El cauce del río era estrecho pero la corriente se movía con bastante rapidez. Su rugido parecía un tanto distinto al del agua y el líquido seguía teniendo un brillante color escarlata. La atmósfera estaba saturada por el olor de la sangre.
Aun así, fuimos hacia él y bañamos nuestros pies medio asados en la corriente. Después nos dedicamos a caminar por el barro frío de la orilla, sin sandalias, hasta haber llegado a la cascada. Una vez allí, vimos cómo incontables toneladas de sangre se perdían en la oscuridad.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
Benito frunció el ceño. Parecía indeciso.
—Es arriesgado. El monstruo Gerión llevó a Dante y a Virgilio hasta las profundidades del Infierno. Pero nosotros no tenemos ninguna misión sagrada que cumplir. No somos santos, sino pecadores. Conozco a Gerión. No es de confianza.
—El pase —le recordé.
—«La decisión ha sido tomada en el lugar cuyas decisiones deben cumplirse…». Sí. ¿Lo intentamos?
—Siempre será mejor que saltar. —Billy miró a Benito—. Será mejor, ¿no? ¿Qué puede hacernos? ¿Comérsenos?
—Puede llamar a Minos.
—Intentémoslo —dijo Corbett—. Hemos llegado hasta aquí sin que nadie le llamara.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? Bien. Ahora debemos convocar a Gerión. Necesitamos una señal, algo para atraer su atención. Dante arrojó una cuerda al abismo.
—Una señal —dijo Corbett—. ¿Tiene que ser algo sutil?
—No creo que la sutileza resulte imprescindible.
—Oh, no queremos hacerle pensar a Gerión que somos unos tipos sin educación, ¿verdad? Algún pequeño cambio en el medio ambiente, apenas lo justo para atraer su atención. Déjame pensar… —Corbett volvió al coche y puso en marcha el motor. Salió del coche, fue hacia la parte trasera y desenroscó el tapón del depósito de gasolina.
Un copo de fuego pasó junto a su nariz. Corbett lo apartó de un soplido, guiándolo hacia el depósito de gasolina. El depósito se incendió con un fuerte whoosh. Corbett entró corriendo en el coche y puso la primera. Después retrocedimos una buena distancia y lo vimos avanzar hacia el abismo.
—A veces la delicadeza es muy importante —dijo Corbett. El coche cayó y cayó igual que una bengala de las que utilizan en los campos de batalla. Pasó junto a una silueta enorme que ya estaba empezando a moverse por entre la penumbra, iluminándola durante unos instantes.
—Sabía que estábamos aquí. —Corbett se había tumbado en el suelo, con el rostro asomando por el borde del precipicio—. No necesitábamos hacerle ninguna señal.
—Nunca viene sin que se le haga una señal —dijo Benito. El coche era un pilar de llamas en la base del risco. Iluminado desde abajo, Gerión parecía una sombra provista de una delgada cola que no paraba de retorcerse. Subió flotando hacia nosotros, y sus rasgos fueron haciéndose cada vez más claros. Quedó suspendido a nuestra altura, nos dirigió una tranquilizadora sonrisa con un rostro sorprendentemente humano y después se instaló en el risco, dejando que su cola colgara en el vacío.
Gerión era tan grande como un bote de remos, y carecía de alas. Tenía los pies palmeados, hechos para nadar. Su cabeza, casi humana, estaba desprovista de vello y poseía una boca ancha, un mentón bien definido y una nariz muy grande y achatada con unas fosas nasales bastante grandes. La cabeza acababa confundiéndose con unos hombros redondeados, sin estar separada de ellos por ningún tipo de cuello.
Sus brazos eran bastante humanos, más o menos del tamaño de los míos. En Gerión resultaban desproporcionadamente pequeños. La mano tenía algo raro: los dedos eran cortos y gruesos, hechos para herir y desgarrar.
Me dio la impresión de ser un animal acuático que respiraba aire y que había llegado a desarrollar una inteligencia humana. Su nariz me tenía intrigado. Era lo bastante grande como para proporcionarle un buen suministro de aire y por la forma parecía capaz de no dejar entrar el agua. Bastante racional, pero distinto al diseño de los cetáceos.
Su pelaje recordaba a un tapiz medieval: nudos de oro y figuras recortándose sobre un telón de fondo azul grisáceo. Precioso; aunque algo exagerado. Y resultaría un camuflaje muy adecuado si estaba acostumbrado a flotar bajo el agua, allí donde daba el sol.
En conjunto resultaba un alienígena bastante creíble, excluyendo su capacidad de volar. Que Infiernolandia hubiera sido construida por seres humanos ya resultaba bastante malo. ¿Y si había sido construida por unos conquistadores interestelares que deseaban divertirse?
La voz de Gerión era potente y ronca, con una extraña especie de zumbido subyacente.
—Hola, Benito. ¿Tres? ¿No te parece un poquito excesivo?
Benito le respondió con brusquedad. Gerión no le caía bien.
—Esto ha sido decidido en el lugar cuyas decisiones deben cumplirse. En cualquier caso, ya debes haberte dado cuenta de que los condenados son tan abundantes como las aguas de un río desbordado…
—Y tanto que me he dado cuenta. Te agobian, ¿verdad? Creo que no debe faltar mucho para el fin del mundo. El Infierno está llenándose —dijo el alienígena—. Bien, los que estamos en el Infierno para servir a la voluntad divina apenas si gozamos de libre albedrío, ¿eh, Benito? Venga, subid a bordo. Espero poder llevaros a todos.
Había hablado con jovialidad, sin amargura y con sólo un leve tono de burla en la voz.
Cuando intenté subir a la espalda de Gerión, que era bastante lisa, mi pie dio con algo duro. Miré hacia abajo. No resultaba fácil de ver pero el vientre de Gerión estaba rodeado por una banda metálica, una especie de artefacto cubierto con un material idéntico al de su abigarrado pelaje.
¿Antigravedad?
Me instalé detrás de la cabeza del monstruo. Los brazos de Billy se cerraron alrededor de mi cintura. Corbett se puso detrás de él y Benito subió el último, exponiéndose al peligro de ser pinchado por los dos aguijones en que se bifurcaba la cola. Gerión me sonrió por encima del hombro y se dejó caer.
Los brazos de Billy me apretaron convulsivamente. Pude ver que tenía los párpados cerrados y las mandíbulas apretadas.
Mi visión del Infierno estaba hecha de oscuridad y humaredas llameantes, con los fuegos trazando arcos concéntricos. Gerión inclinó el cuerpo y fue bajando en una lenta espiral. La cascada escarlata golpeaba las rocas convirtiéndose en espuma y vapor. Billy me apretaba de tal forma que estaba dejándome sin aliento, pero no me quejé. Aunque intentó evitarlo, le oí gemir suavemente.
Llegamos al fondo.
—¿Tu primer vuelo, Billy? —le dije.
—Sí.
—Ya hemos bajado. Puedes soltarme.
—Bien. —Se fue soltando, poco a poco, y bajó por la espalda de Gerión. Le temblaban las piernas. Le seguí.
Gerión subió un par de metros y se quedó inmóvil.
—Eh, Benito —dijo. Su voz estaba saturada de una camaradería artificial más inquietante que cualquier amenaza—. Benito, ¿cómo es que los que viajan contigo nunca vuelven? —Y el monstruo se alzó hacia el cielo, riendo suavemente.
—¿Has estado aquí antes? —le preguntó Corbett, como sin darle importancia.
—He rescatado a otros —respondió Benito.
—¿A cuántos?
—Seis. Uno cada vez. No importa cuántos me acompañen, parece que sólo uno puede llegar hasta la salida. Quizá esta vez seremos más afortunados.
—¿Qué le ocurre a los otros? —le pregunté.
—¿Por qué volviste? —le preguntó Corbett.
Habíamos hablado al unísono, y Benito decidió no responder a ninguna de nuestras preguntas.
—¿Has visto la salida? —le preguntó Corbett.
—Sí —dijo Benito. En un tono de voz terriblemente seco.
—¿Y has ido más allá?
—No. Pero sigue la ruta de Dante, que lleva al Purgatorio. Volví para buscar a otras personas que necesitaran ser guiadas. ¿Tienes alguna objeción que hacerle a eso, Allen Carpentier? ¿Tendría que haberte dejado dentro de la botella?
—¡Eh, eh, eh! —Billy estaba tan impaciente que había empezado a bailotear sobre la punta de los pies—. ¡Si vamos a ir hacia allí, vámonos! ¿A qué viene tanto hablar?
Benito asintió y nos llevó pendiente abajo. Estar en terreno llano hizo que nos sintiéramos bastante expuestos, y Gerión no podía ser la única criatura capaz de volar que hubiera por allí. No había informado de nuestra presencia (¿o sí?) pero no teníamos ninguna garantía de que algún otro ser no acabara haciéndolo. Avanzamos rápidamente por lo que parecía ser roca sólida, siempre cuesta abajo, adentrándonos en la penumbra, hasta llegar a un precipicio.
Delante nuestro había una cañada que tendría unos veinticinco metros de hondo por quizá el doble de ancho. Estaba dividida en el centro por una pequeña pared de piedra. A nuestra izquierda había un orificio que atravesaba la pared. La pared era lo bastante baja para que pudiéramos ver por encima de ella, más baja que la altura de un hombre normal…
… y la cañada estaba repleta de gente. Una inmensa multitud iba y venía, todos en el mismo sentido y todos caminando deprisa pero sin llegar a correr. Los del otro lado iban hacia la izquierda, los que estaban más cerca de nosotros iban hacia la derecha. Y se movían deprisa.
Se movían deprisa porque allí había seres con látigos que les hacían moverse. Necesité unos cuantos segundos para darme cuenta de ello.
De acuerdo, Carpentier, estás en el Infierno y en el Infierno hay demonios. En la muralla al rojo vivo había cosas que podrían haber sido demonios, pero la niebla no te permitió verlas con claridad. Y también tenemos a Gerión que, desde luego, es un monstruo. Por lo tanto, es lógico que el Gran Jujú pueda fabricar demonios.
Pero yo no había querido creerlo. Y ahora estaba viéndolos. Su piel era negra, no del rojo que yo había esperado, y tenían por lo menos tres metros de altura. También tenían cuernos y rabo y eran mucho más feos de lo que jamás habría podido imaginarme. Utilizaban unos látigos que tendrían el doble de su talla. No paraban de gritarle a los rezagados:
—¡Venga, Big Morris, aquí no se viene a descansar el culo!
—Anda, perrito, hale, venga…
El lugar resonaba con el eco de los quejidos y los gritos de dolor y rabia. ¡Snap! ¡Crack! Pedazos de carne salían volando de las espaldas de quienes intentaban ir más despacio.
—¿Quiénes…? —murmuró Corbett. Le falló la voz y tuvo que volver a intentarlo—. ¿Quiénes son? —Estaba asustado y, ¿por qué no estarlo? Yo casi me había vuelto loco de miedo. Los demonios habían alzado la vista, y estaban mirándonos…
… pero un instante después volvieron a su labor, azotando alegremente a la multitud. Reconocí a uno de los que apretaban el paso. Era un famoso director y productor de cine, idolatrado por millones de personas cuando yo era joven. Estaba en el lado más cercano a nosotros pero cuando llegó al orificio de la pared divisoria el demonio que montaba guardia junto a él le azotó hasta hacerle pasar al otro lado para que se uniera a los que se apresuraban en dirección contraria.
Nunca había llegado a conocerle personalmente, pero sabía quién era. Y sabía quiénes debían ser todas aquellas personas.
Benito confirmó mis sospechas.
—Alcahuetes de toda clase a este lado, seductores al otro. Venid, tenemos que encontrar un puente. —Giró hacia la izquierda y le seguimos, no muy convencidos.
—Yo…, yo era un seductor —dijo Corbett con voz vacilante.
Recordé la atmósfera de la convención y lo sucedido la noche antes de mi muerte.
—Yo también.
Benito dejó escapar un resoplido.
—¿Habéis tomado alguna vez a una mujer contra su voluntad?
—No.
—¿Hicisteis que bebiera, o la drogasteis?
—Bueno… —¿Incluiría eso a la marihuana?—. No, no estuve con ninguna que no supiera lo que podía esperarse.
—Nunca me hizo falta —dijo Corbett sin darle importancia.
—¿Usasteis las amenazas o la fuerza?
—No digas tonterías. —Corbett parecía algo irritado—. Ya te dije que no me hacía falta.
—El significado de la palabra italiana no corresponde del todo al que tiene en vuestro idioma, donde apenas si es algo más que una fornicación casual —dijo Benito, muy serio—. Creo que quizá la palabra más adecuada sea «violación».
Ya podíamos ver el puente delante nuestro: un arco de piedra. Parecía muy viejo.
—¡Jerry! —gritó una voz desde abajo—. ¡Jerry! Baja, Jerry. ¡Éste es el sitio donde debes estar!
Corbett se paró en seco y miró hacia abajo.
—¿Julia?
—Baja, Jerry. Compártelo todo conmigo. Tú me enseñaste cómo hacerlo, Jerry…
—¿Cómo es posible que una chica pueda cometer una violación? —pregunté yo. Era, o había sido, bastante bonita, pero ahora su rostro estaba contorsionado por el dolor y el agotamiento. Los demonios contemplaron cómo se quedaba quieta, jadeando y hablando a gritos con Corbett, pero no intentaron obligarla a seguir caminando.
—Engaño. Falsedad —dijo Benito—. Quienes inducen a los demás a hacer aquello que saben no está bien, así como aquellos que le imponen su voluntad a los demás.
Me volví hacia Corbett y un grito de ¡Cállate, Carpentier! Nada de esto es asunto tuyo me hizo cerrar la boca antes de abrirla.
—Jerry, tú me lo enseñaste todo —estaba gritando ella—. Aún podría amarte. Baja aquí, ven conmigo. ¿A qué otro sitio puedes ir ahora?
—¡Fuera! ¡Hasta el centro y fuera de aquí! —le gritó Corbett.
Los demonios se echaron a reír como locos. La chica rió con ellos.
—Oh, Jerry, ¿realmente crees eso? ¿No sabes que cuanto más abajo vayas peor estarás, y que nunca podrás volver, y que no conseguirás salir? ¡Ahí abajo todo es peor, Jerry! ¡Espera hasta ver quién está debajo nuestro, Jerry! ¡Aquí puedes estar conmigo ¡Quédate en el sitio donde debes estar! ¡No hay forma de escapar! ¿No sabes lo que está grabado en las puertas del Infierno, Jerry? ¡Abandonad toda esperanza!
—¡No tengo miedo de lo que hay más abajo! —Corbett estaba empezando a ponerse histérico—. Nunca hice ninguna de las cosas por las que os han castigado a estar ahí abajo…
La joven volvió a reír.
—¡El único hombre perfecto que ha existido! ¿Estás seguro, Jerry? Entonces, ¿por qué dejan que vayas allí? ¿Y qué te hace pensar que conseguirás ser tratado con justicia? Baja aquí conmigo antes de que sea demasiado tarde… ¡HYEEEE!
Los demonios habían decidido que ya era suficiente. ¡Crack! ¡Snap! Los látigos hacían el mismo ruido que las palomitas de maíz recién hechas. Julia echó a correr, gritando junto con los demás. Un escalofrío me recorrió la espalda. Sentí deseos de taparme los oídos.
—Ven. —Benito cogió a Corbett por el brazo—. Ven. No dejes que te vuelva a seducir.
—¿Eh? —Corbett miró a Benito igual que si acabara de conocerle—. Ahora que lo mencionas, fue justamente así como ocurrió… ¿O no? Quizá mi lugar esté ahí abajo.
—Si lo merecieses, estarías ahí. Por el momento, no lo estás. Por lo tanto…, ven.
Seguimos caminando en silencio, cada uno envuelto en sus propios pensamientos. ¿Y si aquella chica tenía razón? ¿Estábamos adentrándonos más y más en el Infierno, para no salir nunca de él? ¿Qué había bajo nosotros? ¿Habría cometido alguno de los crímenes adecuados?
—Benito, ¿qué hay más allá?
Su seca voz de conferenciante no logró tapar totalmente los alaridos mientras caminábamos junto a la cañada. «¡Basta ya!». «¡No, otra vez no!». «¡Esperad, yo no debería estar aquí!». «Fue sólo un libro, sólo uno. ¡Necesitaba el dinero!». «Sucio hijo de perra, tú…». ¡Crack!
—De los diez bolgias o cañones de este círculo del Infierno no hay ninguno más partido en dos mitades. Cada cañón está atravesado por un puente, pero todos los puentes que pasan por el sexto cañón están en ruinas. Debemos bajar a él. No tendremos ningún problema.
—Benito, en nombre de Dios, ¿cómo puedes ignorar esos gritos? —le preguntó Corbett.
—Están recibiendo lo que se merecen —se limitó a decir Benito. O poseía el mismo sentido de la empatía que una tortuga o… ¿O qué?—. Bien, cuando lleguemos al quinto bolgia tendremos problemas. Es el pozo de los corrompidos y los demonios montan guardia en el borde, no en el fondo.
—Ugh. —Había olvidado casi todo lo referente al libro pero jamás habría podido olvidar aquella imagen: una tropa, un ejército de diablos, sádicos y maleducados, una organización militar saturada del odio más repugnante. Casi habían acabado con Dante, pese a que contaba con su pase—. ¿Qué viene después de este círculo?
Habíamos llegado a un puente de piedra sin desbastar. No tenía barandillas y mediría unos tres metros de ancho: un delgado arco de roca que pasaba por encima de aquel pozo lleno de gente que gritaba y corría. El puente era tan empinado que me puse a cuatro patas para trepar por él.
—¡Jerry! ¡Baja, Jerry! —Era la chica otra vez. Corbett se envaró.
—¿Y qué hay después? —le pregunté a Benito—. ¿Qué encontraremos después de los diez cañones?
—Poca cosa —respondió Benito—. La gran llanura de hielo donde se castiga a los traidores, aquellos que traicionaron a sus parientes o benefactores.
—Bueno, yo no soy de ésos —dijo Corbett. Parecía estar mejor—. ¿Y después?
—Llegaremos al centro. Hay un agujero. Nos meteremos en él, dejando atrás el centro del mundo, y nos encontraremos volviendo a subir.
—¿Y esperas que me crea todo eso?
—Desde luego. ¿Qué razón tienes para no creértelo? —Benito parecía realmente sorprendido.
—Todo eso no es más que un montón de tonterías —dijo Corbett—. Cuando llegáramos a ese punto nos encontraríamos en plena caída libre.
—¡Jerry!
Corbett se estremeció. La voz volvió a llegar hasta nosotros.
—No seas idiota, Jerry. El centro es un sitio espantoso. Y ellos nunca te dejarán marchar de allí.
—Oye, ¿realmente fui yo quien la hizo terminar ahí abajo? —preguntó Corbett—. Puede que haya traicionado a un benefactor. Ella fue amable conmigo y…
—Vamos, ninguna mujer merece que uno se vuelva loco por ella —dijo Billy—. Tenemos que seguir juntos. Nunca he abandonado a un amigo y pienso ir al centro. Sigamos.
El cuerpo de Corbett pareció perder parte de su tensión.
—Cierto, si realmente eres Billy el Niño. Al menos, eso es lo que salía en las películas. —Volvió a ponerse en movimiento, reptando sobre el arco del puente y empezando a bajar por el otro lado—. Benito, esa descripción tuya sigue sin tener sentido. Cuando llegáramos al centro de la Tierra no sólo estaríamos en plena caída libre sino que, para empezar, esto no es la Tierra. ¿Una cavidad de este tamaño, debajo de la Tierra? ¿Puedes imaginarte las tensiones que eso causaría? Y a cada terremoto recibiríamos lecturas sismográficas emanadas de este sitio. No, tenemos que estar en algún otro sitio.
—Claro —dije yo—. Infiernolandia. Alguien la construyó siguiendo el modelo de Dante. Pero de momento la geografía ha sido idéntica a la del Infierno así que, ¿por qué preocuparnos de si es algo artificial o no?
—Es algo artificial en el sentido de que Dios lo diseñó y lo construyó —dijo Benito.
—De acuerdo —dijo Corbett—. Nunca fui un buen ateo. Y tampoco fui un buen creyente. Aun así, Benito, he visto planos para estructuras mayores que ésta. Mayores que la Tierra, de hecho. Nuestro auténtico problema es, ¿llegó a estar Dante en este sitio? ¿Lo vio? Y, ¿podemos confiar en sus datos?
Ésa era una buena pregunta pero yo tenía preparada otra mejor. ¿Hasta qué punto podíamos confiar en Benito? Nunca nos había dicho nada sobre esos viajes suyos anteriores.
Y, ¿cómo lograba volver cuesta arriba después de aquellos viajes? ¿Cómo se había ganado ese privilegio suyo que le permitía ir y venir libremente por el Infierno? Cuando habló de él y de Benito, Gerión había dicho «nosotros». «Nosotros, los que servimos a la voluntad de Dios en el Infierno».
Me parecía bastante improbable que Benito fuese un ángel… y la palabra de Gerión no era muy digna de confianza, me recordé. Pero esto era el reino del Diablo y Benito vagabundeaba libremente por él.
De acuerdo, Carpentier: entonces, ¿cuál es el castigo adecuado para un alma que desafía el gran mandamiento de Dios? No importaba que le llamase Dios o Gran Jujú, ya había tenido pruebas más que suficientes de que era vengativo. Me había metido en el Vestíbulo y yo había violado mi sentencia. Minos me había advertido. ¿Será éste el castigo final para Carpentier? ¿Bajar y bajar hasta lo más hondo del Infierno, sin poder volver, hasta acabar encontrando el nivel en que debía estar, recibiendo un castigo peor que aquel al que me habían condenado?
O si no… Supongamos que esto es realmente Infiernolandia, un terreno de juegos utilizado por los Constructores. ¿Qué razón tenían unos ingenieros parecidos a Gerión para construir algo que no fuera el Infierno? Estaba claro que les gustaba ver sufrir a los seres humanos. ¿Y el placer humano? ¿También les resultaría excitante? Todos los profesores me habían dicho que el Infierno era, con mucho, el mejor libro de los tres que componían la Divina Comedia.
Benito estaba volviendo a hablar.
—Siempre he supuesto que Dante hizo todo este viaje durante una visión. Cuando despertó había olvidado muchos detalles. Los sustituyó con sus conocimientos de teología, dogma religioso, filosofía e historia natural, así como con sus propias fantasías, prejuicios y odios personales. Pero la sustancia básica de la visión era totalmente real. Tened cuidado.
El puente caía casi a pico al otro extremo. La parte interior de la cañada se encontraba a unos seis metros por debajo del borde exterior. Empezamos a bajar de espaldas. A cien metros de distancia había otro pozo del que brotaba toda una cacofonía de sonidos. Nos quedamos quietos durante unos segundos.
—Por ejemplo —dijo Benito—, la obra de Dante da la impresión de que encontró a un gran número de italianos…
—Lo cual me parece perfectamente lógico —dijo Corbett. Intentamos reír pero aquél no era un sitio para reírse.
Benito se limitó a seguir hablando igual que si no le hubiese oído.
—Un número de italianos totalmente improbable. Una gran cantidad de personas famosas de la antigüedad. Vio a escritores, poetas y políticos, pero no vio hotentotes, esquimales, askaris o indios norteamericanos. Eso parece improbable.
—Entonces, ¿es que después de todo no confías en Dante?
—Jerry, no se trata de eso.
—Benito, nos hemos encontrado con una cantidad bastante grande de norteamericanos…, de hecho, una cantidad tan grande que casi resulta embarazosa —dije yo.
Billy se rió.
—En la isla también hay montones.
Benito pareció sorprenderse.
—Es cierto. Y Hilda Kroft y yo encontramos alemanes. Y…
—La gente tiende a fijarse en sus compatriotas —dijo Billy—. Sigamos.
Torcimos en ángulo hacia un puente que cruzaba la siguiente cañada. Benito seguía pareciendo preocupado. ¿Por qué? Que él estuviera preocupado me preocupaba.
El olor de aquel segundo abismo nos dejó paralizados. Era igual que caerse dentro de una cloaca. Ni tan siquiera intentamos echar una mirada por encima del borde.
—¿Quién está ahí abajo? —preguntó Billy.
—Los aduladores —se limitó a decir Benito, yendo hacia el puente.
Le seguimos.
—No lo entiendo —dijo Corbett.
—En cada sede de poder que ha existido los gobernantes se han encontrado rodeados de aduladores. En muchos sitios la adulación ha sido el camino que llevaba al poder y la riqueza. En otros, es una forma de vivir bien. Sin embargo, los aduladores siempre tienden a expulsar a los hombres dotados de una auténtica sabiduría. La adulación resulta mucho menos peligrosa que decir verdades desagradables.
—En Norteamérica no —dijo Corbett.
—Lo dudo —replicó Benito—. Pero supongo que tú debes estar mejor enterado que yo.
—¿Nunca le has dado jabón al jefe? Puedes estar seguro de que yo sí —dijo Billy.
Me sentía incómodo. ¿Qué estaba haciendo cuando morí, sino seguirle la corriente a los aficionados y adularles? Miré a Corbett, quien parecía tan a disgusto como yo. ¿La adulación? Todos habíamos probado suerte con ella. ¿Qué le hacían a los aduladores?
Llegamos al extremo del puente y nos quedamos quietos, mirándolo. El olor era tan fuerte que casi resultaba palpable. Podía sentirlo pegándose a mi cuerpo y me removí.
—¿Cómo vamos a cruzar eso? —preguntó Corbett.
—Deprisa —dije yo—. No respiréis. —Seguí inmóvil. Aún no había logrado reunir el valor suficiente para atravesarlo.
—¡Venga, amigos! —Billy corrió hacia el puente. Cuando la curvatura le ocultó a nuestros ojos le oímos gritar. El otro extremo del puente debía ser bastante empinado. Esperaba que hubiese rodado por él hasta llegar al final, y que no se hubiera caído por el borde. No estaba muy dispuesto a ir en su busca, y no oí que nadie más se presentara voluntario.
—¿Billy? —grité. No hubo respuesta.
—Está bien —dijo Corbett. Su voz sonaba hueca y no muy tranquilizadora—. Seguro que está bien.
Nos miramos los unos a los otros. Tragamos aire. Empezamos a trepar por el arco y allí donde era posible echamos a correr.
¿Estaría Billy ahí abajo? Cometí el error de mirar desde lo alto del puente.
Y contemplé un río de mierda con una multitud bastante grande que avanzaba por él, sumergida hasta el pecho.
La repugnancia puede dejarte tan paralizado como el miedo. Corbett, que iba junto a mí, se detuvo para ver qué estaba mirando. Hizo el mismo ruido que si fuera a vomitar, me cogió del brazo e intentó hacerme seguir avanzando. No podía moverme. Había reconocido a alguien.
—¡George! —grité.
Un alzarse general de cabezas. La sustancia que manchaba sus caras les ocultaba los rasgos pero era George, no me cabía duda. Intenté acordarme de su apellido y no lo conseguí.
Pero él me había reconocido. Se encogió, con sus brazos pegajosos ocultando su pegajosa cabeza.
Benito había retrocedido hasta reunirse con nosotros.
—Billy se encuentra bien. —Habló con la voz ahogada del hombre que está conteniendo el aliento—. ¿Quién era ése?
—Un viejo amigo. Trabajaba en la publicidad y escribía relatos en sus horas libres. No eran muy buenos, pero no era mal tipo. ¿Cómo ha llegado aquí?
—Adulación inmoderada. Es la única manera de llegar a este pozo. Allen, Jerome, quedarse aquí no sirve de nada. No creo que este paisaje os guste demasiado.
¿Adulación inmoderada? Encajaba, en cierta forma. Sí, era el estilo del Gran Jujú. La mayor parte de la publicidad consiste en alabar sin moderación un producto o adular a los usuarios. ¡Pero igual que todo el resto de torturas que había visto en el Infierno, esto era demasiado! Sentí deseos de hablar con George y decirle…, ¿qué? ¿Que le habían tratado mal? ¿Que me ocuparía de que le hicieran justicia, sin importar lo que me costase? ¿Que no podía salvarle, como no podía salvarme a mí mismo y que todo era inútil porque estábamos en manos de un Dios cruel o de unos alienígenas que no tenían corazón? No lo sé. Pero recordé uno de sus anuncios y se lo repetí, gritando. ¡No era para burlarme de él! ¡Sólo quería atraer su atención!
—¡Mereces pertenecer al Club de Campo Xanadú!
La respuesta fue un estallido de voces. Cabezas pegajosas manchadas de mierda se alzaron hacia mí y voces burlonas empezaron a gritar. «¡Se acabaron las cabezas mojadas!». «¿No se alegra de usar Dial? ¿No le gustaría que todo el mundo hiciera igual?». «¡Soy Glenda! ¡Vuela conmigo!». «¡Hazel, se puso azul!». «Siempre lo he hecho…, ¡y siempre lo haré!».
Y nosotros tres, que seguíamos mirando hacia el abismo, vimos de dónde salía la mierda.
Otra broma macabra. Todas aquellas personas habían sido equipadas con un segundo ano, que sólo resultaba visible cuando intentaban hablar.
Corbett se dobló sobre sí mismo, jadeando, un fantasma que intentaba echar la nada del fantasma de su vientre. Traté de ayudarle pero se apartó. No quería que le tocaran. Las convulsiones siguieron y siguieron.
Intenté alejarme del borde pero ya era demasiado tarde. George estaba llamándome, gritando agónicamente.
—¡Allen! ¿Por qué?
—¡Lo siento! —Tendría que haberle dejado en paz. Benito habló con voz de actor, tranquila pero potente y segura de sí misma.
—El Infierno tiene una salida.
Consiguió insultos y carcajadas, pero unos pocos le escucharon.
—Tenéis que trepar por las paredes del pozo. Si no hay más remedio, cooperad los unos con los otros. Será difícil, pero si os esforzáis lo suficiente podréis conseguirlo. Después tenéis que seguir hacia el interior de los círculos. El camino que lleva al Cielo está en el centro del Infierno.
Los rostros manchados de mierda empezaron a apartarse de él. George se quedó allí el tiempo suficiente para responderle. Su risa estaba a punto de convertirse en llanto.
—¿Yo en el Cielo? ¿Con la mierda cayéndome por el mentón? Prefiero quedarme aquí.
—Oye, cuando llegues allí habla con Él —gritó otro hombre—. ¡Dile a Dios que cantamos Sus alabanzas día y noche! ¡He escrito un nuevo himno en Su nombre! ¡Díselo!
Benito se apartó del borde, entristecido.
Busqué a Corbett… y le encontré al otro extremo del puente. Estaba llorando, tosiendo e intentando correr.
—¡Corbett! —grité—. ¡Vas en la dirección equivocada!
Se dio la vuelta.
—¡Es inútil! ¡Éste no es mi sitio! ¡Se supone que he de estar en los vientos!
—Nunca conseguirás trepar por el acantilado.
—¡Lo conseguiré! ¡No sé cómo, pero lo conseguiré! He de estar ahí arriba, no aquí abajo con… —Agitó los brazos, no sabiendo cómo expresarlo. Corbett no tenía palabras con que definir a aquellas almas tan espantosamente condenadas con las que no deseaba tener ni la más mínima relación. Se fue alejando de nosotros.
Billy nos esperaba al final del puente.
—¿Dónde está Jerry? —preguntó al vernos venir.
Benito meneó la cabeza.
—El orgullo… Era demasiado orgulloso para quedarse.