18

Estaba nevando fuego. Grandes copos llameantes caían lentamente de aquel muerto cielo grisáceo posándose sobre nosotros. Empezamos a apagarlos, manoteando frenéticamente. Billy yacía tan inmóvil como un cadáver mientras que los copos de fuego caían sobre su piel, pegándose a ella. Si me estiraba a lo largo de la aleta podía llegar hasta su cabeza, y conseguí quitarle un copo tan grande como una taza de la cara. Su ojo bueno me dio las gracias.

Cruzamos una extensión de arena ardiente. Los copos de fuego se desvanecían cuando llegaban al suelo pero no cuando tocaban carne. Otro milagro maligno. El coche empezó a hacer eses. Un instante después el motor pasó a segunda y aceleró.

—¿Eso ha sido cosa tuya? —le grité a Corbett.

—¡Sí! ¿O queréis quedaros aquí para siempre?

—La verdad es que no. —La arena era lo bastante lisa como para ir a una velocidad considerable… siempre que pudiéramos controlar el coche.

Billy dejó escapar un suave gruñido de protesta. Podía imaginarme perfectamente su miedo. Jamás había visto un coche y nunca había ido más deprisa de lo que podía correr un caballo.

La zona de mi espalda que había dejado al descubierto cuando me estiré para ayudar a Billy estaba cubriéndose de fuego. Lo apagué, manoteando, y deseé estar en un Cadillac.

Los Cadillacs deberían estar en el Infierno. Ese coche tiene algo que acaba pudriendo el cerebro de su conductor. Cada vez que algún maldito idiota ha estado a punto de matarme saltándose una luz roja, cambiando de carril o aparcando allí donde ningún coche debería pararse, ha dado la casualidad de que dicho idiota conducía un Cadillac. Tendría que haber Cadillacs en el Infierno…, ¡y si hubiéramos capturado uno de esos coches ahora podríamos viajar cómodamente, gozando de su aire acondicionado, en vez de estar agarrados a una aleta apagando copos de fuego a manotazos!

Grupos de almas bailaban frenéticamente sobre la arena llameante. Algunas se quedaron quietas, atónitas, viéndonos pasar. Corbett hizo sonar un par de veces la bocina, saludándolas. Aquel detalle de cortesía le ganó unas cuantas maldiciones, pero no pretendía burlarse de ellos. No podía hacer nada por ayudarles.

—¿Quiénes son? —le pregunté a Benito, inclinándome hacia él.

Benito estaba muy ocupado quitándose copos llameantes del pelo.

—Pecaron contra la Naturaleza —me respondió, gritando.

—¿Qué quiere decir eso?

—Amor contra natura. Hombre y hombre, mujer y mujer…

Hombre y oveja, mujer y vibrador… Pobres desgraciados. Pensé en la pareja de gays que vivían en la casa de al lado. Unos vecinos tranquilos, dos hombres de mediana edad amables y simpáticos, como cualquier pareja casada sin hijos. ¿Estarían aquí?

Volví la cabeza y tensé el cuerpo para que los copos llameantes cayeran sobre mi mejilla en vez de sobre mi frente. No lograba manotear lo bastante aprisa para quitármelos de encima. Al estarnos moviendo más rápido el parabrisas hacía que Billy gozara de cierta protección.

El fuego estaba agujereando mi piel. Se te curará, Carpentier. Se te curará, si es que logramos salir de aquí.

Pero ¿y ellos? Bailaban, se daban manotazos los unos a los otros; corrían en círculos; gritaban pidiendo que nos detuviéramos y maldiciéndonos al ver que no lo hacíamos, con una envidia enloquecida que yo comprendía perfectamente. Llevaban toda la eternidad aquí.

Y todo esto, ¿sólo por ser algo raros? Claro que ya no me sorprendía nada el que la justicia de Dios no encajara con la mía. Pensé en mis vecinos y me estremecí. Credo in un Dio crudel

La parte industrial del Infierno se había convertido en un manchón amarillento que teñía el cielo a nuestra espalda. Delante no había nada, sólo más desierto. Debíamos estar a mitad de trayecto, pensé.

Y de repente el coche salió disparado hacia adelante, a toda velocidad.

Corbett se quedó paralizado de pánico. El motor gritó con una furia inhumana a medida que el coche aceleraba. Dentro de un momento estaríamos yendo tan deprisa que no podríamos parar. Me protegí la cabeza con los brazos y solté la aleta.

Comprendan, no estaba abandonando a mis compañeros. El coche iba a estrellarse y que uno de nosotros pudiera moverse iría en beneficio de todos, ¿no? Al menos, eso es lo que pensé.

El motor tosió y se paró cuando yo aún estaba volando por los aires.

Rodé por el suelo. Me puse en pie gritando y bailando. Las almas que habíamos visto no bailaban de alegría, desde luego. El dolor era tan fuerte como el de la sangre hirviendo.

El coche se detuvo y eché a correr hacia él, gritando y maldiciendo los copos de nieve.

Y, de repente, me encontré con que había una chica corriendo junto a mí. Hubo un tiempo en el que fue bonita. Ahora tenía todo el pelo chamuscado y su cuerpo estaba cubierto de quemaduras.

—¿Podéis sacarme de aquí? —gritó.

—Suerte tendremos con salir nosotros. ¡No hay sitio! —Corrí hasta llegar al coche.

La chica había seguido corriendo junto a mí.

—Por favor, si me sacas de aquí haré cualquier cosa. Cualquier cosa.

—Estupendo —le dijo Corbett. Y, mirándome, añadió—: Estamos metidos en un buen lío. Era como si el acelerador estuviese clavado al suelo. Tuve que apagar el motor.

—¿No habrías podido…?

—¿Podido qué? ¿Arrancar el pedal con los dedos de los pies? Allen, el coche está encantado. Nos odia.

—¿Qué pasa? —preguntó la chica. No obtuvo respuesta.

Pensar resultaba bastante difícil con todos aquellos copos de fuego cayendo sobre mí. Empecé a bailotear alrededor del coche, gritando.

—Será mejor que tengamos alguna buena idea. Dentro de un par de minutos quedaremos enterrados bajo una pirámide de gente. —Los condenados ya venían corriendo hacia nosotros desde todos los puntos cardinales.

—Levanta el capó —ordenó Benito—. Corbett, ocúpate de Billy.

Levanté el capó. Miramos dentro y Benito dijo:

—Mueve el acelerador, Corbett.

Algo se agitó detrás del motor.

—Allen, ¿has visto? Eso es lo que acciona la válvula del combustible. Debes encargarte de controlarlo con los dedos.

La posición resultaba espantosamente incómoda: tenía que estar tumbado sobre el parachoques con la cabeza y las manos metidas bajo el capó. El motor estaba tan caliente como la arena y no tenía más remedio que tocarlo. Pero agarré el mecanismo y grité:

—¡De acuerdo, ya lo tengo! ¡Venga, Corbett! ¡Sal disparado! —La multitud ya estaba muy cerca y que todos se colgaran del coche resultaría imposible. Benito le hizo una seña a la chica y ésta se cogió de la aleta.

El coche rugió y salió disparado hacia adelante, lanzándose contra el círculo de personas que convergía sobre nosotros. Casi todos los condenados se apartaron rápidamente. Uno de ellos cayó bajo las ruedas. Otro, un hombretón atlético con los cabellos hasta media espalda y una barba enmarañada, logró agarrarse a la portezuela derecha y trepó por el maletero. Iba acompañado por un hombrecillo rubio.

—¡Frank! —gritó su compañero—. ¡Frank, no me dejes!

—Lo siento, Gene, pero no puedo hacer nada. Aquí no hay sitio para los dos.

—¡Frank! —El coche aceleró: Corbett había logrado hacerse de nuevo con el control. Sus débiles gritos nos persiguieron durante un trecho—. ¡Frank! Fui al Infierno por ti…

Frank había logrado pasar el brazo alrededor del cuello de Corbett. Empezó a apretar.

—¡De acuerdo, amigo, dale la vuelta a este trasto! ¡Vamos a La Habana!

—Perfecto. Lo que tú digas —respondió Corbett. Frank sonrió y aflojó un poco su presa, pero siguió sin soltarle.

Ahora teníamos a Frank en el maletero; a Billy en el asiento de atrás gimiendo de vez en cuando, todavía incapaz de moverse; a Benito en la aleta delantera izquierda; yo tumbado encima del motor intentando mantenerme lejos de sus partes más calientes, con las piernas colgando hacia la derecha; y a la chica agarrada a la aleta delantera izquierda, con los pies en el parachoques. Corbett tenía ciertos problemas para conducir. Como el capó estaba abierto, si quería ver algo no le quedaba más remedio que estirar el cuello hacia la izquierda.

Billy ya podía gritar.

—¡Por el amor de Dios, Frank, quítale de encima esos copos de fuego! —chilló Corbett.

—Que se joda. Y a Dios, que le jodan. Sigue adelante.

Seguimos adelante. Corbett gritó y yo solté el mecanismo para permitirle pasar a segunda. Con eso ya era bastante. El coche se resistía, el metal caliente tiraba de mis dedos igual que si estuviera vivo, pero al menos podía controlar la velocidad. Y, al menos, no había baches.

—¡Yiiiiahhh! —gritó Frank, loco de alegría—. ¡Esto es mejor que mi último viaje! ¡Chicos, voy a nombraros Ángeles del Infierno honorarios! Somos duros, ¿lo sabíais? Somos los tipos más duros del mundo, ¿lo sabíais? Aquel sheriff nos tenía tanto miedo que llamó a la bofia del estado. Nos dimos de narices con ellos. Yo iba delante. Doblé una curva y toda la carretera estaba llena de bofiamóviles. Yo me cargué a dos…

—Tu amigo de allí atrás… —grité.

—¿Gene? Nos lo pasamos bastante bien, tío. Teníamos una cuadra entera de gente como él. Chicos y chicas, pero no me dejaron quedarme con ninguno, sólo con Gene. Puede que le eche de menos. —No miró hacia atrás.

—¿Podrías quitarme ese copo de la pierna? —le pregunté a la chica.

—¡No! Bastantes problemas tengo para seguir agarrada.

—¡Dijiste que harías cualquier cosa! —Apreté los dientes para contener el dolor. Ahora tenía las dos piernas cubiertas de copos llameantes y no podía quitármelos a manotazos. No podía soltar el mecanismo y tenía que usar la otra mano para sujetarme. El coche seguía resistiéndose—. ¡Quítame esos copos de encima o te arrojaremos en marcha!

—Vale, vale, no hace falta que te pongas desagradable. —Me dio un par de manotazos y logró apagar casi todo el fuego.

—¿Quién eres? —le preguntó Benito.

—Doreen Lancer —gritó ella para hacerse oír por encima del rugido del motor—. Bailarina de strip-tease. Una noche un bastardo me violó y me estranguló. ¡Al menos, intentó violarme! —Rió con amargura—. ¡No parecía tener mucha idea de cómo hacerlo!

—Entonces, ¿qué diablos estás haciendo aquí? —le preguntó Frank.

—¡No lo sé! La verdad es que no tenía problemas: me gustaba todo. La mayor parte de los tipos que he conocido aquí son maricas…

—¡Yo no soy ningún maldito marica! —chilló Frank.

—No blasfemes —le dijo Benito. Supongo que era de esperar.

—¡Jódete! ¡Sigue habiéndome de esa forma y le arrancaré el cuello a este bastardo! —Apretó un poco más la garganta de Corbett y el coche empezó a oscilar.

—¡No! —gritó Doreen—. ¡Nos estrellaremos! ¡Este coche es nuestra única esperanza de huir! Déjale en paz… Oye, no le hagas daño y cuando salgamos de este sitio podremos pasárnoslo realmente bien, ¿vale?

Me reí. No pude evitarlo.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —me preguntó Doreen.

—¡Esto no es ninguna situación romántica! —grité. Ni tan siquiera estaba muy seguro de que el sexo fuera posible en el Infierno, y no había encontrado ninguna ocasión de probar suerte con ello. Y, la verdad, tampoco había tenido muchas ganas.

Doreen me dio un manotazo en los testículos, consiguiendo que volviera a gritar. Me dolió tanto como cuando estaba vivo. Tiré con todas mis fuerzas del mecanismo, sacándolo de su sitio y dejando que el coche redujera la velocidad.

—¡Lo siento! —gritó ella—. ¡Estaba apagando el fuego, lo juro, no pretendía hacer nada más! Lo siento… Eh, ¿quieres participar en un trío con Frank y conmigo?

Dejé que el coche volviera a cobrar velocidad. Teníamos que salir de aquí. Pero jamás me habían hecho una oferta que me pareciera menos agradable.

—¡Puedo ver algo delante nuestro! —gritó Corbett—. ¡Estamos llegando al final del desierto!

—Ya iba siendo hora —dijo Frank. Seguimos avanzando—. Y recuerda, chico guapo, aquí mando yo —añadió, y Corbett dejó escapar un gemido de dolor. Frank debía haberle apretado un poco el cuello para dar más énfasis a sus palabras.

El horizonte estaba más despejado. El motor hacía que apenas si pudiera ver nada. Corbett también lo vio.

—¡Déjale sin combustible! —gritó. Un chirrido de frenos, y Corbett hizo girar bruscamente el volante.

Bajé del motor. Estábamos en el centro del desierto y los copos de nieve caían con gran abundancia. Corrimos, dando saltitos…

Frank seguía teniendo cogido a Corbett por el cuello.

—¿Vamos hacia la salida? ¿Qué clase de truco estáis intentando gastarme?

Delante de nosotros había un precipicio. Y ahí abajo estaba muy oscuro. No podía ver el fondo. De todas formas, debía estar a unos cuantos centenares de metros.

—¿Y ahora qué? —le pregunté a Benito.

—La forma más rápida sería saltar. —Hablaba totalmente en serio—. Saltar, esperar hasta que nos hayamos curado y seguir adelante.

La chica dio unos pasos hacia atrás, mirándole fijamente.

—¡Estás loco! ¡Loco! ¡Tendría que habérmelo imaginado, no se puede confiar en tipos como vosotros! Todas las promesas que hacéis… —No terminó la frase. Echó a correr hacia el desierto, llorando.

—¡Ya está bien! —gritó Frank—. ¡Podéis estar bien seguros de que llegaréis al fondo, porque voy a tiraros ahí abajo! —Tenía cogido a Corbett por el cuello y empezó a arrastrarle por la fuerza hasta el borde del precipicio—. Primero tú, después tu amigo el bocazas, después el gordo y luego…

Se había olvidado de Billy. Todos nos habíamos olvidado de él. Y, en el caso de Frank, eso resultó ser un grave error. Billy saltó sobre él sin hacer ningún ruido. Aterrizó en la espalda de Frank y agarró su larga cabellera con una mano, tirando de ella y echándole la cabeza hacia atrás. Después le pasó un brazo por el cuello. Su rodilla se hundió en la espalda del Ángel del Infierno, haciéndole arquear el cuerpo.

—Amigo, creo que no me gustas.

—¡Billy! —grité—. ¿Te encuentras bien?

—Sí.

—No te movías…

—Oh, ya hacía un rato que podía moverme. Pero no me pareció buena idea dejar que este chalado se enterase. Jerry podría haberse estrellado si empezábamos a luchar con el coche en marcha.

Pensé en el autocontrol que hacía falta para permanecer totalmente inmóvil bajo una lluvia de fuego.

—¿Qué hago con el monstruo de Gila, Benito?

—¡Suelta! ¡Sólo estaba bromeando! —chilló Frank—. ¡En, tíos, no sé por qué habéis tenido que engañarme dándome falsas esperanzas! Todo ha sido culpa vuestra… —Dejó de hablar: el brazo de Billy se había tensado sobre su garganta.

—No le hagas daño —dijo Benito en voz baja.

—¿No? —Billy le soltó—. Amigo, no eres tan duro como crees. No sabes lo que significa ser duro. Y ahora, lárgate. —Sus ojos azul claro parecían infinitamente profundos y fríos, incluso en este sitio lleno de fuego.

—Si quieres puedes venir con nosotros —le dijo Benito a Frank—, aunque no creo que estés preparado. Teniendo en cuenta tu comportamiento, podrías acabar en un sitio todavía peor que éste. Aun así, si quieres venir con nosotros serás bienvenido.

—¡Iros al Infierno! —gritó Frank. Parecía pensar que eso resultaba muy gracioso—. ¡Iros al Infierno! ¡Iros al Infierno! —Echó a correr hacia el desierto, riendo y gritando, intentando que ninguno de sus pies pisara la arena caliente.

Benito nos miró, esperando.

—Si crees que es lo mejor, saltaré —dijo Billy—. Pero no me hace ninguna gracia. Puedo asegurarte que tener todos los huesos rotos no resulta nada divertido.

Tragué saliva.

—Yo también saltaré. —Me pregunté si hablaba en serio.

—Quizá haya una forma mejor —dijo Benito—. Tenemos que encontrar el río. Corbett, ¿puedes conducir?

—Claro.

Giramos hacia la izquierda. Ahora tenía toda la aleta para agarrarme. El coche también parecía más dócil pero no pensaba confiar en él. Y, la verdad, no me hacía falta…, estaba empezando a pillarle el truco al mecanismo del combustible.

Nos encontramos con una horda de personas vestidas con ropas elegantes de todas las épocas: trajes de terciopelo, pantalones bombachos, zapatos de cocodrilo… «¡Para!», me gritó Corbett. Quitó la llave del encendido antes de que tuviera tiempo de hacer nada y el coche acabó deteniéndose.

Los copos de nieve seguían cayendo sobre nosotros.

—¿Y ahora qué?

Corbett había salido del coche y estaba mirando a un tipo corpulento vestido con una túnica de gasa que llevaba una faja escarlata en la cintura y calzaba unas botas de cuero negro. De su cuello colgaba una cadena de oro con una gran cartera de cuero y el tipo tenía los ojos clavados en su interior, sin fijarse en nada más. Los copos de fuego habían agujereado su túnica y le habían chamuscado el pelo.

Corbett se plantó ante él. Al ver que el hombre corpulento seguía con los ojos clavados en su cartera de cuero, Corbett dio un paso hacia adelante, con lo que pudo echarle un vistazo al interior de la cartera.

—¡Dame mi dinero! —gritó Corbett.

—¡Hijo de perra, eres quien me debe dinero!

—Pero, verás, es que he tenido un problema, mi chica está… —empezó a decir Corbett.

—¡No quiero oír más cuentos, quiero mi dinero y eso es todo! ¡Arrgh! —Un gran copo de fuego acababa de posarse en su coronilla. El hombretón intentó quitárselo.

—Ánimo, aguanta —dijo Corbett. Volvió al coche, riéndose—. Ese tipo es Harry el Largo. En una ocasión me prestó dinero. Cinco a cambio de que le devolviera seis…, cada semana.

Asentí. Había muchos más como él, todos con los ojos clavados en sus carteras de cuero, llorando. El diluvio de fuego parecía más fuerte aquí que en otros sitios.

—Vámonos. —Ver a Corbett disfrutando del espectáculo no me hacía ninguna gracia… pero si había alguien que se mereciese estar aquí, eran esos tipos. No hay ningún animal más despreciable que el tiburón prestamista.

Seguimos avanzando, pero lo bastante despacio para permitirnos hablar.

—A Harry le pasó algo extraño —dijo Corbett—. Tuvo que acabar abandonando el negocio de los préstamos. Uno de sus clientes era amigo de un gángster. Fue a ver a Harry acompañado por ese amigo suyo, Lem, pero Harry no quiso escucharle. No paraba de repetir «Dame mi dinero». Así que Lem tuvo una pequeña charla con Harry.

—¿Lem? —preguntó Billy. Parecía perplejo.

—Sí. No sé qué le debió decir a Harry pero a partir de entonces todos los clientes de Harry salieron de apuros. Bastó con que le devolvieran la cantidad que les había prestado.

—Lem —dijo Billy—. ¿Un tipo bajito? ¿Más o menos de mi talla? ¿Con una gran cicatriz encima del ojo izquierdo?

—Sí —dijo Corbett—. ¿Le conoces?

—Más o menos. Solían dejarle entrar en la isla un día al año. El resto del tiempo estaba metido en la sangre. Siempre me pregunté porqué.

—Estamos llegando al río —dijo Benito—. Aquí ya no llueve fuego.