Carta enviada a Roma desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 20 de junio de 1532.
Al muy honorable y señor mío Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Señor mío munificentísimo:
La noticia de la creación de la tan anhelada alianza entre Francisco I y la Liga de Smalkalda me llena de esperanza. Los príncipes protestantes y el católico rey de Francia unen sus fuerzas para poner coto al poder del Emperador. No cabe duda de que la guerra pronto se reanudará, sobre todo si los rumores que han llegado hasta mí por conductos muy reservados a propósito de unas negociaciones secretas entre Francisco y el turco Solimán se ven confirmados en los próximos meses. Pero seguramente V. S. está mejor informada que este humilde servidor, que escruta de soslayo, desde este ángulo del mundo en el que vuestra generosidad ha permitido que desarrolle su modesta tarea.
Y sin embargo, tal como justamente observa mi señor, los tiempos nos exigen una vigilancia constante y diligente, a fin de no verse arrasados, añadiría yo, por un incendio que incuba bajo las cenizas y se prepara para estallar con fuerza inaudita. Me refiero nuevamente a la peste anabaptista, que tantas víctimas sigue cobrándose en los Países Bajos y en las ciudades limítrofes. De Holanda llegan mercaderes contando que existen ya nutridas comunidades de anabaptistas en Emden, Groninga, Leeuwarden y hasta en el mismísimo Amsterdam. El movimiento ve engrosar sus filas cada día que pasa y se extiende como una mancha de tinta por todo el mapa de Europa. Y ello precisamente cuando el Cristianísimo rey de Francia está a punto de tener éxito en su intento de reunir en una salvadora, aunque extraña, alianza a todas las fuerzas contrarias a Carlos y a su ilimitado poder.
Como Vuestra Señoría sabe perfectamente, la provincia imperial de los Países Bajos no es un principado, sino una confederación de ciudades, ligadas entre sí por un intenso tráfico comercial. Estas se consideran libres e independientes, hasta el punto de ser capaces de enfrentarse al emperador Carlos con coraje y tesón. Carlos V es allí el representante de la catolicidad y no es difícil leer en la aversión de dichas poblaciones por la Iglesia de Roma el odio antiguo que alimentan por las miras del Emperador.
En los actuales momentos este último se halla empeñado en organizar la resistencia contra el Turco y poner freno a las maniobras diplomáticas del rey de Francia. No puede, por consiguiente, prestar mucha atención a los Países Bajos.
A esto se añade el penoso estado en que se halla la Iglesia en aquellas tierras: Simonía y Lucro reinan indiscutidas en conventos y obispados, provocando el descontento y la ira de la población y empujándola a abandonar la Iglesia y a buscar otra en las promesas de estos predicadores ambulantes.
Y así, la herejía, aprovechándose del descontento general, consigue encontrar nuevos canales de difusión.
La opinión del siervo de Vuestra Señoría es que el peligro representado por los anabaptistas es más serio de lo que a primera vista pudiera parecer: si consiguieran ganarse las simpatías del campo y de las ciudades mercantiles de Holanda, sus ideas heréticas no habría ya quien las contuviera y se propagarían por medio de las naves holandesas por quién sabe cuáles y cuántos puertos, hasta amenazar la estabilidad conquistada por Lutero y por los suyos en la Europa del norte.
Y puesto que V. S. lisonjea a este su siervo con la petición de su parecer, permítaseme decir con toda franqueza que es mil veces preferible el advenimiento de la fe luterana que la difusión del anabaptismo. Los luteranos son gente con la que es posible establecer alianzas favorables a la Santa Sede, tal como demuestra la alianza entre el rey de Francia y los príncipes alemanes. Por el contrario, los anabaptistas son unos herejes indomables, refractarios a todo compromiso, desdeñosos de toda regla, sacramento y autoridad.
Pero no me atrevo a añadir más, dejando al buen sentido de mi señor toda valoración, impaciente por volver a servir a V. S. con estos humildes ojos y el poco de perspicacia que Dios ha querido concederme.
Sinceramente me encomiendo a la bondad de V. S.
De Estrasburgo, el día 20 de junio de 1532,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.