al fanático Thomas Müntzer resultó útil entrar en familiaridad con él, fingir estar de su lado, para que pudiera obstaculizar más fácilmente a Lutero, en primer lugar, tal como era propio de su naturaleza, y hundirse en el infierno, posteriormente, cuando ya se corría el riesgo de que pusiera el mundo patas arriba además de prestar una ayuda involuntaria al Emperador en su lucha contra los príncipes germanos.
Por más que esté convencido de que el recuerdo de aquellos momentos será muy vívido en V. S., permitid a este siervo recordar que Thomas Müntzer era un hombre pérfido, guiado por Satanás, pero también inteligente y taimado, dotado de ascendiente sobre el vulgo y de facultades oratorias.
¿Qué son nuestros anabaptistas sino otros tantos Müntzer, solo que a pequeño tamaño?
También entre ellos parece haber personalidades más fuertes, guías espirituales, como es el caso del tal Bernhard Rothmann, pero también de otros, cuyos nombres tal vez no digan nada a V. S., pero que corren a lo largo y a lo ancho de estas tierras: los de Melchior Hofmann y Jan Matthys principalmente.
Así pues, mi consejo es que ante todo es menester neutralizar su aparente ubicuidad. Es decir, es menester reunir a todos sus cabecillas, a todos los Müntzer, a los acuñadores, a los apestados, en un único lugar, todas las manzanas podridas en un solo cesto.
Pero en esto hay que observar que la suerte está a nuestro favor, pues, tal como V. S. pudo enterarse por mi anterior misiva, convergen en la ciudad de Münster no solo la atención de todos los anabaptistas, sino también una multitud de personas, familias enteras, que con armas y enseres se trasladan allí desde Holanda y el Imperio. Münster se ha convertido en la Tierra Prometida de los herejes más impenitentes.
Pues bien, creo que alguien podría unirse a dicha corriente y entrar en la ciudad. Dicha persona debería ganarse a continuación la confianza de los cabecillas de la secta, fingir amistad para conseguir influir en su actuación sin hacerse notar en exceso, favorecer la afluencia del mayor número de anabaptistas posible.
Una vez reunidas las manzanas podridas, la perspectiva de poder barrer a los elementos más peligrosos de un solo plumazo bastará de por sí para ganarse el apoyo del landgrave Felipe y del obispo Von Waldeck, protestantes y católicos, contra los más peligrosos instigadores.
Ahora bien, dado que la puesta en práctica de un plan semejante no puede implicar más que a una sola persona, o sea, a aquel que se dirija hasta allí, considero natural que el que proponga la acción sea en este caso también el que la ejecute. He aquí por qué he partido camino de Münster, con el propósito de retirar una considerable suma en la filial de los Fugger de Colonia y llevarla en dote a los ignorantes esposos anabaptistas.
Puesto que me dispongo a actuar en la clandestinidad sería importante poder contar con una recomendación de Vuestra Señoría ante el obispo Von Waldeck, y que este fuera informado de mi presencia en Münster y del hecho de que me pondré en contacto con él cuanto antes a fin de planificar lo que sea conveniente hacer.
Una vez que llegue a destino, me apresuraré a dar noticias más detalladas sobre cuanto allí acontece. Por ahora no me queda sino encomendarme a la voluntad de Dios y a su protección, en la seguridad de que V. S. querrá mencionar a este humilde servidor en sus preces.
Beso las manos de Vuestra Señoría.
De Estrasburgo, el día 10 de enero del año 1534,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.