24

Volver era más difícil. El final del décimo puente era más empinado que el principio, y ahora tenía que trepar por él. Crucé el pozo sin mirar hacia abajo y fui bajando por el otro lado del puente.

Vi cerca el otro puente y corrí hacia él.

La punta de una espada bailó ante mis ojos. Me detuve. Estaba seguro de que ése no era su puente. Me había desviado con intención de evitarle. Pero detrás de la espada había una cabeza medio humana y medio bestial moviéndose en una lenta negativa.

—No puedes regresar, Carpentier.

—Tengo que hacerlo.

La espada colgaba ante mí, tan firme e inmóvil como una roca. Podría haberme afeitado con ella. Di medio paso hacia adelante y la espada se movió demasiado aprisa para seguirla con los ojos. Ahora estaba pegada a la punta de mi nariz.

Me encogí de hombros y di la vuelta.

No corrí riesgos. Volví a cruzar el pozo y di un rodeo por el paisaje desértico que había más allá. Volví a cruzar a dos puentes de distancia…, arrastrándome sobre el puente. Me deslicé por el puente y seguí arrastrándome por el risco que dominaba el noveno pozo. No podía estar bajo todos los puentes.

¿No podía? Igual que el oficinista. Cuando intenté ponerme en pie me estaba esperando. Y ahora, en la parte baja del pozo, tenía ventaja sobre mí.

—No puedes ir cuesta arriba —dijo—. Realmente, no sé cómo explicártelo con más claridad…

—Vengo del Vestíbulo —le dije—. Éste no es el sitio que me corresponde.

—¿Nunca creaste tu propia Iglesia, Carpentier?

¡Oh, maldición!

—¡Escucha, no pretendía competir con Dios ni con la iglesia de nadie! Lo único que hice fue inventar unas cuantas religiones para alienígenas. ¡Si bastara con eso, tendrías aquí a todos los escritores de ciencia ficción de la historia!

—Bueno, a él sí le tenemos —dijo el demonio, señalando hacia abajo con la espada.

Olvidé por completo la espada y me incliné sobre el abismo para ver mejor.

—Si se me perdona el chiste… ¿Qué infiernos es eso?

En cierto sentido, era la última palabra en centauros. Por un extremo era lo que me pareció un trilobite. La cabeza del trilobite era un pez primitivo. Su cabeza era el torso de un pez con espina… y así iba siguiendo, cada vez más hacia arriba, pez pulmonado, proto-rata, una rata mayor, un animal bastante grande de piel sin vello que no reconocí, algo parecido a un gorila, una cosa parecida a un hombre y, por fin, un auténtico ser humano. Ninguno de esos animales tenía unos cuartos traseros dignos de ese nombre salvo el trilobite; ninguno tenía cabeza excepto el hombre. La criatura reptaba sobre un conjunto de patas, manos y troncos de pescado, un tremendo ciempiés donde no había dos pies iguales. Por la expresión del rostro humano, su propietario estaba totalmente loco.

—Fundó una religión que usa el disfraz de una psiquiatría para profanos. Sus miembros intentan recordar vidas anteriores de sus teóricos antepasados animales. También recuerdan sus propias vidas pasadas… y eso añade un interesante aspecto de chantaje a todo el asunto, pues quienes oyen la confesión suelen ser más bien profesionales del movimiento que no gente honrada. Discúlpame.

La hilera de víctimas había ido engrosándose mientras hablábamos. El demonio se dio la vuelta y empezó a cortarlas en canal rápidamente, acompañado por todo un concierto de gritos y maldiciones. Al super centauro lo fue separando en sus diversos componentes, y el resultado final se alejó convertido en todo un desfile, con brazos, patas y aletas agitándose locamente. La espada apareció nuevamente ante mí justo cuando ya había decidido probar suerte.

Una gota de sangre brotó en la punta de mi nariz.

—No soy como él —me apresuré a decir—. Él se lo tomaba demasiado en serio. Conmigo era sólo un juego. —Retrocedí hasta que el vacío del décimo bolgia me rozó los talones. Ahora el demonio no podía llegar hasta mí—. Piensa en los Silpies. Eran humanoides telépatas. Estaban convencidos de que poseían un alma colectiva, ¡y podían demostrarlo! Y los Sloots eran babosas: tenían una lengua que podía emitir tentáculos capaces de utilizar herramientas. Para ellos Dios era un Sloot sin lengua. No necesitaba lengua; no comía y podía crear a voluntad mediante el poder de Su mente. —Vi cómo asentía con la cabeza y me fui animando—. No hacía más que jugar con las ideas.

El demonio seguía asintiendo.

—Jugar con el concepto de la religión. Una cantidad suficiente de tales juegos y todas las religiones parecerían igualmente ridículas.

—¡No puedes hacer esto! —grité—. Oye, en el Octavo Bolgia hay un amigo mío y si está allí es por mi culpa. ¡Tengo que sacarle!

—¿Acaso te prometieron que iba a resultar sencillo? ¿O, incluso, que era posible?

—No importa, haré lo que sea —dije, y creo que hablaba en serio.

—Ven.

Fui hacia el borde. Carpentier hace una demostración de buena fe.

La espada relampagueó: una vez, dos. Oí y sentí la punta rechinando contra mis costillas. Dejó dos heridas verticales a lo largo de mi pecho y mi vientre. Retrocedí tambaleándome, con los brazos apretándome el estómago para que no se me cayeran las tripas.

El demonio me estaba observando. ¿Qué estaría esperando?

Lo sabía. Di un paso hacia adelante y bajé los brazos. Carpentier muestra que es capaz de aprender.

La espada relampagueó dos veces más, dejando en mi cuerpo dos heridas horizontales de gran profundidad, quizá mortalmente profundas. Un hombre vivo se habría desmayado a causa del shock. Yo no podía.

—Juegos —dijo aquel gigantesco humanoide maligno—. Ahora te toca a ti.

Examiné las heridas y la sangre que fluía de ellas. El shock parecía estar disminuyendo la velocidad de mis procesos mentales, pero acabé comprendiendo a qué se refería.

—¿Qué puedo usar como lápiz?

—Ya se te ocurrirá algo.

Me miré las uñas. Y acabé teniendo una idea.

Dibujé una tosca X en el cuadrado superior izquierdo del dibujo. La espada creó una O en el cuadrado adyacente.

Trepé por el comienzo del puente usando los dedos de las manos y los pies. Allí donde podía caminar me apretaba el cuerpo con los brazos, intentando no perder ningún órgano. El orgullo que me inspiraba aquella victoria parecía algo excesivo: después de todo, no había sido más que un estúpido juego de tres en raya…

—¿Carpenter? —le oí decir cuando estaba a punto de salir del puente.

Volví la cabeza.

—¿Jugamos una tanda de tres?

El shock había terminado momentáneamente con mi capacidad imaginativa. El único taco que me vino a la mente fue uno que jamás volveré a utilizar, no después de haber visto el sitio donde acaban los aduladores. Me limité a seguir caminando junto al borde del pozo.

El octavo abismo era un gran cañón lleno de llamas.

—¡Benito! —Mi voz despertó un sinfín de ecos por entre las paredes del cañón—. ¡Benito!

Algunas de las llamas parecieron vacilar. Voces que parecían zumbidos brotaron del fondo, con el retraso necesario para que la voz fuera transferida a la punta de la llama.

—Deja que los condenados sufran en soledad.

—¿Benito qué?

—¡Lárgate!

El cañón iba estirándose interminablemente en ambas direcciones, curvándose poco a poco. Si acababa formando un círculo completo, podría contener a millones de almas. ¿Cómo iba a encontrar a Benito?

—¡Benito! —Había pánico en mi voz. El esfuerzo hizo que sintiera un agudo dolor en las heridas del pecho—. ¡Benito!

—¿Benito Mussolini? Acaba de pasar junto a mí, iba hacia allí

—No, iba en dirección contraria.

—Los dos estáis equivocados. Mussolini se encuentra en el lago hirviente.

Allí no iba a conseguir mucha ayuda. Y si le encontraba, ¿qué haría entonces? ¿Cómo iba a sacarle?

Para empezar, ¿cómo logró escapar de allí? Quizá ya había vuelto a marcharse. Una idea bastante molesta, porque no había nada que pudiera hacer al respecto, y porque eso significaría que había jugado mi partida de tres en raya con el demonio para nada. Esperaba que Benito ya hubiera logrado salir de allí, pero debía actuar dando por sentado que seguía dentro.

El cañón no era tan profundo. Lo que necesitaba era una soga de montañismo. ¡Sí, idiota, una soga de amianto! ¡Benito estaba hecho de fuego! Y, ahora que pensaba en eso, no había visto ni una sola soga en todo el Infierno.

Pensé por un segundo en la cadena del gigante. Eso significaría tener que pasar dos veces por donde estaba el demonio…

No. Incluso si lograba soltar la cadena, pesaba demasiado para moverla y, probablemente, el gigante liberado me aplastaría para agradecerme las molestias que me había tomado. Cuando comprendí que no necesitaba tomar la decisión de volver a enfrentarme a la espada del demonio, me alegré bastante. No estaba muy seguro de qué habría hecho.

¿Y bien? ¡Piensa, Carpentier! En el Infierno hay herramientas. Claro, los botes siempre tienen cuerdas. Ahora sigue estamos llegando a alguna parte. Una cuerda bien gruesa, y si la mantengo mojada mientras que Benito sube por ella… Espera un momento. ¿Cómo vamos a trepar por el risco si no hay ninguna cuerda disponible? Desde que Gerión nos bajó no ha pasado ningún otro bote. ¿Vérselas nuevamente con Gerión?

Y, si no funciona, ¿volver a la botella mientras que Benito se quema?

Benito era más listo que yo. Quizá tuviera alguna idea.

—¡Benito!

Voces burlonas que parecían cuerdas de arpa me respondieron.

Pensé en cuatro metros y medio de espada unida a un demonio de seis metros de alto. Desarmar al demonio (¿con qué?), dejarle sin espada (¿cómo?), pasársela a Benito. Pero ¿podría trepar por algo tan afilado? ¿O perdería los dedos en un segundo? Me pregunté si las uñas podían arder.

¡Espera un momento! ¡Más arriba había demonios de menor tamaño, demonios que llevaban tridentes de hierro!

Fui hacia el puente. Apenas había dado unos cuantos pasos ya estaba corriendo. Si dejaba de correr querría pararme, porque lo que planeaba hacer me tenía aterrorizado.

Iba demasiado deprisa. Estaba trotando hacia la base de aquel tremendo puente que cruzaba el abismo de los ladrones cuando algo escarlata se movió rápidamente detrás de una roca. Me volví, frunciendo el ceño…

… y sentí un dolor terrible que nació en mi cuello y acabó sumergiendo todo mi ser. Noté cómo mis huesos se ablandaban, doblándose.

El dolor se alejó igual que una ola después de romper en la playa pero dejó atrás una mente ennegrecida. Estaba muy confuso; no podía pensar. Un hombre barbudo de rostro agradable se inclinó sobre mí, hablando con voz apremiante, diciendo palabras que no tenían sentido.

—¿Dónde está la salida? —Me di cuenta de que era enorme. Un gigante. Di un paso hacia él… y descubrí que ahora tenía un cuerpo minúsculo provisto de cuatro patas; mi vientre rozaba el suelo. Un lagarto. Me había convertido en un lagarto.

El hombre barbudo repitió lo que había dicho, pronunciando cuidadosamente cada palabra.

—¿Dónde está la salida? ¿Cómo puedo escapar del Infierno?

Venganza. Fui hacia él. ¡Morder a ese hijo de puta! Retrocedió, sin parar de hablar, pero yo no podía entenderle.

Se quedó quieto y pareció hacer acopio de valor.

Salté. Hundí mis dientes en su vientre. Aulló y caí al suelo, retorciéndome en una nueva agonía de dolor.

Cuando mi mente se despejó vi que volvía a ser un hombre. Rodé sobre mí mismo, apartándome a toda velocidad del lagarto rojo y no paré hasta interponer una roca entre nosotros dos. El lagarto se quedó donde estaba, observándome.

Iba hacia el otro puente cuando recordé sus palabras. Mi estúpido cerebro de reptil las había captado como simples sonidos carentes de significado.

—¡No puedes hablar! —había gemido, y después añadió—: ¡Dímelo! ¡Dejaré que me muerdas, pero dime dónde está la salida!

Su cuerpo era una mancha escarlata sobre la roca gris. Y seguía observándome.

Señalé hacia abajo, donde estaba el lago de hielo.

—¡Allí! ¡Hay que ir hacia el centro, si es que no me han engañado!

Después de haber cruzado el otro puente miré hacia atrás. El lagarto estaba en el borde, mirando hacia abajo. Y, mientras le miraba, se decidió. Saltó al abismo.

¿A qué venía todo eso?

Olvídalo, Carpentier, tienes otras cosas de qué preocuparte