26

Continuamos bajando. Yo seguía a Benito, intentando resistir el dolor de mis muñecas calcinadas. Cuando llegamos a los últimos riscos tuvo que subirme por ellos tirando de mi túnica. El dolor nunca paraba. Los nervios no parecían haber sido cauterizados por el hierro al rojo vivo. El hueso quemado acabó desprendiéndose; la carne negra se fue agrietando para revelar carne roja.

Curará, Carpentier.

Oh, cállate, Y llámame Carpenter. Carpentier el Famoso Autor ha muerto.

Acabamos llegando a la frontera desierta que había entre el décimo abismo y los gigantes y nos sentamos en el suelo.

—Gracias —dijo Benito.

—De nada. Siento haberte echado al pozo.

Benito no dijo nada.

—Creí que debía hacerlo —añadí—. Pensé que era lo justo.

Benito seguía callado.

—Mira —le dije—, me educaron para que creyera que Benito Mussolini era tan monstruoso como Adolf Hitler.

Benito suspiró.

—Quizá hubo momentos en que fuimos iguales, hacia el final. Al principio yo no era así. Tenía buenas intenciones. —Dejó escapar una carcajada llena de amargura—. Tenía buenas intenciones… Ya sabes qué sitio está lleno de ellas, ¿verdad?

—Cuéntamelo.

Empezó a hablar en voz baja, sin mirarme, una expresión pensativa en el rostro.

—Después de la guerra vi a mi país humillado. Nadie creía en nada. Había corrupción por todas partes, la clase trabajadora luchaba contra los ricos, la clase media luchaba con el gobierno… Todo el mundo luchaba contra todo el mundo y todos intentaban destrozarse los unos a los otros. Si hubieran sido capaces de trabajar juntos… Hubo un tiempo en el que fuimos Roma. Gobernamos el mundo. Podíamos volver a ser grandes, en vez de un país ridículo que Clemenceau y Lloyd George podían apartar de un manotazo.

—Entonces, ¿hiciste que empezaran a trabajar juntos?

—Le di esperanza a Italia. Durante años incluso impedí que Hitler se apoderase de Austria. Allen, si durante la segunda guerra mundial hubiera escogido luchar en el bando de los aliados, ¿crees que mi lugar en la historia sería ahora tan grande como el de Stalin?

No supe qué decirle.

—Y, sin embargo, él mató a diez millones de campesinos. Adolf nunca logró igualar ese récord. En cuanto a mí, en los primeros tiempos usábamos aceite de castor, no porras. —Suspiró—. Pero en cuanto empiezas a saber qué le conviene a la gente mejor que ellos mismos ya no puedes parar. La oposición acabará con todos tus logros y tú sabes que destruirán el país. ¿Qué haces? Destruir a la oposición. Y ahora sí que tienen auténticos motivos de queja. La oposición crece y necesitas más policía para acabar con ella. Pero yo tenía buenas intenciones. Amé a mi pueblo hasta el día en que me mataron.

—El propósito del poder es conservar el poder.

—¿Qué? —Benito parecía muy sorprendido.

—Olvídalo. Es de una novela, 1984. Y después intentaste crear un gobierno aquí abajo, ¿no?

—Sí, lo hice. —Benito se echó a reír y su carcajada era como mis aullidos en el sexto bolgia: su cuerpo estaba lleno de una risa enloquecida que logró abrirse paso a zarpazos por su cuello—. ¡Oh, Allen! ¡Y tú crees haber visto el Infierno! Un gobierno entre los Consejeros Malvados… Cuando intenté escapar me lo impidieron; me necesitaban como figura decorativa. No importa, al final logré salir de allí. Tenía que conseguirlo.

—Pero tú siempre te has portado bien conmigo. Y con todas las otras personas que has encontrado aquí abajo.

—¿Qué tal andan tus manos?

Las miramos. Dos minúsculos puños de bebé estaban formándose al extremo de los huesos de mis muñecas.

—Debemos esperar hasta que se curen. ¡Con esas manos nunca conseguirías trepar! —Se rió.

Seguimos sentados y hablamos. Las horas fueron pasando.

—Creo que el peor momento fue cuando fusilaron a mi gabinete. Italianos fusilando a hombres cuyo único crimen era amar a Italia y confiar en mí… —Se estremeció—. Tienes unas cicatrices muy extrañas en el pecho.

—Tuve que jugar una partida con el demonio del décimo bolgia. Es raro, cuando volvimos no estaba allí…

—¿Jugar una partida?

Se lo expliqué, de mala gana. Podría haber resultado incómodo, pero no lo fue. No volvió a darme las gracias. En vez de ello sonrió y dijo:

—¿Sigues creyendo que el Infierno es un parque de diversiones?

—No. Entonces ya no lo creía. Creo que Gerión me convenció.

—¿Gerión?

—Sí. Quizá no te dieras cuenta pero Gerión es el único no humano del Infierno que realmente parece un extraterrestre, alguien venido de otro mundo. Encaja, es lógico… No es como esos demonios hechos de piezas sueltas, con sus rasgos de animal unidos a una estructura humana. Y cuando trepé por su espalda mis pies encontraron una especie de artefacto oculto en su cintura.

—¿Y?

No tuve más remedio que reírme.

—¡Oh, Benito, vamos! ¿Un cinturón antigravitatorio? ¿Cuando ya han demostrado que pueden eliminar el peso y la masa de cualquier objeto siempre que les dé la gana? Gerión estaba mintiendo. Mintiendo sin necesidad de abrir la boca…

—¿Y fue Gerión quien te convenció? ¿Hasta entonces no habías visto nada que te pareciera realmente milagroso?

—Vi un milagro, sí.

Le expliqué de dónde había sacado el tridente.

—Ese sacerdote trepó por las ruinas del puente llevando encima media tonelada de oro. Se agarró al tridente del demonio hasta que el demonio acabó teniendo que soltarlo, y él sabía lo que le iba a ocurrir.

Benito sonrió.

—Sí, eso fue un milagro.

—Desde luego. Sé reconocer un milagro en cuanto lo veo.

—Entonces eres más afortunado que la mayoría de nosotros. —Puso cara pensativa—. Cada vez que he visto a Gerión su aspecto había cambiado un poco.

—Eso también me tenía algo preocupado. ¿Cuántas veces has hecho este mismo viaje?

—Seis veces. Y cada vez me ha resultado más fácil, aunque no ha sido así para quien me acompañó hasta la salida. Como ya te dije, el número de gente que empieza el viaje carece de importancia. Sólo uno consigue salir.

—Y la salida existe, es real… Hubo un momento en el que pensé que me estabas llevando hacia algo aún más horrible. Sigo estando asustado, pero ya no le tengo miedo a eso.

—Ahora sólo nos queda el lago de hielo. No tienes nada que temer.

—No me atrevo a relajarme. Más de una vez he pensado que habíamos dejado atrás lo peor, y luego…

Sus ojos se clavaron en mí, viendo hasta lo más profundo de mi alma.

—Cuando el hierro empezó a calentarse entre tus dedos…

—Háblame de eso.

—Creo que es mejor que no te diga nada. Pero ahora sólo nos queda el hielo. Allí hace un frío superior a cuanto puedas imaginar, pero podemos soportarlo. ¡Ahora nada puede detenernos! Pronto llegaremos al centro y entonces… —Se puso en pie.

—¿Y entonces?

—Ya lo verás. —Me miró—. Creo que tienes suficiente valor.

—Estoy empezando a perderlo. Venga, Benito, suéltalo.

—Veremos a Lucifer y pasaremos junto a él. No hagas caso de lo que diga, sea lo que sea. Cuando le hayamos dejado atrás, hay que ir cuesta arriba hacia el Purgatorio. —Hizo una pausa—. Pero tendrás que ir solo.

—Pero tú ya has hecho este trayecto, ¿no? ¿Sabes adónde lleva?

—No y sí. No lo he recorrido pero sé adonde lleva.

—¿Cómo?

—Por la fe y gracias a la descripción de Dante.

—Dante cometió un par de errores. Admítelo, Benito: no sabes qué le ocurrió a los seis que rescataste.

—Lo sé. Pero no lo he visto con mis ojos.

—¿Quieres salir del Infierno? ¿O temes lo que hay allí?

—¿Qué tal van tus manos?

Ahora eran las manos de un niño, y seguían siendo demasiado pequeñas para sostener mi peso.

—No has respondido a mi pregunta.

—Si pudiera me marcharía del Infierno. Pero mientras haya almas perdidas a las que rescatar, debo seguir aquí.

—Hiciste que seis hombres y mujeres fueran hacia lo desconocido, pero ir allí te da miedo.

No me respondió. Lo único que hizo fue mirarme.

Me puse en pie.

—Vamos. Mis manos curarán antes de que las necesitemos.

Se curaron.

Trepamos por el torso de un gigante encadenado. Era más fácil que trepar por una montaña y, al mismo tiempo, más difícil: las montañas no tiemblan, las montañas no intentan pillarte con dientes tan grandes como escudos medievales. Llegamos al hombro del gigante y saltamos a lo alto del muro. Encaramado en él, vi cómo Benito se dejaba resbalar sobre el fondillo de los pantalones… o eso habría hecho, si llevase pantalones. Era una pena que en sus seis viajes anteriores no hubiese logrado dar con un método mejor.

Me dejé resbalar detrás de él.

Imagínense uno de los Grandes Lagos helado, visto una noche sin luna. Quizá tendría ese aspecto. Nunca he estado en los Grandes Lagos. Me hizo pensar en una pista de hielo para una sociedad donde la gente fuera capaz de teletransportarse: era lo bastante grande como para acoger a una población de cinco mil millones de personas. La pared que había a mi espalda parecía seguir una línea tan recta como una flecha; la oscura extensión de hielo no tenía límites.

Una leve brisa susurró a nuestro alrededor y nos robó todo el calor de nuestras almas carentes de masa. El efecto fue tan brusco que tensé el cuerpo. Un instante después me agazapé, intentando protegerme con los brazos. Benito seguía en pie.

—Eso no te servirá de nada. No hay forma de evitarlo —me dijo con paciencia—. Tienes que soportar el frío.

Si él podía hacerlo… Me puse en pie y cerré los ojos para no sentir en ellos el suave soplo de aquella brisa tan imposiblemente fría. Debíamos estar a cero grados; no, a mucho menos de cero grados… ¿A cuánto estábamos? Aunque hiciera el frío suficiente para matar a un hombre en minutos o segundos, jamás llegaría a saberlo. No podía morir.

—¿Benito? Anda, hazle un favor a tu buen amigo y vuelve a convertirte en llama.

—Lo haría si pudiese. Lo siento, Allen. —Benito me cogió del brazo. Empezamos a caminar.

Bueno, al menos lo había intentado…

¿Estaríamos caminando sobre agua helada? Por lo que sabía, quizá fuese hielo seco, o nitrógeno congelado, o algo todavía más frío que eso.

Mi pie golpeó algo que me maldijo con voz desapasionada. Intenté abrir los ojos. Las lágrimas causadas por el viento habían helado mis párpados. Tuve que usar los dedos, y me dolió.

—Déjalos abiertos —dijo Benito, implacable—. Se te congelarán, pero al menos seguirán abiertos.

Cuando sentí el impulso de parpadear luché contra él. Y poco después dejé de sentir esa necesidad, pues ya no podía cerrar los párpados. Miré hacia atrás y vi lo que había golpeado con el pie.

—Lo siento —dije.

El rostro era muy apuesto, fotogénico, con toda la dignidad de la edad madura y toda la falta de dignidad que le daban sus muecas y el estar casi pegado al hielo para protegerse del frío. ¿Dónde había visto yo esa cara? ¿En la televisión? Quizá. El hombre estaba enterrado en el hielo hasta el mentón. Cuando oyó el sonido de mi voz gritó:

—¡Espera! ¿Eres norteamericano?

—¿No lo somos todos? Parece que no consigo encontrar a nadie que sea de otro país.

La cabeza se volvió hacia otra cabeza que asomaba del hielo igual que si fuera un repollo.

—¡George! Quizá ahora podamos resolver el dilema. —Se volvió nuevamente hacia mí—. Supongo que vienes de una época moderna, ¿no? ¿Sabes algo de la controversia sobre los MAB?

—Claro. Misiles antibalísticos para derribar a los proyectiles del enemigo en un posible ataque. La controversia era sobre dónde construir el sistema MAB.

—¡Maravilloso! De acuerdo, señor… George era demócrata y yo era republicano. Los demócratas estaban en contra del sistema. Los republicanos estaban a favor de él. Pero ¿cuál de nosotros tenía razón?

—No tengo ni la más mínima idea —repliqué—. Oiga, ¿realmente no tienen ningún otro tema de conversación, aparte de ése?

—¡No! —dijo secamente el hombre al que le había dado una patada—. ¡No tenemos ningún otro tema de conversación! ¡Uno de nosotros tenía que estar en lo cierto! Por lo tanto, ¿qué razón hay para que los dos estemos aquí?

No era que el frío estuviese empezando a afectarme; ya me había afectado. Lo único que deseaba era salir de allí, no charlar.

—Otros crímenes, quizá —dije.

—Uno de los dos se equivocaba —dijo George—. El senador Gates pensaba que construir el sistema era tirar el dinero, pero siguió las consignas de su partido. Y…

—¡Era algo peor que tirar el dinero! ¡Podríamos haber invertido todas esas sumas en un sistema láser! Señor, yo sé lo preciso que puede llegar a ser un sistema de defensa láser a la hora de acabar con los proyectiles enemigos. Pero la política me obligó a darle mi apoyo al sistema MAB. Y eso hice.

—No sé nada de esos malditos láseres —dijo George—, salvo que todavía estaban en la fase experimental. Y las armas experimentales no ayudaron mucho a los nazis, ¿verdad? —Dejó escapar un bufido despectivo y estornudó—. Estaba convencido de que el sistema MAB era necesario para defender nuestro país contra un ataque atómico. Pero la plataforma de nuestro partido defendía los recortes en el presupuesto militar. Y, oficialmente, yo también estaba a favor de eso.

—¿Y bien, señor? —me dijo el senador Gates—. Uno de los dos tenía que estar en lo cierto, ¿no?

—Creo que estoy empezando a comprenderlo. Los dos pensaban que se equivocaban.

—… sí.

—Y un error borraría del mapa a los Estados Unidos de América.

Ninguno de los dos respondió.

—Bueno, si le sirve de consuelo el Infierno sigue recibiendo norteamericanos —les dije—. Corbett murió mucho después que ustedes.

—Gracias —dijo el ex-senador Gates y los dos volvieron nuevamente la cabeza hacia el hielo.

—Pero, en el fondo, los dos estaban cometiendo un acto de traición a sus ideas.

—Gracias por su ayuda —dijo el ex-senador George. Era una despedida.

Seguimos caminando con cuidado para no darle patadas a más cabezas. Desde luego, había gran cantidad de ellas. Pero a medida que avanzábamos la situación empeoró: les habían enterrado en posición supina, y si no nos fijábamos podíamos pisarles la cara.

Di un paso en falso y mi pie cayó sobre un rostro humano. El hielo que cubría sus ojos se agrietó y me apresuré a retroceder de un salto.

—¡Lo siento!

—Gracias —oí decir.

—He tropezado.

—Gracias, oh, gracias —dijo la voz, llorando—. Hace años que no lloraba. Tenía los ojos cubiertos de ese maldito hielo y no podía llorar. Gracias.

Me encontraba muy mal. Este sitio era horrible.

—No hay de qué —le dije. Me incliné y quité los cristales de hielo de sus ojos. Era una mujer—. ¿Qué hiciste?

—No quiero decirlo.

—Está bien, no importa.

Arranqué las gafas de hielo de unas veinte cabezas más. El hielo volvía a formarse casi de inmediato. Sólo uno de ellos me dio las gracias. Finalmente, decidí dejarlo. Había demasiadas cabezas.

Y la siguiente cabeza junto a la que pasé gritó:

—¡El hielo! ¡Estúpido! ¡Quítame el hielo! ¡A los otros se lo has quitado!

Me paré.

—¿Quién eres?

—¡Eso no es asunto tuyo!

Me di la vuelta, disponiéndome a seguir.

—¡El hielo! ¡Espera! ¡Al Capone, soy Al Capone! ¿Quieres nombres? ¡Ése de ahí que intenta esconder la cara es Vito Genovese! ¡Espera, te diré dónde está Lepke! ¡Espera! —Estaba gritando para hacerse oír por encima de un coro de voces que intentaban ahogar sus chillidos. Seguí caminando.

Cuando el ruido hubo quedado a nuestra espalda Benito me dijo:

—Yo conocí a Vito Genovese.

—¿Valía la pena hablar con él?

—No. ¿Estabas pensando en volver? Hace mucho frío, Allen.

Estábamos rodeados de suspiros y murmullos. En parte era la brisa, que se había ido haciendo más fuerte. Y, en parte, era el castañeteo de los dientes. Había logrado dominar ese reflejo; no lograba darme ni pizca de calor.

Pero en toda aquella extensión de hielo sólo había un punto que se moviera. Lo capté con el rabillo del ojo, perdido en la distancia, a un lado. Dudé de mis sentidos. Seguí mirando. Volví a verlo.

—¿Benito? —le dije, señalando hacia allí.

Lo encontró.

—No tenía ni idea… Creía ser el único.

—Quizá lo seas. Parece un hombre. Y un perro.

Nos habían visto y empezaron a moverse en ángulo hacia nosotros. Cuando estuvieron más cerca comprendí que me había equivocado. El perro era un lagarto a quien el frío había hecho perder su color escarlata. Y el hombre era el ladrón de negra barba que me había robado la forma humana en el séptimo abismo.

Nos miramos el uno al otro. Ninguno de los saludos habituales parecía adecuado aquí.

—Benito Mussolini —dije yo por fin, moviendo la mano—. Y yo soy Allen Carpenter.

—Jesse James. Este lagarto es Bob Ford.

—¿Qué pasó en el puente?

—Logramos ponernos de acuerdo y formamos un grupo —dijo Jesse—. Pensamos que si cooperábamos quizá consiguiéramos sacar de allí a uno de nosotros. Descubrimos que un hombre solo no podía arrojar a un lagarto lo bastante lejos. Pero si formábamos una pirámide humana, apoyándonos en una pared, el que estuviera en la punta podría arrojar un lagarto al puente. Yo era ese lagarto.

—Es raro que nadie pensara antes en ello.

Suspiró.

—El problema es conseguir que todos esos animales trabajen juntos… Mientras intentábamos construir la pirámide los que tenían forma de lagarto no paraban de morder a los que tenían forma humana. No logramos avanzar hasta que no convencimos a una docena de lagartos grandes para que montaran guardia a nuestro alrededor mientras construíamos la pirámide.

—Claro. ¿Y por qué volviste al abismo?

—Tenía que decirles dónde estaba la salida.

—Pero no sabías si podrías volver a escapar. Puede que ni tan siquiera te hubieran dejado recobrar la forma humana.

Asintió.

Me acordé de algo. La estrofa de una canción. «Fue Robert Ford, aquel sucio y pequeño cobarde, me pregunto qué siente, pues comió el pan de Jesse y durmió en la cama de Jesse, y fue quien le mandó a la tumba…».

—Bob Ford. Te mató, ¿no? Te pegó un tiro cuando te estabas bañando…

—Cuando colgaba un cuadro. Sí, me pegó un tiro, cierto. Estaba siguiendo tus consejos… por lo que te doy las gracias, desconocido. —Se rió—. Y allí estaba la cabeza de Bob Ford, asomando del hielo. Lo estuve pensando durante un rato. Di vueltas y vueltas alrededor de él, preguntándome qué podía hacerle, y preguntándome si todavía le odiaba. —El lagarto se estaba rozando cariñosamente contra su pierna—. Acabé mordiéndole en la nariz.

El efecto de sus palabras fue parecido al de un buen trago de whisky.

—¡Puedes sacar a la gente del hielo!

—Claro, amigo. Lo único que hice fue meter la mano en ese agujero que tenía forma de hombre y cogí al lagarto. Bien, ¿por dónde vamos?

—Hacia abajo —dijo Benito—. Sigamos avanzando. Aquí hace mucho frío.

No hacía falta que nos lo recordara. Seguimos avanzando y el viento fue haciéndose más y más fuerte. Nos daba directamente en la cara. No tardó en convertirse en una auténtica galerna, tan mala como el círculo de los vientos. Me pregunté si Corbett habría logrado llegar hasta allí…

El viento se apoderó de Jesse, levantándole por los aires. El lagarto chilló y saltó hacia él, y el viento le cogió. Hombre y lagarto empezaron a rodar sobre el hielo y el viento acabó llevándoles hacia arriba. Vi cómo iban empequeñeciéndose.

—Tan cerca… —dije—. ¡Estaban tan cerca de conseguirlo!

—No estaban preparados —dijo Benito—. Quizá deben ver cuál es el castigo de los demás. Puede que cometieran más pecados, aparte del robo y la traición. Hasta es posible que acaben siendo arrastrados al Vestíbulo y tengan que recorrer nuevamente todo el trayecto. Vamos.

—Pero…

—Ya conocen el camino, Allen. ¡Vamos!

—De acuerdo. —Inclinamos nuestras cabezas contra el viento y seguimos avanzando, tambaleándonos. El viento se había mostrado demasiado selectivo. No podía ser una casualidad. Se había llevado a Jesse y a Ford sin que ni Benito ni yo cayéramos al suelo. Pensé que eso era un buen presagio… para nosotros.