Capítulo 27
Mühlhausen, 10 de mayo de 1525

La noticia de la marcha de Thomas Müntzer hacia Frankenhausen ha corrido por toda la ciudad en menos de media jornada. Por la mañana, recién despiertos tras una agitada noche, al asomarnos a la ventana encontramos la plaza de Nuestra Señora más bien llena ya de gente. De querer hacernos ilusiones, podríamos sacar la conclusión de que la buena conciencia de los habitantes de Mühlhausen ha terminado por imponerse al interés. Pero ahora conocemos ya cómo funcionan estas cosas: los discursos de Magister Thomas, los apruebes o no, son algo a lo que es difícil renunciar, en parte también por el hecho de que constituyen, durante muchos días, uno de los temas fundamentales de discusión en plazas y tiendas. Y está claro para todo el mundo, para cualquiera que lo conozca aunque no sea más que por su fama, que Thomas Müntzer no dejará la ciudad imperial sin dirigir un último, rabioso saludo a sus vecinos.

—¡Magister —grito para que me oiga en la estancia contigua—, están ya abajo!

Viene a donde yo me hallo y se asoma ligeramente al balcón, saludado por una ovación de la multitud.

—Dejemos que la plaza se llene, para que el Señor pueda elegir a su ejército.

Es su único comentario. Un ruido de excitación sube de la plaza de la iglesia. Cuatro golpes decididos en la puerta. Luego otros dos.

—¡Magister, Magister, abrid!

—¿Quiénes sois? —pregunto yo más bien sorprendido por el timbre agudo de las voces.

—Jacob y Matthias Ziegler, hijos de Georg. Tenemos que hablar con vosotros.

Abro con una sonrisa a los dos hijos del sastre Ziegler, nuestros fieles seguidores a pesar de la oposición de su padre, que hace un tiempo amenazó incluso al Magister y tuvo que desistir de sus intenciones beligerantes a sugerencia de Elias.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunto yo asombrado—. ¿No deberíais estar con vuestros padres en la tienda?

—No —responde Jacob, que es el mayor y tiene quince años—, a partir de hoy ya no.

—Nos vamos con vosotros —continúa entusiasmado el hermano, dos años más joven.

—Eh, despacito —replico—. ¿Que venís con nosotros, decís? ¿Acaso tenéis idea de lo que eso significa?

—¡Sí, los elegidos derrotarán a los príncipes! El Señor estará de nuestra parte.

El Magister sonríe:

—¿Lo ves? Todo va haciéndose realidad: Cristo pone al hijo contra el padre, y nos invita a volvernos como niños.

—Magister, no pueden luchar con nosotros.

No me dejan hablar:

—Lo hemos decidido así y no estamos dispuestos a cambiar de idea. Vendremos, en cualquier caso. Mantente firme, Magister, y sé rápido, no podemos quedarnos aquí.

Dicho esto, cierran la puerta tras de sí y se lanzan escaleras abajo.

Magister Thomas intuye el efecto que el breve encuentro ha producido sobre mí:

—No temas —me tranquiliza cogiéndome por los hombros—. ¡El Señor defenderá a su pueblo, ten fe en ello! Ahora ánimo, tenemos que irnos.

Voy a llamar a Ottilie y a Elias. Johannes Denck ya no está con nosotros; se fue ayer noche, camino de Eisenach, en busca de cañones, armas y municiones y se reunirá con nosotros por el camino.

Salimos por el pasaje que lleva directamente a la iglesia; Magister Thomas a la cabeza, nosotros detrás, en silencio. Cruzamos a paso lento las naves asaeteadas por los rayos del sol. Elias abre el pesado portón y nos encontramos, en penumbra aún, en las escalinatas de la catedral. Las miradas de la multitud están dirigidas todas hacia las ventanas de nuestra estancia. Thomas Müntzer avanza un poco, hasta el centro de la escalinata. Nadie advierte su presencia. Su primer grito colma la plaza, rebosante ya de por lo menos cuatro mil personas, y pronto se ve ahogado por una oleada de voces vibrantes.

—¡Pueblo de Mühlhausen, escucha, la batalla final está próxima! El señor pronto pondrá al impío en nuestras manos, tal como hizo con los madianitas y con su rey, derrotados por la espada de Gedeón, hijo de Joás. Igual que las gentes de Sucot, también vosotros, dudando del poder del Dios de Israel, rechazáis prestar ayuda a las filas de los elegidos, y reserváis los cañones y las armas para la defensa de vuestro privilegio. Gedeón derrotó a las tribus de Madián con trescientos hombres, de treinta mil que había convocado. Fue el Señor quien menguó sus filas, para que el pueblo no creyera que había triunfado merced a sus solas fuerzas. Todos aquellos que sentían temor fueron apartados. No de modo muy distinto a como ocurre hoy, la tropa de los elegidos se ve disminuida por el abandono de los ciudadanos de Mühlhausen. Yo digo que esto está bien; porque nadie podrá olvidar lo que el Señor ha hecho por su pueblo y, si necesario fuera, yo estaría dispuesto a marchar solo contra los mercenarios de los príncipes. Nada es imposible para aquellos que tienen fe. Pero a aquel que no la tiene, le será arrebatado hasta aquello que posee. Por eso escuchad, gentes de Mühlhausen: el Señor ha escogido a los suyos, los elegidos; quien no sienta su corazón henchido de coraje, de fe, que no ponga trabas a los designios de Dios: que se vaya, ahora, hacia su destino de perro. ¡Lejos! Que vuelva a su taller, que vuelva a su cama. Que se largue, que desaparezca para siempre.

La gente comienza a lanzar voces y gritos, a empujarse y a oscilar y se arman trifulcas un poco por todas partes entre quienes se consideran dignos y quienes quieren quedarse en su casa y tildan de loco a Magister Thomas, gritando a voz en cuello.

Al final se quedan unos trescientos, gente en su mayoría de fuera, vagabundos llegados a la ciudad para entregarse al saqueo de las iglesias, simples pobretones y gente de San Nicolás, que no abandonarían a Thomas Müntzer ni aunque el sol se volviera negro. El Magister, que no ha abierto más la boca, hace ademán de dirigirse a su pequeño ejército, cuando este se divide en dos, para franquear el paso a algunos milicianos que arrastran tres cañones.

—¿Y estos de dónde salen? —pregunta Elias en tono displicente.

—No nos son de ninguna utilidad —corta tajante la guardia—. Podéis quedároslos. Heinrich Pfeiffer dice que el Señor puede tener necesidad de ellos.

Menos de dos horas después la columna de los escogidos sale de la ciudad en silencio, por la puerta norte. Cierran la fila dos carros cargados de vituallas, los cañones, tirados por mulos. Un gusano horada el capullo que desde hace tiempo lo protegía y comienza a arrastrarse lentamente hacia una nueva vida, la nueva época, desconocida y rapaz, que la expectativa de convertirse en mariposa confiere fuerzas para superar.

Negro, con largas crines de reflejos plateados sobre dos tizones y los ollares dilatados, el animal que conduce a la espada de Gedeón a la batalla lanza espumarajos por la boca y piafa. De la silla cuelgan las alforjas repletas de misivas de los sublevados, que el Magister ha reunido en meses y meses de furibunda errancia: no las abandona jamás, pues contienen nombres, lugares y noticias que harían la alegría de cualquier esbirro de los príncipes.

Me doy la vuelta, detrás de los cañones arrastrados por los mulos, un manto de polvo vuelve opaca a Mühlhausen. Difusas las murallas, las torres se desvanecen cual una estampa disuelta por el agua, igual que mi alma embargada de una angustia como nunca había sentido. Ya nada detrás, dirijo la mirada al frente, de nuevo el Magister, orgulloso, frena al caballo, mira fijamente el horizonte, el arreglo de cuentas, el castigo de los impíos.

Me infunde fuerzas, ha llegado la hora, hay que ir.