Capítulo 22
Amberes, 20 de mayo de 1538

—¿Un putañero? ¿El rey de Münster un rufián?

Por un instante, Eloi olvida la condescendencia a la que me tiene acostumbrado. Por primera vez no es capaz de creerme.

Lo tranquilizo:

—Si la leyenda lo ha pintado como a un rey terrible y sanguinario, has de saber que ello no corresponde más que a la verdad, pero ni antes ni después de nuestra entrada en Münster, Jan Beuckelssen de Leiden fue nunca nada distinto de lo que había sido siempre: un actor, un saltimbanqui, un rufián. Y naturalmente, un profeta. Esto hace más grotesco aún si cabe el epílogo de nuestra historia, pues el actor se olvidó de que estaba representando y confundió el argumento de la obra con la vida real. La farsa se convirtió en tragedia.

Eloi está incómodo, sonríe para vencer el asombro.

—La epopeya anabaptista y las leyendas de los enemigos han hecho de nosotros unos monstruos de astucia y perversión. Bien, en realidad los caballeros del Apocalipsis eran los siguientes: un panadero profeta, un poeta alcahuete y un marginado sin nombre, eterno fugitivo. El cuarto fue un verdadero poseso, Pieter de Houtzager, uno que había tratado de hacerse fraile pero que había sido rechazado por la violencia de sus palabras: abordaba a la gente por la calle, las visiones que evocaba estaban llenas de sangre y exterminio, única justicia del Señor.

»Luego la familia Boekbinder proporcionó a la cuadrilla de Matthys otro pariente, el joven Bartholomeus, que oficialmente resultaba ser mi primo y que se unió a nosotros en el otoño del treinta y tres, junto con los dos hermanos Kuyper: Wilhelm y Dietrich.

»Convencimos también a un hombre apacible y piadoso como era Obbe Philips y en Amsterdam Houtzager bautizó a otro adepto, Jacob Van Campen. Y así los discípulos del gran Matthys alcanzaron la considerable cifra de ocho. Reynier Van der Hulst y los tres hermanos Brundt, unos muchachos que olían aún a leche materna, pero con unas manos como palas, se enrolaron en el grupo de la región de Delft, en los últimos días de noviembre del treinta y tres. Casi sin darnos cuenta nos habíamos convertido en doce.

»Fue una señal más que suficiente para nuestro profeta. En sus ojos podía leerse que estaba planeando algo. Por lo demás, en torno a nosotros el mundo parecía verdaderamente a punto de estallar, nuestras palabras no dejaban de tener nunca el efecto apetecido. No éramos más que una pandilla de marginados, actores, locos, gente que había dejado su trabajo, su casa, su familia para entregarse a la predicación en nombre de Cristo. Una elección de vida llevada a cabo por las más diversas razones, por sentido de la justicia ante lo insoportable de la vida a la que uno estaba condenado, pero que llevaba a la misma conclusión, a un acto de voluntad que implicase a cuanta más gente mejor, que demostrase a los hombres que el mundo no podía durar así hasta el infinito y que muy pronto sería puesto patas arriba por el mismo Dios en persona. O por alguien en representación de Él, que era como decir, nosotros. He aquí por qué éramos los que podíamos de verdad hacer saltar todo por los aires.

—¿Obedecíais las órdenes de Matthys?

—Seguíamos sus intuiciones. Estábamos en perfecta sintonía y nuestro profeta, además, era todo menos un estúpido: sabía valorar a los hombres. Tenía en gran consideración mi opinión, me consultaba a menudo, mientras que prefería utilizar a Jan de Leiden como ariete: la actitud teatral de Jan se volvía útil. Y también su apostura no venía nada mal: aunque era jovencísimo, aparentaba ser ya un hombre maduro, atlético, rubio, con una sonrisa alucinada, que rompía los corazones de las jóvenes. Matthys había empezado a mandarle de un lado para otro allende las fronteras, por los territorios imperiales, para tantear el terreno, mientras que Houtzager seguía actuando en los arrabales de Amsterdam.

»A finales del treinta y tres Matthys nos dividió en parejas, precisamente como los apóstoles, y nos confió la tarea de anunciar al mundo en su nombre que el Día del Juicio Final era inminente, que el Señor causaría estragos entre los impíos y que solo unos pocos se salvarían. Seríamos sus abanderados, los mensajeros del único verdadero profeta. Tuvo palabras duras, aunque no ingratas, para el viejo Hofmann, encarcelado en Estrasburgo. Este había previsto el Juicio para el treinta y tres: el año estaba concluyendo y nada había acontecido aún. La autoridad de Hofmann estaba, de hecho, desprestigiada.

»No hizo ninguna mención a las armas. No sabría decir si habló alguna vez de ellas. No dijo nada respecto a la implicación de los apóstoles en la lucha del Señor y no sé si ya por aquel entonces meditaba acerca de esta solución. Por lo que veía estábamos todos desarmados. Todos excepto yo; había recortado la vieja espada que encontré en el establo de los Boekbinder y me quedó una daga corta, un arma más ágil y familiar, que podía llevar escondida bajo la capa y que me permitía viajar más tranquilo.

»Formé pareja con Jan de Leiden, por expreso deseo del mismo Matthys: mi determinación y su dominio de las tablas, una combinación perfecta. Eso no me desagradó en absoluto, pues Beuckelssen era un tipo con el que no me iba a aburrir nunca, imprevisible y con el punto justo de locura. Estaba seguro de que haríamos grandes cosas.

»Fue entonces cuando por primera vez oí hablar de Münster, la ciudad en la que los baptistas hacían oír su voz. Jan de Leiden había pasado por allí unas pocas semanas antes y había sacado una excelente impresión. El predicador local, Bernhard Rothmann, había estrechado amistad con algunos misioneros baptistas seguidores de Hofmann y cosechaba un gran éxito entre la ciudadanía, manteniendo a raya a papistas y luteranos al mismo tiempo. Münster fue incluida en el itinerario que íbamos a realizar.

—¿Fuisteis Beuckelssen y tú los primeros en llegar?

—No, a decir verdad, no. Una semana antes que nosotros habían llegado Bartholomeus Boekbinder y Wilhelm Kuyper. Ya se habían marchado, no sin antes haber rebautizado a más de mil personas. El entusiasmo en la ciudad estaba en su punto álgido, cosa que pudimos comprobar de forma impresionante a nuestra llegada.