Capítulo 4
19 de mayo de 1525

Cabalgo, con la divisa de la infamia encima.

Es la divisa la que ha de protegerme ahora. Probablemente no sea más que una astucia, he de acostumbrarme, probablemente. Máscara de mercenario de la infamia, cuando la infamia triunfa, nada más.

He de acostumbrarme. Nunca antes había matado.

Un ocaso más matizando campos y colinas de reflejos purpúreos, haciendo más vagos los perfiles, disolviendo las certezas si es que quedaba alguna.

Muchas leguas recorridas, siempre al sur, hacia Bibra, a caballo de una débil esperanza. Los campos atravesados mostraban las señales del paso de la horda asesina.

Igual que los restos de una calamidad de los elementos: terrenos que no volverán a ser fértiles; hierros y toda clase de despojos de la tropa inmunda; algunos cadáveres pudriéndose, esqueletos de desdichados caídos por el camino; pequeños grupos de mercenarios lanzados desde quién sabe qué carnicería hacia una nueva incursión.

Tan pronto como la oscuridad se traga el horizonte y las últimas sombras, prosigo a pie por la espesura. Descubro entre los árboles unos resplandores en la lejanía: acaso otros vivaques. Unos pocos pasos más y un sordo ruido sale a mi encuentro. Caballos, fragor de corazas, reflejos de antorchas sobre el metal. Mi animal piafa, he de refrenarlo mientras busco cobijo detrás de un tronco. Me quedo a la espera, acariciando el cuello del caballo para aliviar el miedo.

El rumor es un río en crecida. Avanza. Cascos y armas centelleantes. Una horda de fantasmas pasa rápida a pocos metros de mí.

Al fin el fragor se hace más débil, pero la noche no vuelve a callar.

La luz más allá del bosque se ha hecho más intensa. El aire está detenido, pero las copas de los árboles ondean: es el humo. Me acerco hasta sentir un chisporrotear de leña que arde. Los árboles se abren de pronto ante la destrucción absoluta.

La aldea está envuelta en llamas. El calor me golpea en la cara, llueven pequeñas pavesas y hollín. Una tufarada dulzona, olor a carne quemada, me revuelve el estómago.

Entonces los veo: cuerpos carbonizados, formas indistintas arrojadas a la hoguera, mientras el vómito sube a la garganta, corta la respiración.

Con las manos firmemente aferradas a la silla, llévame lejos, zambulléndome de cabeza en la noche, huye del horror y del inmundo triunfo del infierno.