De repente se acabaron las cabezas. Sólo quedaba el hielo, y el viento que se había llevado a nuestros dos compañeros. Seguimos moviéndonos, luchando contra él.
—¿Qué pasa, el Infierno se ha quedado sin pecados? —pregunté.
—Mira hacia abajo.
El Infierno no había agotado su provisión de pecadores. Estaban enterrados bajo el hielo, en posturas extrañas. Miré hacia abajo una sola vez, y aparté la vista.
Caminamos agazapados, rodeándonos el cuerpo con los brazos, aunque no servía de nada. El viento nos había quitado hasta el último ergio de energía.
Vi algo que se movía delante de nosotros, arriba.
A medida que nos fuimos acercando vi una masa sombría alrededor de la que parecía haber movimiento. ¿Pterodáctilos junto a una montaña? Un movimiento continuo, rítmico, como las alas de un pájaro enorme. Y, poco a poco, se fue haciendo más claro.
Era una forma humanoide, un torso peludo que mediría un kilómetro y medio de alto. Estábamos en el fondo de una hondonada, junto a su cintura, y cuando alzamos los ojos pudimos ver tres rostros inmensos cuyos rasgos casi se perdían en la lejanía. Cada rostro estaba flanqueado por unas alas de murciélago, y las ráfagas de viento llegaban ahora desde arriba, cayendo sobre nuestras cabezas.
La imagen no se parecía en nada a la del elegante caballero que se ofrece a comprarte el alma, o a la del héroe épico de Millón, orgulloso y dispuesto a no arrepentirse. No había forma de imaginarse a uno mismo jugando a los acertijos o al ajedrez con esta montaña horrenda, desgraciada y prisionera. La examiné, casi sin miedo.
Los tres pares de mandíbulas se movían con el mismo ritmo que las alas. Algo se agitaba junto a los labios…
—Benito, ¿qué está masticando?
—¿Estás seguro de querer saberlo?
—Olvídalo. ¿Por dónde está la salida? Eh… —Alargué la mano para detenerle pero ya era demasiado tarde. Benito iba en línea recta hacia Lucifer.
Se detuvo en el límite del hielo.
El hielo terminaba cerca de Lucifer. Aquella enorme cintura estaba rodeada por un precipicio circular que tendría noventa centímetros de ancho.
Y no tenía ombligo. Estaba tan cerca que no había forma de que se me pasara por alto. Habría sido lo bastante grande para esconder un navío de guerra.
—Tienes que bajar —dijo Benito.
Miré hacia el abismo.
—Después de ti.
Benito meneó la cabeza.
—No puedo marcharme. Hay otros a los que rescatar.
—No me iré sin ti.
—Antes siempre has sabido vencer tu miedo.
—No es sólo miedo. Has rescatado a siete de nosotros. Ha llegado el momento de rescatarte a ti mismo. Te lo has ganado. Si esto no lleva adonde crees, podemos ayudarnos el uno al otro para volver.
—¿Y qué harías si me marcho dejándote aquí?
Pensé en ello.
—No lo sé. Es la verdad… Pero creo que se trata de un problema moral. Tú eres mejor que yo…
Sonrió sardónicamente.
—¿Yo? ¿El dictador asesino que arrojaste al octavo abismo?
—Desde que llegaste al Infierno has cambiado mucho. No me has dado ningún consejo maligno. Supongo que eso es lo importante. Si tu estancia en el Infierno no te ha hecho cambiar, si no te has ganado el derecho a marcharte… Bueno, si no me lo he ganado no pienso marcharme. Si tú no puedes salir de aquí, yo tampoco puedo.
—Creo que puedo marcharme. Pero he decidido no hacerlo.
—Si puedes salir del Infierno, tendrás que demostrármelo.
Observó mi rostro… y me sonrió, una sonrisa radiante, llena de alegría. Se dio la vuelta, cruzó el abismo de una sola zancada y agarró dos mechones de áspero vello. Y una ola de sonido golpeó nuestras cabezas, un vendaval que contenía una voz casi subsónica.
—Carpentier.
Miré hacia arriba. El rostro central de Lucifer estaba vuelto hacia la curva de su pecho. Dos piernas humanas que no paraban de moverse asomaban igual que un horrendo cigarrillo de la esquina de su boca. Lucifer habló, y aquella profunda voz de bajo cayó sobre mí igual que una tempestad.
—¿Qué Le dirás a Dios cuando Le veas?
No respondí.
—¿Le dirás que podría aprender moral de Vlad el Empalador?
Benito estaba ya bastante abajo, agarrándose a los mechones de vello igual que un piojo, esperándome. Di un paso hacia adelante y empecé a bajar. A medida que bajaba mi peso parecía ir aumentando, algo que iba en contra de todas las leyes físicas. Me asusté. Volvía a estar en Infiernolandia, bajando hacia el agujero negro cuántico que el Gran Jujú usaba para obtener gravedad artificial…
Benito me miró con cierta curiosidad.
—¿Qué te ha dicho?
Meneé la cabeza.
Bajamos, haciéndonos cada vez más pesados. Hubo un punto del trayecto en el que debí pesar toneladas y todo ese peso se concentraba en mi ombligo, tirando de él hacia dentro. Ningún agujero negro cuántico se abrió ante mí para aplastarme y tragarme. La verdad es que no había esperado encontrar ninguno. Benito fue dando la vuelta hasta que pude verle los pies y siguió moviéndose. Seguí su ejemplo.
Ahora estábamos trepando hacia arriba. Logré encontrar el aliento necesario para reírme de la imagen que debíamos ofrecer: dos hombres trepando por lo que, como mínimo, debía ser un kilómetro de pierna peluda, igual que piojos perdidos en la cabellera del Diablo. Casi esperaba pasar junto a un badajo tan grande como el edificio del Empire State, con unos testículos como dos cúpulas del Astrodomo. Pero no había nada, sólo vello.
La ascensión parecía interminable pero acabó, y no en el hielo, sino en una gruta de roca grisácea, llena de ecos y sumida en la penumbra. Las pezuñas del Diablo seguían siendo visibles por encima de nosotros, lo bastante grandes como para aplastar toda una ciudad.
Nos tumbamos de espaldas sobre la roca, jadeando. Un arroyo corría a lo lejos con un alegre gorgoteo. La tenue claridad que iluminaba la gruta venía de un solo sitio, un agujero delgado como un alfiler situado sobre nuestras cabezas. La roca del techo iba curvándose hacia adentro, pero no llegaba a cerrarse del todo. Acababa formando lo que parecía el cuello de un embudo puesto del revés, cuello que subía en línea recta durante una distancia imposible de adivinar.
Me puse en pie, busqué el arroyo y bebí de él. El agua era limpia y estaba muy buena. No hay paz como la del sueño profundo y hubo un tiempo en el que pensé que también la muerte estaría llena de paz. Volví a beber y me quedé tumbado, con los dedos metidos en el agua. La paz de la muerte: al fin había logrado encontrarla.
Pero Benito ya se había levantado.
—¡Vamos! —me dijo, y empezó a trepar. Había bastantes sitios a los que agarrarse y Benito se movía con la facilidad de un mono araña, o como un hombre gordo que ya no se ve obligado a soportar ni un solo gramo de peso.
Miró hacia abajo, suspendido de la pendiente gris que formaba el techo de la gruta, pendiente que iba inclinándose hacia dentro.
—¡Una ascensión de casi seis mil kilómetros, si es que Dante estaba en lo cierto! —me gritó jovialmente—. ¿Vienes?
—Me temo que no.
—¿Qué has dicho?
—¡No!
Cuando le vi bajar hacia mí dejé escapar un suspiro de irritación, pero ya me lo esperaba. Cruzó los dos últimos metros dejándose caer y me pareció que se movía con una lentitud excesiva, igual que un globo.
—¿Qué te dijo Satanás?
—Me preguntó si hablaría con Dios.
—¿Y bien?
—Si quiero hablar con Dios, necesito averiguar algo.
Benito esperó en silencio.
—Tengo que saber cuál es el propósito del Infierno.
—¡Ven y pregúntaselo a Él mismo!
—No lo entiendes. Las torturas del Infierno llegan demasiado tarde. ¿Un castigo? Sí, pero se trata de un castigo infinito para cosas que, en comparación, resultan muy pequeñas. Drácula hizo que mucha gente muriera entre grandes dolores pero todo eso tuvo un final. ¡George se limitaba a mentirle a la gente para que comprara cosas! ¿Y qué hay de la dama gorda del Vestíbulo?
»¿Qué objeto tiene todo eso? ¿Enseñarnos una lección?
Pero si estamos muertos…
¿Venganza, castigo? Resultan totalmente desproporcionados. ¿Restaurar el equilibrio? ¿Acaso el universo necesita la misma cantidad de dolor que de placer? En tal caso, creo que no podría aguantar el Cielo.
—Hay una razón, y es una razón muy sólida. Lo sé.
—¿De veras? Pues yo no. Sólo hay una excusa posible para el Infierno y cuando oí los balbuceos delirantes de un psiquiatra enloquecido casi la pasé por alto. Tiene que ser una especie de campo de entrenamiento definitivo. Si no hay nada capaz de hacer que un alma llegue al Cielo cuando estaba viva, aún queda el Infierno, el último esfuerzo de Dios, que intenta llamar su atención. Igual que un catatónico en una sauna, igual que yo en esa botella… Si el Infierno no es capaz de conseguir que un hombre grite pidiendo ayuda, entonces es que ese hombre no merece ser salvado.
Benito estaba asintiendo.
—Puede que tengas razón. Quizá hayas descubierto cuál es el propósito del Infierno.
—Sí. Sí, pero ¿no comprendes en qué situación me deja eso? Cualquier persona que esté en el Infierno debe ser capaz de marcharse de allí en cuanto haya logrado aprender lo suficiente sobre sí misma. Todos, incluso los árboles del Bosque de los Suicidas, incluso los pobres diablos metidos en pez hirviendo y los tipos anclados debajo del lago… Incluso los que creen estar satisfechos, como los del Primer Círculo. Y no puedo marcharme del Infierno hasta no tener la seguridad de que pueden hacerlo.
Benito asintió.
—Volvamos.
—¡No, no, idiota! —Estaba furioso—. ¿Cómo puedo decirle a nadie que puede salir de aquí si no estoy seguro de que tú has podido conseguirlo? ¡Tienes que subir! ¡Y pienso quedarme aquí, viendo cómo lo haces!
—¡Carpenter, aún te falta aprender algo de humildad! —me dijo Benito con voz de trueno.
—De acuerdo. ¿Y a ti?
—Pero ellos me necesitan. Ellos…, ah. Te tienen a ti.
—Me tienen a mí. —Le ofrecí la mano—. Adiós, Benito. Buena suerte. Espero que encuentres…
Benito hizo caso omiso de mi mano y me abrazó con tal fuerza que me dejó sin aire. Dije algo así como «¡Ufff!» y le devolví el abrazo. Nos quedamos inmóviles durante un instante que pareció muy largo. Después Benito me soltó, giró rápidamente sobre sí mismo —no pude ver su cara—, y empezó a trepar.
Me tumbé sobre la roca y miré hacia arriba. Aquella luz como una cabeza de alfiler que brillaba al final del tubo vertical se había desvanecido, haciendo que Benito resultara casi invisible. Muchas horas después la luz volvió a brillar y supe que estaba viendo el sol. Benito era un puntito oscuro que se movía si le observaba durante el tiempo suficiente.
Antes de que la luz fuera disminuyendo de intensidad y acabara apagándose, ya había avanzado mucho.
Los ruidos del arroyo despertaban ecos burbujeantes en las paredes rocosas. Me quedé inmóvil, con los brazos detrás de la cabeza, disfrutando de aquel no hacer nada. La atmósfera de paz de este sitio resultaba casi tangible. Aquí la preocupación parecía algo inadecuado, una falta de educación que iba contra los buenos modales.
¿Qué le hicieron a Billy? ¿Y qué tal le habrá ido al sacerdote? ¿Cómo es posible que un ser inteligente, sea el que sea, le hiciera algo semejante a la señora Herrnstein? Tengo que volver…
Pero no tenía prisa alguna. Los condenados tenían toda la eternidad, y yo también. El Infierno era la sala para pacientes violentos de un hospital destinado a quienes sufrían de locura teológica. Algunos podían ser curados.
Tendría que volver al Infierno. Y eso me daba miedo; no temía el dolor o el que los demonios acabaran atrapándome, pues el dolor pasaría y sufrir dolor por una causa justa es algo de lo que puedes enorgullecerte. En cuanto a los demonios, ya no podrían retenerme. Ahora no. Conocía la verdad.
No. Lo que temía era volver a dudar. Las dudas volverían y yo tendría que vivir con ellas, y combatirlas con mi recuerdo de estos escasos momentos de paz. Aquí no había dudas. Ni una sola.
La luz había vuelto y mientras la observaba vi una motita negra que se movía. Ahora tenía unos ojos mejores que los de cualquier ser humano; de lo contrario, jamás habría podido distinguirle.
La luz estaba empezando a debilitarse con la llegada del crepúsculo cuando la mota se apartó de ella, saliendo del túnel.
FIN