Debajo, a una gran distancia, los monjes dorados permanecían inmóviles como otras tantas estatuas. Cada dos o tres segundos uno de ellos se inclinaba hacia adelante, igual que si reposara sobre una base inestable. El puente roto hacía pensar en una cascada de rocas.
Me detuve a recuperar el aliento, (¡La costumbre, Carpentier! Podrías irte olvidando de eso), y después bajé por la pendiente con mucho cuidado. En aquel sitio era fácil romperse un tobillo.
Llegué al suelo del cañón antes de darme cuenta de que uno de los monjes se había dado la vuelta y me estaba mirando. Sus ojos gris pizarra eran los más cansados y tristes que había visto en toda mi vida. Le reconocí.
—Tú pasaste por aquí hace una semana, ¿verdad?
—Creo que fue hace unos pocos días. ¿Y sólo has recorrido esta distancia?
—Vamos tan deprisa como podemos. —Los ojos grises me observaron. Estaban tan llenos de cansancio que me hacían sentir deseos de tumbarme en el suelo y reposar—. ¿Puedo preguntarte a qué estás jugando? ¿Eres un mensajero, o alguna otra cosa igualmente improbable?
—No. Yo… —¿Por qué no decir la verdad? No era probable que saliera corriendo para contárselo a nadie—. Tengo que robarle un tridente a uno de los demonios de tres metros de altura que hay en el pozo siguiente.
—Busca una capa como la mía y póntela —me dijo—. Veremos qué efectos tiene eso sobre tu sentido del humor.
Me dejé resbalar hasta el suelo, apoyando la espalda en el risco. Aquellos ojos cansados…
—Me pondré tu capa —dije—. Saca a Benito del Pozo de los Consejeros Malvados. ¿De acuerdo?
—Perdona, ¿qué has dicho?
—Hice que un buen amigo mío cayera en el Pozo de los Consejeros Malvados. Si no consigo…
—Pero ¿qué razón tenías para hacer algo semejante?
Dejé escapar un aullido que me sorprendió más a mí que a él. Había estado a punto de decir otra cosa totalmente distinta. Pero las palabras no acudieron a mis labios, así que eché la cabeza hacia atrás y aullé. Las lágrimas corrieron por mi rostro.
El monje dijo algo en un idioma desconocido. Vino hacia mí y se detuvo a unos metros de distancia. No sabía qué hacer.
—Vamos, vamos… —dijo—. Todo se arreglará. No llores. —Y, con una leve amargura, añadió—: Todo el mundo va a darse cuenta de que estás llorando.
En mi interior había un aullido tan grande como el mundo, y quería salir. Era más fuerte que yo. Aullé.
El sacerdote murmuró algo ininteligible. Y, en voz alta, dijo:
—Por favor… Por favor, no hagas eso. Si dejas de llorar, te ayudaré a conseguir tu tridente.
Meneé la cabeza.
—¿Cómo? —logré gemir.
Suspiró.
—Ni tan siquiera puedo quitarme esta túnica… No sé cómo podría ayudarte. Quizá pueda servirte de cebo… —Alzó la cabeza, rechinando los dientes por el esfuerzo, y sus ojos fueron hacia la cascada de rocas.
Me puse en pie. Di unas palmaditas en su espalda cubierta de plomo: clunk, clunk, clunk.
—Ya tienes demasiados problemas. —Hice acopio de valor y empecé a subir por la pendiente.
Los guijarros rodaban bajo mis pies. Estaba en la parte más alta del abismo. Tardé bastante en llegar arriba. Sólo tenía una ventaja: parte del puente seguía asomando del borde. Seguí trepando, oculto en su sombra y me detuve debajo de él. Esperé.
Después de todo, ¿qué podía hacerme un demonio? ¿Despedazarme? Acabaría curándome.
¿Meterme en el abismo de pez y dejarme allí para toda la eternidad?
¿Arrojarme al Pozo de los Ladrones?
Uno de los demonios negros pasó junto a mí, con la cabeza ladeada para observar el abismo que había al otro lado del risco. En su mano llevaba seis metros de tridente de hierro. Cuanto tenía que hacer era saltar sobre él y quitárselo.
Le dejé marchar. Cuando estuvo lejos empecé a temblar. Aquel monstruo tenía diez garras de seis centímetros cada una. Y también tenía dos colmillos de casi veinticinco centímetros. Y Carpentier era un cobarde.
Oí un ruido metálico y unos resoplidos a mi espalda. Me di la vuelta y contemplé un espectáculo sorprendente. El sacerdote estaba subiendo por la cuesta.
Le miré. No podía creerlo, pero era cierto: estaba moviéndose. Por los ruidos que hacía daba la impresión de estar volviendo a morir, pero sus manos y sus pies se movían con regularidad y cada gesto lograba hacerle subir tres centímetros más. Cuando logré creer lo que estaba pasando bajé por la cuesta, me puse detrás de él y empecé a empujarle por el rígido extremo de su túnica. Dudo de que eso le ayudara mucho. Era como si estuviese intentando levantar el mundo.
Llegamos a un área algo más lisa que se encontraba bajo los restos del puente. Una vez allí descansamos. De su garganta brotaba un estertor agónico. Tenía los ojos cerrados. Su rostro relucía.
—Mil años —dijo—. Llevo mil años… caminando… dentro de este ataúd de plomo. Mis piernas parecen árboles. Yo era sacerdote —siguió diciendo—. Un sacerdote… Se suponía que… debía impedir que la gente fuese al Infierno.
—Sigo sin saber cómo vamos a hacerlo. —Ese vamos era un puro gesto de cortesía y, desde luego, se lo merecía. Pero ¿qué podíamos hacer?
—Levántame —dijo.
Pasé los brazos por debajo de su túnica. Estaba caliente. No sé cómo pero entre los dos logramos ponerle en pie. Después alcé los ojos… y me encontré contemplando las pezuñas de un demonio.
El demonio nos miró, sonriendo.
—¿Sabes una cosa? —nos dijo con voz amable—. Eres el primero que ha logrado alejarse tanto de la brea.
—Cometes un error —le dije—. No soy ningún… —Y me lancé sobre él. El tridente hizo saltar chispas de la roca sobre la que había estado descansando pero yo ya estaba cruzando los aires, cayendo.
Aterricé sobre un peñasco de contornos irregulares. Rodé sobre mí mismo, disponiéndome a esquivar un nuevo golpe.
¡El sacerdote tenía agarrada la punta del tridente!
El demonio gritaba y tiraba de él. Durante un breve segundo logró levantar al sacerdote del suelo, con túnica incluida. Después el sacerdote volvió a bajar, sin haber soltado el tridente.
Intenté trepar por la pendiente para ayudarle.
El sacerdote dio dos pasos hacia atrás y quedó suspendido en el vacío.
El demonio gritó pidiendo ayuda. Estaba intentando sostener media tonelada de túnica emplomada y no iba a conseguirlo. Ya casi había llegado a ellos cuando el demonio lanzó un grito y le soltó. El sacerdote cayó por el abismo.
Me arrastré hacia él.
La túnica se había abollado igual que si fuera hojalata y toda la parte delantera estaba agrietada. Los bordes de la tela relucían con un brillo amarillento. Le habían informado mal; la túnica era de oro sólido. Cuando la toqué me quemó los dedos.
El cuerpo destrozado del sacerdote seguía prisionero de ella. Tenía todo el aspecto de quien ha muerto violentamente, salvo por sus ojos, que seguían mis movimientos. Si no le sacaba de allí dentro se freiría. Pero a la víctima de un accidente hay que dejarla inmóvil…
Se curará, Carpentier. Todos nos curaremos, y así podrán volver a hacernos daño. Tiré de sus pies. La túnica no estaba hecha para dejarle pasar, pero no importaba. Salió de ella igual que si fuera una medusa. No debía tener ni un solo hueso entero en el cuerpo.
Hablé, dirigiéndome no a esa cabeza que parecía demasiado blanda, sino a los ojos de color gris.
—Te curarás. Cuando estés bien, hay un camino para salir del Infierno. Eso dice Benito. Ve hacia abajo. Hacia abajo.
Los ojos pestañearon.
—Tengo que rescatar a Benito —le dije. Le puse junto a la pared para que nadie le pisara. Cogí el tridente y me marché.
—¡Benito!
Fui por el risco que había entre los pozos, gritando igual que un alma perdida. Todas las voces que me contestaban parecían ser la misma y anónima voz, una vibración inhumana. «¡Estoy aquí, amigo!». «¿Benito qué?». «¿Quién osa turbar el silencio del Infierno?».
—¡Benito!
—¿Allen?
¡Tenía que ser él! Pero una docena de voces empezaron a repetir mi nombre. «¡Allen!». «¡Allen, estoy aquí! ¿Por qué has tardado tanto?».
—¡Benito! ¡He venido a sacarte de aquí!
Intenté percibir su acento italiano… y logré localizarle.
—Olvídalo. Éste es el sitio donde debo estar. No tendría que haber intentado huir de aquí.
Todas las llamas parecían iguales pero creí haberle encontrado. Metí el tridente en el abismo.
—¡A la mierda con eso! ¡Cógete a la punta! Las otras llamas ya estaban alejándose.
—De todas formas, no es lo bastante largo —dijo Benito. No lo era. Miré hacia abajo. Había un punto por donde podría trepar hasta la mitad de la pendiente. Benito intentó detenerme.
—Deja de hacer estupideces. ¡Si caes arderás igual que el resto de nosotros!
—¿Puedes alcanzar la punta?
—Vete, Allen. Merezco estar aquí.
Me encontraba a unos tres metros por debajo del borde y casi se me habían acabado los asideros. El tridente pesaba mucho y resultaba bastante incómodo de llevar. Intenté bajar un poco más, colocando los pies con mucho cuidado.
—Está bien —dijo Benito de repente.
La gran llama avanzó hacia las puntas del tridente y se las tragó. Sentí un levísimo tirón del mango y la llama empezó a emerger del pozo.
—¿Puedes sostener mi peso? —gritó Benito. Dejé escapar una carcajada de alivio.
—¡No pesas ni medio kilo! ¡Podría levantar a un millar como tú! —Después de todo lo que había tenido que aguantar, aquello iba a ser fácil.
La llama siguió trepando por el mango… y empecé a notar que el metal se calentaba.
Esperé hasta tener la seguridad de que el pánico no afectaría a mi voz. Pero, aun así, es posible que parte de él se notara.
—¿Benito? Date prisa.
—¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
—No, nada. Date prisa, eso es todo. —Temía que decidiera soltarse.
El metal estaba desagradablemente caliente.
Y siguió calentándose.
Allí abajo una gran llama se movía con la lentitud de una babosa, y el metal estaba empezando a ponerse rojo. Benito no se daría cuenta; la brillantez de su llama impediría que lo viese. El metal estaba tan caliente que resultaba casi imposible sostenerlo pero aguanté, apretando las mandíbulas para no gritar.
El grito fue creciendo en mi garganta. Dejé de respirar para contenerlo. Si Benito decidía soltarse para acabar con mi dolor, jamás volvería a encontrar el coraje suficiente para intentarlo de nuevo.
El metal que tocaba la llama se había vuelto rojo cereza. Mis manos empezaron a sisear. No respiraba, pero el olor de la carne quemada logró llegar hasta mi nariz. No tenía ni la más mínima idea de por qué mis manos seguían sujetando el mango. Había invertido hasta mi último gramo de voluntad en el esfuerzo de hacer que siguieran sujetándolo, pero los músculos y los nervios debían estar casi asados.
Calcinados… Reconocí ese olor: la cena se ha echado a perder. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerrados. No sentía nada, sólo el fuego.
—Puedes soltarlo —dijo Benito. Estaba junto a mí, agarrándose al risco, y su cuerpo ya no quedaba oculto por la llama.
Intenté soltar el tridente.
Tenía las manos pegadas al mango. Las sacudí, intentando librarme del tridente. Y lo conseguí, desde luego, y el tridente cayó al octavo bolgia, rebotando ruidosamente en las paredes, con mis manos calcinadas en su mango.
Benito tuvo que llevarme a cuestas por la pendiente.