Caminé hasta que me vi obligado a parar, hasta que el suelo se hundió delante de mí. Y allí me quedé, igual que una máquina cuyo programa se ha terminado. Después de todo, ¿adónde podía ir?
Ahora me hallaba totalmente solo, sin nadie que me explicara cuál era la geografía del Infierno, o que me advirtiera de sus peligros…
… o que me hiciera seguir adentrándome en él, viendo un horror detrás de otro cuando lo único que yo deseaba era quedarme quieto. Mussolini. Benito Mussolini, Il Duce de Italia. Ni tan siquiera había intentado negarlo.
Qué idiota había sido. ¿Por qué no le había reconocido, con esa enorme mandíbula cuadrada y la frente en forma de cúpula? Recordaba haber leído cosas sobre él en los libros de historia. Benito Mussolini había escapado del castillo donde estaba prisionero en un planeador pilotado por Skorzeny, un comando de Hitler, una de las figuras más románticas de toda aquella guerra. ¡No era extraño que Benito supiese cómo pilotar un planeador!
Mussolini el fascista. ¡Inventó el fascismo! Asesino y jefe de asesinos, matón, aliado de Adolf Hitler…, vuelve a la llama anónima, Mussolini, genio maligno escondido tras el rey de Italia. Vamos, Benito, abajo contigo, el que me sacó de la botella.
Me quedé allí, inmóvil durante mucho tiempo antes de comprender lo que estaba viendo.
En el noveno pozo los condenados se tambaleaban y tropezaban, resbalando sobre el fango ensangrentado, dejando tras ellos más sangre para hacer que el sendero le resultara aún más resbaladizo a quienes les siguieran. Parecían supervivientes aturdidos de alguna batalla perdida.
Uno de ellos no mostraba ninguna herida aparente, si se exceptuaba lo erguido de su postura y el doloroso envaramiento de su paso. Contemplé su rostro y vi que le habían gastado una broma macabra. La piel estaba pálida y los rasgos se hallaban en calma; nadie habría adivinado que sufría un agudo dolor, pero los ojos ardían con una llama de odio. El bigote estaba recortado siguiendo un estilo que no me resultaba familiar, en línea recta pero siendo dos veces más largo que la boca. Y los afilados caninos blancos que asomaban por encima de su labio inferior habrían hecho que cualquier persona con más de seis años de edad gritara «¡Vampiro!».
Precediéndole había un hombre bastante gordo con barba y una herida en la garganta de la que brotaba la sangre. El rostro me era familiar. Le observé, intentando recordar dónde había visto esa cara.
Me devolvió la mirada. Y después empezó a rugir, dominado por una furia que se expresaba con acentos shakesperianos.
—¡Bribón! ¿Quién eres tú para mirar de forma tan arrogante a Inglaterra?
—¿Qué? —Logré salir de mi aturdimiento—. Carp…, Carpentier.
—¡Ven aquí, destripaterrones, y haré que te cierren los párpados con clavos!
Me di cuenta de que había estado mirando de forma más bien grosera a personas que ya tenían bastantes problemas y que no necesitaban para nada mis malos modales. Más víctimas del Gran Jujú.
—Lo siento… ¿Serviría de algo que le dijera que las heridas acabarán sanando?
Pude ver cómo los efectos de aquella noticia iban viajando a lo largo de toda la fila y de repente todos empezaron a gritar maldiciones y agitar los puños. Un hombre me amenazaba con su brazo amputado, sosteniéndolo igual que si fuera un garrote.
—¡Asno! ¡Canalla, que te burlas de nosotros!
—¿Qué he dicho?
—¡Nadie puede ser tan imbécil! —gritó «Inglaterra»—. ¡Ya casi estamos curados! Llegamos al punto del círculo donde… —Se detuvo, mirando hacia delante, olvidándose por completo de mi presencia—. Ahora le veo —dijo con una voz totalmente desprovista de animación o esperanza.
Seguí la dirección de su mirada. El puente estaba justo delante de ellos y bajo el puente había una versión a tamaño gigante de todos los otros demonios que habíamos visto: tenía seis metros de alto y llevaba en la mano una gran espada. Sonreía, mostrando dientes que casi tenían treinta centímetros de largo.
Bueno, de todas formas tenía que cruzar el puente. Fui hacia el demonio.
Estaba matándoles. Iban hacia él, quedándose rezagados cuanto podían hasta que los demás les empujaban, haciéndoles avanzar, y el demonio les mataba. Cogía a un hombre y lo abría en canal desde la ingle hasta el cuello, lo volvía a poner en el suelo y dejaba que se marchase. Sentí cómo una oleada de dolor empalico recorría mi cuerpo y parte de un chiste que había oído hacía mucho tiempo pasó por mi cabeza. Era un chiste sobre un vaquero que había caído encima de un alambre de espino. Había mostrado el típico valor lejano; volvió a montar en su caballo y siguió cabalgando. Naturalmente, tuvo que aflojar un poco los estribos…
El hombre gordo estaba asustado y ponía la misma cara que si estuviese a punto de vomitar. De pronto supe dónde había visto su cara: un cuadro, y muy famoso. Enrique VIII.
Seguí caminando.
Estaba cruzando el puente cuando Enrique llegó a la altura del demonio. Me di cuenta de que la espada no era una espada. Era una uña superdesarrollada que brotaba de un dedo medio igualmente superdesarrollado, tan grueso como el muslo de un hombre corpulento. La uña se movió con la velocidad de un sable y cercenó la cabeza de Enrique, y el demonio se la entregó, y Enrique siguió caminando. La aguda punta córnea de la espada se alzó repentinamente ante mi rostro.
Me paré.
—¿Quién eres tú, oh privilegiado, que vagas tan libremente por el Infierno?
Logré poner en marcha mi garganta.
—Allen Carpenter.
—¿Adónde vas, Carpenter?
—No lo sé. Hacia el centro. —De todos los sentimientos y emociones que habían ardido dentro de mí ahora sólo quedaba uno. Curiosidad. ¿Qué planes tenía Benito para mí? Sólo había una forma de averiguar la respuesta: seguir hacia abajo, hacia el centro del Infierno.
Los muertos se habían parado para esperar, con una comprensible paciencia, a que el demonio terminara su conversación. Les señalé con la mano.
—¿Quiénes son?
El demonio no parecía tener ninguna prisa.
—Sembradores de discordia. Gente que propagó el odio, inició guerras, se negó a ponerles fin… Ya sabes, lo contrario de los pacifistas. Un grupo muy especial… Cismáticos religiosos. Normalmente fundaban sus propias iglesias para satisfacer sus propósitos particulares. Si quieres políticos, o abogados que convencían a la gente para que pusieran pleitos innecesarios o que se divorciaran cuando en realidad no lo deseaban, tendrás que ir a otra parte del pozo.
—Oh.
El demonio contempló con ternura a «Inglaterra», que se alejaba de nosotros.
—Enrique deseaba obtener el divorcio. La Iglesia se negaba a concedérselo, así que Enrique se fabricó una Iglesia que estuviera dispuesta a dárselo. Muy listo, ¿no?
—Bueno, viendo su situación actual, yo diría que no tanto.
El demonio se agachó para coger al hombre de los dientes de vampiro y el bigote a lo Fu Manchú.
—Drácula no fundó iglesias. Lo que…
—¡Drácula! Creía que era… Maldita sea, no era más que una leyenda.
—Hay leyendas sobre él. En su tierra natal, Transilvania, las madres siguen asustando a sus hijos con su nombre. Drácula no era más que un título. Significa dragón. Su auténtico nombre era Vlad; le llamaban Vlad Tepes, Vlad el Empalador. Se pasó toda la vida torturando y matando turcos en nombre de Jesucristo. Si no fuera por eso estaría más arriba, hundido hasta las pestañas en sangre hirviendo. Por cierto, aproximadamente la mitad de las personas que mató eran súbditos suyos.
Que Vlad el Empalador caminara de aquella forma tan envarada no tenía nada de raro. De su ano asomaban unos sesenta centímetros de estaca de madera. El demonio no necesitó usar su espada. Se limitó a empujar la estaca hasta dejarla totalmente oculta, puso al hombre en el suelo y le dejó alejarse. Caminando de una forma aún más envarada que antes…
El demonio cogió a otro hombre.
—Johann es el único hombre a quien Dios quiso revelarle la fecha exacta del Apocalipsis. Podía salvar a un pequeño grupo de Escogidos…, escogidos por él, claro está. Lo único que debías hacer era entregarle todos tus bienes. —Los gigantescos labios del demonio se estiraron en una inmensa sonrisa—. ¿Y tú, Carpenter? ¿Llegaste a crear tu propia iglesia?
—Yo…
—Oh, chico.
La punta ensangrentada de la espada cruzó el aire y vino hacia mí con la rapidez del rayo. Me agaché y corrí. Caí de bruces sobre el puente y la espada volvió a pasar sobre mi cabeza. El ángulo hacía que el demonio no pudiera llegar hasta mí. Pero allí, en el extremo, el arco del puente se inclinaba bruscamente hacia abajo.
Me puse en pie, encogí el cuerpo como si fuera un corredor y salí disparado. La espada rozó la base del arco y vino hacia mi rodilla. Salté por encima de ella y seguí corriendo, sin parar, lanzándome al pozo siguiente.
La pared del pozo era bastante escarpada. Choqué con ella, reboté y me estrellé en el fondo con una fuerza más que considerable.
En el Infierno la inconsciencia no existía. Sólo había dolor y la terrible tensión de esforzarse por tragar aire. Y muy por debajo del dolor una vocecilla minúscula estaba diciendo: Alto necesitas respirar, Carpentier. Estás muerto. Pero yo quería respirar, necesitaba respirar, y no podía tragar ni una pequeña bocanada de aire.
El aire acabó llegando, primero a pequeños sorbos y después a borbotones. Traté de erguirme. Sentí como si me estuviera rompiendo la espalda. Quizá tenía la espalda rota. Pero la espada habría sido peor.
¿Podía sentir mis pies? Sí.
De acuerdo. Tu columna vertebral está intacta. Basta con que sigas tumbado durante un rato. Ya curarás.
Claro, siempre nos curábamos.
Eh, Carpentier. ¿Cómo es que Benito siempre se curaba antes que tú?
¿Y por qué no iba a curarse antes que yo? Formaba parte del personal.
Entonces, ¿qué razón había para que se hiciese daño?
—¿Qué tienes? —me preguntó una voz femenina.
—¿Eh? —Por el momento, ése era el límite de mi coherencia.
—¿Qué tienes? —repitió ella pacientemente. Volví la cabeza, muy despacio. Todo estaba oscuro. Mis oídos captaron los horribles ruidos que formaban la cacofonía del Infierno: gemidos, gritos de rabia y dolor, el gruñir de los perros…
Estaba sentada con el cuerpo apoyado en la pared rocosa, desnuda, con la piel llena de pústulas y cicatrices dejadas por llagas más antiguas que ya habían curado. Parecía tan incapaz de moverse como yo.
Pero el dolor de mi espalda ya estaba cediendo.
—Lo más probable es que me haya roto la espalda —dije—. Y tú, ¿qué tienes?
—De todo. Sífilis. Gonorrea. Frambesia. Mal aliento. Lo que se te ocurra.
—Ah. Ya sé qué has estado haciendo.
—¡Pero es que no hice nada de eso! ¡Por eso es tan injusto!
Mis ojos estaban acostumbrándose a la penumbra que reinaba en el pozo. Había otros cuerpos tendidos en el suelo o recostados contra las paredes. La mayor parte de ellos parecían estar a punto de morirse.
Delante mío había un hombre que no paraba de hurgar entre miles de píldoras. Allí debía haber todos los medicamentos jamás inventados o imaginados: tabletas, cápsulas de muchos colores, frascos, pildoritas y píldoras que habrían hecho atragantarse a un caballo. Cogió una píldora, la miró con los ojos medio cerrados y dejó escapar un gemido de dolor. Finalmente, se decidió: arrojó la píldora a la bañera llena de remedios que había junto a él.
Irguió el cuerpo y empezó a gemir, apretándose el estómago con las manos.
—¡Me está royendo vivo! —gritó. Buscó ciegamente otra píldora. Esta vez la tragó sin ni tan siquiera mirarla. No pareció ayudarle mucho, porque gritó aún más fuerte y se puso a hurgar nuevamente entre los remedios.
Me volví hacia la chica, interrogándola con la mirada. Se encogió de hombros.
—Vendía curas para el cáncer. Sólo funcionaban si no ibas a ver a ningún médico. Quizá entre todo ese montón de píldoras haya una que le cure.
—¿Y el resto?
—Algunas no tienen ningún efecto. Otras hacen que el dolor empeore.
Me estremecí y un instante después me quedé paralizado de terror cuando algo que aullaba pasó corriendo ante mí, a cuatro patas, con las mandíbulas goteando espuma. Pensé que era un animal, pero no lo era. Era un hombre.
—Falsificadores. Los falsificadores siempre acaban rabiosos —dijo la chica—. Si te muerden tardas mucho en curar.
¡Y yo no podía moverme! No podía hacer nada salvo quedarme quieto y mirar.
Hombres y mujeres con la piel cubierta de costras, sintiendo tal escozor que les obligaba a rascarse sin cesar. Un hombre sin oídos, incapaz de moverse y pidiendo agua a gritos.
—¡Escuchad! —gritaba—. ¡Decídselo a Satanás! ¡A cualquiera! Decidle a Satanás que hay una conspiración para arrebatarle el poder. ¡Revelaré los nombres de los conspiradores a cambio de agua! ¡Decídselo!
Todos estaban agonizando, mortalmente enfermos, y todos sufrían un terrible dolor…, salvo uno, que ofrecía un contraste sorprendente con los demás. Estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, a unos pocos metros de la chica y de cara a mí. Era un tipo de mediana edad con aire de querubín, regordete, con unos ojos azules que centelleaban sobre una sonrisa de loco feliz.
Desde luego, estaba loco. ¿Sería una enfermedad mental, o tendría el cerebro afectado por alguna bacteria?
Tenía que salir de aquí. Me encontraba rodeado por las peores enfermedades contagiosas de toda la historia de la humanidad. Intenté moverme y no tardé ni un segundo en quedarme quieto. Mis piernas se negaban a obedecerme y sentía lo mismo que si mi columna vertebral estuviera prisionera de unas tenazas. ¿Habría pillado ya alguna enfermedad? ¿Meningitis espinal, quizá?
Los ojos azules del loco acabaron posándose en mí.
—Yo era psiquiatra —dijo.
—No se lo he preguntado. —De hecho, mis conocimientos sobre el Infierno ya eran muy superiores a lo que realmente habría querido saber. Lo único que deseaba era salir de allí. ¡No me cuenten nada mas! Cerré los ojos.
—Confiaban en mí —dijo el loco con voz alegre—. Pensaban que sabíamos lo que estábamos haciendo. Por cincuenta pavos a la hora les escuchaba contar la historia de sus vidas. ¿No haría usted lo mismo?
Se calló.
—Está loco —dijo la chica.
—Gracias. No estaba muy seguro —le respondí sin abrir los ojos.
—Oiga, usted se cayó por el borde. ¿Ha estado arriba? ¿Ha visto lo que sucede allí?
—Sí, he visto muchas cosas.
—¿Qué le hacen a las…, bueno, a las mujeres de vida alegre?
Abrí los ojos. Se había puesto muy tensa, aguardando mis palabras.
—No me he fijado en que tuvieran nada especial para las putas. ¿Por qué?
—Yo… Yo… Oiga, algunas chicas no llegan a meterse en cama con los clientes. Llevan a un caballero a un motel, cobran su dinero por adelantado y luego desaparecen. A veces hasta se puede hacer mejor. Estás empezando a meterte en faena cuando tu novio entra por la puerta. ¿Comprende?
—Claro. —Cuando estaba en Inglaterra me robaron un par de veces usando ese mismo sistema.
—Bueno —dijo ella—, yo creo que eso no es tan malo como ser una auténtica… prostituta. —Y me miró.
No sé por qué pero ya casi no me acordaba de aquel lejano momento vivido en la Tierra, cuando una chica de Londres me propuso que fuera con ella y desapareció en un cuarto de baño que tenía una segunda puerta, dejándome lleno de rabia y lujuria frustrada. Si hubiera llegado a cogerla la habría matado. Pero eso fue hace mucho tiempo, y comparada con mi situación actual cualquier otra me parecía buena.
Así que mentí.
—Supongo que estarán más abajo. Aún no he estado allí.
Satisfecha, volvió a apoyarse en la pared y me olvidó, absorta en el examen de su maltrecho cuerpo.
El psiquiatra loco volvió a fijarse en mí.
—Estábamos jugando, nada más —dijo con la voz de quien está soñando—. Trasteábamos con algo que no comprendíamos. Yo lo sabía. Oh, lo sabía. Deje que se lo cuente…
—No me cuente nada. —¡Todos ellos parecían empeñados en seguir haciéndome daño!
—Era catatónico. Como un muñeco de goma. Podías ponerle en cualquier postura y así se quedaba, durante horas. En aquellos tiempos probábamos suerte con toda clase de cosas. Terapia de shock, shock de insulina, lobotomía… Castigar al paciente por no ser consciente del mundo exterior.
—O por no fijarse en su presencia.
Lo había dicho para herirle pero él asintió, muy contento.
—Así que le metimos en una sauna y empezamos a subir la temperatura. Le estábamos observando por la ventanilla. Primero se limitó a sudar. Después empezó a moverse de un lado para otro. Cuando pasamos de los cuarenta y cinco grados pronunció sus primeras palabras en dieciséis años. «¡Dejadme salir de aquí, joder!».
Sus ojos de loco se clavaron en mí y su rostro pareció derrumbarse hacia dentro. La sonrisa de querubín se desvaneció.
—¡Déjeme salir de aquí, joder! —gritó.
—No puedo. Bastante suerte tendré si logro salir yo. —Traté de moverme. Me dolía, pero no lo suficiente para retenerme en aquel sitio. Me puse en pie, con mucha cautela, y empecé a subir por la pendiente.
—¡No puede hacer eso! —gritó la chica—. ¡Vuelva aquí! ¡Vuelva!
Seguí subiendo. Había rocas a las que sujetarme, grietas que usar como asideros. Apenas si había trepado un par de metros cuando otro caso de hidrofobia pasó por donde había estado antes, mordiendo y atacando a todo aquel con el que se encontraba. Una roca se desprendió bajo mi pie. Hice un gesto brusco para no caer y sentí una aguda punzada de dolor en la columna vertebral.
El enfermo de rabia estaba gritándole al psiquiatra pero la sonrisa de querubín había vuelto a su cara y ahora tenía los ojos clavados en la pared de enfrente, sonriendo apaciblemente. Cuando llegué a lo alto recordé quiénes estaban en el último pozo del Octavo Círculo. Los falsarios. Los timadores. Los que habían jurado en falso.