Capítulo 28
Eltersdorf, febrero de 1527

Exactamente así. Fue de ese modo como dejamos Mühlhausen. Los recuerdos de esos últimos días son nítidos como el perfil de las colinas en este claro día. Cada palabra de Magister Thomas, cada frase de Ottilie salen de mi memoria como las notas de un reloj musical holandés, el peso del pasado tira de las cuerdas y hace girar el mecanismo. El ruido de las ruedas de los tres cañones a lo largo de la calle, el saludo de las mujeres en los campos, la excitada felicidad de Jacob y Mathias, que diríanse gorriones revoloteando alrededor de un carro de trigo, el encuentro con los hermanos de Frankenhausen, la primera noche pasada en la llanura, a escasa distancia de las murallas, en espera de partir contra los ejércitos del landgrave de Hesse, venidos para hacer justicia de la enésima ciudad sublevada.

Exactamente así. Elias, furibundo, repite que somos solo ocho mil, él que a simple vista sabe calcular el número de gente que compone las multitudes. El eco de sus insultos a los mineros de Mansfeld que no se han presentado, retenidos por la promesa de un aumento de su paga diaria. La noticia de que Fulda fue conquistada hace diez días, así como también Eisenach, Salza y Sonderhausen. Hemos quedado cortados, aislados. El landgrave Felipe se ha puesto en marcha apresuradamente y nos ha rodeado. No se tiene noticia de Denck, pero aunque hubiera encontrado hombres y armas, a estas horas se encontraría ya detrás de las líneas del príncipe.

—¡A mayor gloria de Dios, a mayor gloria suya!

Este fue el grito del Magister ante aquellas noticias. Quisiera repetir ahora esa incitación, aquí, en la era de la casa del párroco de Vogel, delante de ocho gallinas, aunque sé que daría exactamente lo mismo. Pero no tengo ya fuerzas más que para mascullarlo un poco entre dientes, en voz baja.

El mecanismo gira. Ottilie, que organiza la retaguardia en Frankenhausen: alojamientos, defensas, aprovisionamiento.

Continúa girando. Los rostros de muchos, con la precisión del retrato. Unos ojos azules y la nariz ganchuda de un herrero de Rottweil, un mentón carnoso y unos bigotes rubios y también una nariz chata y unas orejas de soplillo. Rostros y voces, uno tras otro. Hans Hut, que amontona los libros dentro de la carreta, el caballo listo para ser enganchado: un pequeño librero inadaptado a la batalla que quiere volver a su imprenta.

De golpe, un tirón, la cuerda se traba y las notas desentonan, chirrían, se funden en un único zumbido. Los colores se mezclan en la paleta de la memoria. El recuerdo muere y deja paso a un horror confuso.