20

El tercer pozo era más angosto y estaba más limpio. Desde arriba parecía vacío, así que me pregunté si no habría algún pecado que nadie era capaz de cometer, o uno en el que nadie había pensado. Pero allí abajo se veían unas lucecitas que no paraban de bailotear…

Desde el arco se las podía ver más claramente. Logré distinguir largas filas de agujeros tallados en la piedra. Los agujeros tenían rebordes de roca. La mayor parte estaban ocupados por un par de pies humanos que asomaban de ellos. Los pies bailaban. Las llamas devoraban las plantas de esos pies.

—Otro pecado que se ha quedado anticuado —dijo Benito—. Vender cargos religiosos. Simonía.

—¿Qué? —preguntó Billy.

Me encargué de traducírselo.

—Esos tipos que aceptan dinero a cambio de convertirte en sacerdote.

Algunos de los agujeros tenían pequeños carteles. «Escuela de Teología Wharton. ¡Consiga su doctorado en teología en sólo diez semanas! Escriba al encargado de matrículas».

Y otro más: «Meditación. El nuevo camino que lleva a la serenidad y la paz interior. Conozca al mayor gurú de todos los tiempos. Matrícula: 350 dólares».

Billy estaba perplejo.

—¿Y Dios les trata así? ¿Por haber hecho eso?

—Robaron lo que pertenece a Dios —dijo Benito—. En esas pilas bautismales hay papas, así como otras muchas personas. El nombre que le des no parece ser demasiado importante. Lo que importa es haber vendido los dones de Dios.

¿Y por qué iba a importarles todo eso a unos alienígenas? ¿Eh, Carpentier?

—Benito, este sitio no me gusta —dijo Billy.

Le di una palmadita en el hombro.

—A mí tampoco. Larguémonos. —Sentía deseos de echar a correr. Al menos no corría peligro de acabar en ese pozo. Todos estábamos a salvo. Nunca habíamos tenido dones celestiales que vender.

El puente que cruzaba el cuarto abismo se encontraba delante nuestro y cuando estaba en el centro mis ojos miraron hacia abajo. Pensaba cruzarlo a toda velocidad pero lo que vi era tan extraño que me hizo detenerme. Los condenados pasaban rápidamente bajo nosotros y todos tenían la cabeza vuelta del revés. La mayor parte eran mujeres.

—Adivinos y gente que predecía el porvenir —dijo Benito antes de que pudiera preguntarle—. Intentaron ver el futuro mediante la magia.

Y ahora ni tan siquiera se les permite ver hacia dónde van. Me estremecí, pensando que un escritor de ciencia ficción bien podía terminar allí. Aunque…, no, yo nunca había usado la magia. Sólo la lógica, y no había sido capaz de impedir que fuese a parar al Infierno.

—¿Cómo es que los científicos y los que hacían pronósticos racionales sobre el futuro no están aquí? —le pregunté—. Ellos intentaron adivinar el futuro.

—La mayor parte de esas personas le pidieron ayuda a Satanás. Se la dio… o rechazó dársela. Lo que les ha condenado es el hecho de que le pidieran ayuda. —Se dio la vuelta, disponiéndose a seguir avanzando.

Entonces reconocí a una de las condenadas.

Una señora ya mayor, muy atildada y correcta. Había sido maestra en la escuela de mi sobrino. Ahora caminaba con la cabeza del revés, y las lágrimas corrían por su columna vertebral y acababan perdiéndose entre sus nalgas. Grité. Los condenados alzaron los ojos hacia mí.

—¡Señora Herrnstein! ¿Por qué? —grité.

La señora Herrnstein miró a su alrededor. Se detuvo y alzó los ojos hacia mí, con el rostro y la espalda vueltos en nuestra dirección. Siempre había estado delgada y nunca me había parecido particularmente femenina. Desde luego, ahora no resultaba nada femenina.

—Éste es mi sitio, señor Carpentier —dijo—. Váyase, por favor. No quiero que nadie me vea.

—¿Éste es el sitio donde debe estar? —No lograba imaginarme a la señora Herrnstein con una bola de cristal.

—Sí. Cada vez que uno de mis alumnos tenía dificultades para aprender a leer, utilizaba… No era una buena maestra, señor Carpentier.

—¡Usted era una buena maestra! ¡Le enseñó más en un año a Hal de lo que aprendió después en cinco!

—Era una buena maestra si tenía buenos alumnos. Pero no tenía la paciencia necesaria para ayudar a los que no eran tan listos. Si tenían problemas para aprender a leer, decía que sufrían de dislexia.

—¿Y está aquí por haber hecho diagnósticos equivocados? —¡Esto era monstruoso!

—Decir que alguien tiene dislexia no es diagnosticar, señor Carpentier. Es hacer una predicción. Es afirmar que un niño jamás podrá aprender a leer. Y con esa predicción en su historial… Bueno, quizá parezca extraño, pero lo cierto es que ninguno de esos niños logra aprender a leer. A menos que tropiecen con un profesor que no crea en esa clase de brujerías pedagógicas.

—Pero…

—Era brujería, señor Carpentier. Y ahora, por favor, váyase. —Siguió caminando, llorando incontrolablemente, con el rostro vuelto hacia nosotros mientras se alejaba. La observé hasta que se hubo perdido en la lejanía.

—No debería estar en este sitio —insistí.

—Entonces quizá no siga en él durante mucho tiempo —respondió Benito con voz impasible—. Aun así… Te habrás fijado en que ella no parecía estar de acuerdo contigo.

—¡Pues se equivoca!

—Allen, ¿qué te hace sentirte tan capacitado para juzgar a la gente?

—Métete en tu dura cabeza que a quien estoy juzgando es al Gran Jujú

—Es a Dios a quien estás juzgando —me replicó con voz de trueno.

—De acuerdo, estoy juzgando a Dios. ¡Si Él puede juzgarme, reclamo el derecho de juzgarle yo a El!

Billy puso cara de horror al oír mis palabras. Lo lamenté. Pero Benito se rió y dijo:

—¿Y cómo piensas hacer cumplir la sentencia que Le impongas?

La única respuesta posible quizá no sonara demasiado convincente pero la utilicé.

—Negándome a adorarle. Benito, ¿te das cuenta de que el Dios al que adoras ha creado una cámara de torturas privada?

—No creo que llamarla privada resulte muy adecuado.

—¡Privada o pública, el Dios que Allen Carpentier adore tendrá que cumplir unas reglas morales un poco más elevadas que éstas!

Benito guardó silencio durante unos segundos.

—Esperemos que nadie haya oído nuestros gritos —dijo—. Mira hacia delante.

Desde nuestra posición en lo alto del puente dominábamos el siguiente abismo. Los bordes estaban llenos de negros demonios cornudos que no paraban de moverse. Eran más grandes que un hombre normal y un poco más pequeños que los demonios del primer abismo, pero también tenían cuernos y rabo, y su piel era negra como el ébano, muy distinta a la piel de un negro. Y llevaban…

—¿Tridentes?

—Así es —dijo Benito.

No pude evitar una leve sonrisa. ¡Tridentes! Había olvidado ese detalle. Me pregunté si los dibujantes de Walt Disney habrían llegado a comprender la razón de que sus diablos llevaran tridentes.

—No deben vernos —dijo Benito—. Todos corremos peligro. Vigilan el abismo de los corrompidos, o de aquellos que robaron aprovechando que tenían puestos de confianza.

Billy se estremeció.

—Supongo que les gustaría echarme mano —dijo—. Creo que en mis tiempos le robé unas cuantas cosas a mis jefes. No muchas, pero sí unas cuantas…

—Pues yo no robé nada. Los escritores no tienen jefes —dije. Y entonces recordé el avance que me había dado la editorial Omniverso, nueve años antes de que muriera. No sé por qué, pero la novela jamás había llegado a ver la luz y venga, Carpentier, no corras riesgos. Esos demonios no sabrían comprender los misterios del mundo editorial.

Al final del puente había unos cuantos peñascos que podían servimos de refugio. Esperamos nuestra oportunidad y corrimos por el puente cuando no había ningún demonio cerca. Logramos escondernos entre los peñascos antes de que otro grupo de ellos se acercara. Nos quedamos quietos, encogidos entre las rocas.

—Es una pena que los puentes no se encuentren en línea recta —murmuré—. Podríamos haber seguido avanzando. —El puente siguiente quedaba unos treinta o cuarenta metros a la izquierda, con un grupo de unos veinte demonios interponiéndose entre nosotros y su comienzo.

—Éste es el segundo sitio más peligroso del Infierno para nosotros —murmuró Benito—. Tenemos que llegar al otro puente sin que nos vean. Cruzadlo tan deprisa como podáis, y no se os ocurra pararos en el siguiente abismo. Meteos en él. De todas formas, no hay puentes y aunque existiera alguno jamás podríamos llegar a él. Los demonios vigilan los dos lados del precipicio.

Billy se removió, inquieto.

—No me gusta correr sin saber de qué huyo.

—Debemos hacerlo —se limitó a responder Benito. Señaló hacia delante. Un demonio pasó junto a nuestro escondite.

Tenía un cuerpo más o menos humano que mediría dos metros setenta de alto, equipado con cuernos, pezuñas y una cola que no paraba de moverse. Un humanoide capriforme…

Oh, Carpentier, qué bonito. ¿Humanoide capriforme? ¡Un demonio! ¿Por qué intentas engañarte a ti mismo?

El demonio llevaba consigo a un ser humano, igual que si fuera una bola de las que se usan para jugar a los bolos, con sus garras profundamente clavadas en la espalda del hombre, que no paraba de retorcerse. El demonio no parecía darse cuenta de ello.

—¿Cuántos neoyorquinos hemos tenido esta semana? —le preguntó a un grupo de tres demonios que estaban cerca de él.

Los cuatro se pararon delante de nuestra roca. Uno de ellos se llevó el rabo a la boca. Dientes parecidos a cuchillos de carnicero empezaron a mordisquear la punta.

—Doce.

—Que sean trece. Y en la Tierra aún es jueves. Si Horrible vuelve a ganar la apuesta le arrancaré la cara.

—Siempre podrías olvidarte de registrar a éste.

—Sí, ¿por qué no? —El primer demonio levantó un poco a su carga humana para estudiarla—. De todas formas, no es demasiado importante. Le robó unos centenares de pavos a un amigo que necesitaba operarse los ojos. No se te ocurrirá delatarnos, ¿verdad? —le dijo al hombre.

—No. Lo juro —respondió éste. Su voz estaba medio ahogada por el dolor.

—Y no se te ocurrirá asomar la cabeza por encima del pozo, ¿verdad? Porque como te veamos… —El demonio sopesó su tridente en un gesto muy expresivo—. Te sacaremos de allí, te haremos pedacitos y los dejaremos bien esparcidos. Duele mucho.

—No diré nada —jadeó el hombre.

—Estupendo —dijo el demonio que le tenía sujeto, y le arrojó al abismo. El hombre pasó por encima del borde con un aullido quejumbroso que terminó en un sonido medio chapoteo medio golpe ahogado.

—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó Billy.

—Pez hirviendo —respondí yo.

—¿Qué había hecho?

—Robar.

—Me gustaría poder salvarle.

—Yo no le salvaría ni aunque pudiera —dijo Benito.

Los demonios se marcharon. Igual que los guerreros que rodeaban el lago de sangre miraban siempre hacia el pozo, nunca hacia nosotros. Si íbamos con cuidado podíamos movernos de uno en uno, yendo de una roca a otra…

—¡Te pillé! —gritó un demonio y sufrí un ataque cardíaco, allí mismo, entre dos peñascos que no eran lo bastante grandes para esconderme. Les habría bastado con venir a recogerme pero no estaban mirando en esa dirección. Estaban junto al borde del pozo, usando sus tridentes.

Un cuerpo humano emergió del pozo chorreando negras gotitas de pez e intentando liberarse de las púas de dos tridentes.

—El jefe Tweed, ¿no? —le oí decir a un demonio—. Hemos estado hablando con alguno de esos muertos que se suponía habían votado por ti… ¡No le sueltes, Rojo! —El hombre había logrado liberarse de un tridente pero el otro le tenía bien sujeto. Le sacaron del pozo. Empezaron a jugar con él.

Puse la mano en el hombro de Billy.

—No mires. Podemos recorrer un buen trecho mientras están ocupados.

Nos arrastramos igual que serpientes. Cuando el alma de Tweed dejó de gritar ya estábamos detrás del puente. Miré hacia atrás y tuve que cerrar los ojos. Los demonios le habían abierto en canal y estaban tratándole como si fuera una de esas ranas que se usan en las clases de biología; pero, a diferencia de las ranas, Tweed seguía intentando escapar.

Benito se agazapó como un corredor que se dispone a tomar la salida.

—¿Listo?

—Sí.

—De acuerdo.

Echamos a correr.

Oí un gran rugido de rabia. No miré hacia atrás. Pero cuando pasaba por el puente, en última posición, vi que los demonios del otro lado del abismo corrían hacia nosotros intentando interceptarnos.

Uno de ellos iba a conseguirlo.

Me detuve. Sólo por un instante; después seguí corriendo por el puente en pos de Benito.

Pero Billy había doblado su velocidad.

El demonio llegó al extremo del puente tan deprisa que patinó y casi perdió el equilibrio.

—¡Ven con papá! —rugió, haciendo girar su tridente.

Falló por un nanosegundo. Billy pasó casi rozando las púas y trepó por el demonio hasta llegar a su enorme cabeza.

El demonio gritó e intentó darle la vuelta a cinco metros de tridente de acero. Benito le golpeó la rodilla con el hombro. El demonio dio media vuelta y yo golpeé su otra rodilla. Sus dos piernas gigantescas se doblaron, haciéndole caer.

Media tonelada de demonio se estrelló contra la roca.

Billy rodó sobre sí mismo, apartándose a tiempo. El demonio gimió e intentó llevarse las rodillas al pecho.

—¡Corred! —gritó Benito—. ¡Billy!

Un grupo de demonios estaba ya casi encima de nosotros. Corrí hacia el siguiente abismo y me detuve junto al borde. ¿Dónde estaba Billy?

Billy había cogido el tridente del demonio y estaba levantándolo para atacar.

—¡Olvídate de eso! —grité pero y a era demasiado tarde. Billy lanzó un grito de triunfo y dejó caer el tridente con todas sus fuerzas. Lo levantó para dar otro golpe y los demonios cayeron sobre él. Salté a través del vacío con Benito junto a mí. Uñas que medían diez centímetros de largo rozaron mi cuello con un seco chasquido.