El ruido, los olores y la desolación siguieron igual que antes. Aquí estaban los condenados, por voluntad de un humor macabro. Cabezas fantasmagóricas emergían de los charcos de petróleo. Algunas eran picoteadas incesantemente por pájaros con las plumas manchadas de aceite y suciedad. Un río parecido a una cloaca pasaba junto a ellos, y sus orillas estaban llenas de hombres y mujeres que lloraban. Los gemidos resonaban continuamente en nuestros oídos, acompañados por el rugir de los motores y el estruendo de las máquinas.
Echamos una mirada en alguno de aquellos enormes edificios y no tardamos en salir de ellos. En su interior el ruido resultaba insoportable. Aquí un siseo de electricidad, allí el grito del metal torturando al metal, a lo lejos el rugir de la llama. Dentro de los edificios había más condenados, trabajando sin parar.
Nuestro camino nos llevó a través de una de esas inmensas factorías. Ni una sola cabeza se irguió para vernos pasar. Una cinta sin fin llena de artefactos incomprensibles pasaba ante aquellos hombres y mujeres y éstos colocaban tuercas, las atornillaban y les iban poniendo asas y fondos, sin parar, una y otra vez. Seguimos la cinta sin fin durante kilómetros hasta llegar a una pared por la que desapareció. Al otro lado había más condenados que desmontaban los artefactos. La maquinaria zumbaba y más cintas transportadoras se llevaban las piezas rumbo al otro extremo del edificio.
Salimos del edificio para encontrarnos con grandes bombas petrolíferas que subían y bajaban como las cabezas de gigantescos pájaros prehistóricos. Atravesamos una zona minera y Benito nos hizo ver que su disposición era muy parecida a la del Infierno: una vasta serie de terrazas circulares que iban bajando de nivel. Pero en el fondo no había nada, sólo agua estancada.
Una gigantesca planta energética llena de frágiles estructuras metálicas y con kilómetros de tubos y válvulas alimentaba un cable tan grueso como mi cintura. Torres de transmisión se llevaban el cable colina abajo.
Miré hacia donde se perdía el cable pero estaba demasiado oscuro. ¿Cómo utilizarían la electricidad en el Infierno? Pero enfrente de la planta energética había un hombre de cuerpo atlético encadenado a una bicicleta sin ruedas atornillada al suelo de cemento: delante suyo se veía el tubo de escape del generador. Estaba rodeado por una espesa humareda negra que casi le hacía invisible.
Mientras le mirábamos empezó a pedalear furiosamente. El zumbido de los engranajes se fue haciendo más agudo… y el generador de dentro se calló. Por un instante todo fue silencio. El hombre pedaleaba con gestos rápidos y seguros, cada vez más y más deprisa, tanto que sus pies casi resultaban invisibles, la cabeza inclinada igual que si luchara contra el viento. Fuimos hacia él, preguntándonos cuánto tiempo podría aguantar así.
Empezó a cansarse. Sus pies volvieron a ser visibles. Los motores del interior tosieron, emitiendo una nube de humo negro. El hombre se atragantó, ladeó la cabeza y nos vio.
—No me responda si no quiere —le dije—, pero ¿qué capricho del destino le ha llevado hasta aquí?
—¡No lo sé! —aulló—. ¡Yo era presidente de la mayor organización para proteger el medio ambiente de todo el país, la más efectiva…! ¡Yo luché contra esto! —Tensó el cuerpo y volvió a pedalear. El zumbido subió de tono y el generador se calló.
Billy no entendía nada. Miró a Benito pero nuestro guía se limitó a encogerse de hombros. Benito lo aceptaba todo. Pero yo no. Esto no podía ser un acto de justicia, ni siquiera de la justicia grotesca y exagerada del Gran Jujú. Esto era monstruoso.
Corbett debía haber estado pensando en todo aquello porque, de repente, le preguntó:
—¿Se opuso a las centrales nucleares?
El hombre dejó de pedalear, mirando fijamente a Corbett, como si fuera un fantasma. La dínamo se puso en marcha y le envolvió con una espesa nube de humo azulado.
—Es eso, ¿verdad? —dijo Corbett con amabilidad—. Logró acabar con los generadores nucleares. Los cortes de energía… Entonces yo era un crío. Teníamos que ir a la escuela sin luz porque todo el país trabajaba de día, intentando ahorrar energía.
—¡Pero esos generadores no eran seguros! —El hombre tosió—. ¡No eran seguros!
—¿Cómo lo sabía? —le preguntó Benito.
—Nuestra organización tenía científicos. Lo demostraron.
Le dimos la espalda. Ahora estaba seguro. Podía dejar de buscar justicia en el Infierno. No existía: allí sólo había humor macabro. ¿Qué razón había para que aquel hombre estuviese en los círculos interiores del Infierno? En el peor de los casos, tendría que estar mucho más arriba, con los destructores de puentes del segundo risco. O en el Cielo. Este paisaje desolado no era obra suya.
No podía aguantarlo. Volví hacia él. Benito se encogió de hombros y le hizo una seña a los demás.
El rostro del hombre, perdido en la nube de humo azul, estaba fláccido y agotado.
—No era sólo el problema de dónde enterrar los residuos —me dijo—. El aire se estaba contaminando de gases radioactivos. —Hablaba igual que si estuviera continuando una conversación normal. Yo debía ser la primera persona que le escuchaba en años, o décadas.
—Creo que le han tratado injustamente —le dije—. Ojalá pudiera hacer algo.
Sonrió valerosamente.
—Eso no es ninguna novedad, ¿eh? —Y empezó a pedalear.
Alcé los ojos hacia aquel cielo inexistente, odiando al Gran Jujú. Carpentier declara la guerra. Cuando miré de nuevo hacia abajo Benito estaba hurgando en una especie de alforjas que colgaban de la bicicleta sin ruedas.
—¿Qué está haciendo? —gritó el hombre.
Benito sacó unos papeles de las alforjas. El hombre intentó quitárselos, pero Benito se apartó.
—Querido Jon —leyó—, puedo comprender el que te opusieras a nosotros el año pasado. Había algunas dudas sobre el proceso y expresaste temores que todos nosotros sentíamos. Pero ahora ya lo sabes todo. No tengo testigos, pero me has dicho que comprendiste la demostración del doctor Pittman. En nombre de Dios, Jon, ¿por qué sigues oponiéndote? Tú también eres científico. Te lo pregunto como hermana tuya, como un ser humano a otro: ¿por qué?
El hombre se puso a pedalear, ignorándonos.
—¿Lo sabía? —le pregunté. Pedaleó más rápido, inclinando la cabeza. Me acerqué a él y pegué mi rostro al suyo—. ¿Lo sabía? —grité.
—Largo.
El Gran Jujú vuelve a ganar. Excesivo, pero adecuado. Cuando nos alejábamos Jon nos gritó:
—¡Si hubiese abandonado el movimiento no habría sido nada! ¡Nada! ¿No lo comprenden? ¡Tenía que seguir siendo presidente!
Seguimos avanzando. En una ocasión nuestros pulmones se llenaron de algo imposible de identificar. Ya estábamos empezando a acostumbrarnos. Esta vez acabamos en el fondo de una cañada, temblando y con espasmos, incapaces de controlar nuestros músculos.
—G-g-gas n-n-nervioso —dijo Corbett.
Nos quedamos tendidos allí durante horas. Quizá fueran días. El viento acabó cambiando de sentido y nuestras piernas pudieron volver a funcionar. Benito y Corbett treparon por la cañada y volvieron a buscarnos. Como de costumbre, Billy y yo fuimos los últimos en curarnos. Los ingenieros biológicos del Gran Jujú no habían hecho un trabajo demasiado bueno con nosotros. Logramos llegar a lo alto de la pendiente.
Y más allá de la cañada vimos árboles.
Eso era cuanto podíamos ver a través de aquella atmósfera oscura y llena de humo que nos hacía toser y lagrimear: un bosque situado a cierta distancia.
Empezamos a correr. Árboles. ¡Seres vivos! O algo bastante parecido; ya que en este sitio terrible no había nada realmente vivo. ¡Pero eran árboles! Corrimos, sonriendo ferozmente, con las fosas nasales distendiéndose como si la atmósfera ya hubiese cambiado, volviéndose suave y agradable…
Vistos de más cerca los árboles no resultaban tan invitadores. Troncos retorcidos, hojas negras… Ni la misma Madre Naturaleza habría podido decir que eran bonitos. Unos cuantos pájaros aleteaban torpemente por encima de ellos. El bosque terminaba de repente en una zona de tierra apisonada. No, no era tierra. Me detuve allí donde empezaba, confundido.
Los demás empezaron a correr sobre aquella divisoria negra, sin fijarse en ella.
Era una carretera. Asfalto, y una doble línea blanca en el centro.
—Eh, esperad un… —grité.
Algo pasó rugiendo a toda velocidad, ahogando mi voz. Iba demasiado aprisa para saber qué era pero reconocí el sonido: el seco chasquido del aire, seguido por un chirriar de frenos.
—¡Corred! —grité.
Corbett ya estaba corriendo para salvar la vida. Benito y Billy me miraron; Benito decidió creerme y echó a correr hacia mí. Billy miró hacia donde yo estaba mirando… y para él ya era demasiado tarde.
Parecían Corvettes negros, modelos de 1970, pero eran más bajos de techo y tenían ángulos mucho más afilados. Frenaron, dieron la vuelta y vinieron hacia nosotros, acelerando a toda velocidad, dejando tras ellos nubes de un negro opaco. Billy se decidió finalmente a correr; dio la vuelta y aquellas cosas cayeron sobre él. Billy salió volando por los aires y cuando cayó su cuerpo rodó por el suelo igual que un saco de judías: ya no tenía huesos.
Empecé a maldecir. Los coches se alejaron… Dos de ellos. El tercero giró hacia la derecha, saliéndose de la carretera. Dio una vuelta de campana, aterrizó sobre las cuatro ruedas y se lanzó hacia nosotros, saltando y chirriando, pero cada vez más rápido. Sus faros se encendieron, cegándonos.
Dejé de maldecir y miré a mi alrededor buscando algún sitio donde refugiarme.
—¿Qué son? —gritó Benito.
—Coches. Sin conductor —le dijo Corbett—. Lo he visto. Coches de carreras vacíos. Deben vigilar el bosque.
Yo seguía buscando refugio: algo detrás de lo que esconderse, aunque sólo fuera un trozo de suelo con demasiadas rocas para que un coche pudiera seguirme. Nada. El demonio negro corría hacia nosotros.
—¡Ahí! —Señalé con la mano, y eché a correr. Era un charco de aceite, de profundidad desconocida, y tendría que servir, dado que no había otra cosa.
Seguí corriendo hasta meterme en el charco. Mi pie cayó sobre algo que se apartó bruscamente y me hizo caer. Cuando logré sacar la cara del aceite otro rostro negro y chorreante me estaba mirando.
—Lo siento —dije.
—No importa. Aquí todos tenemos nuestros problemas —dijo el desconocido, y volvió a hundirse en el aceite.
Benito ya se había metido en el charco hasta la cintura, y seguía adentrándose en él. Corbett se detuvo ante el charco, puso cara de asco, miró a su espalda…, chilló y se zambulló en el aceite. Me agaché. El haz luminoso de los faros pasó sobre mis párpados cerrados.
Una ola de aceite cayó sobre mí. Alcé la cabeza y ahí estaba: un coche deportivo negro, con el aceite llegándole a la altura de los tapacubos. Su motor rugía igual que un demonio; sus ruedas giraban frenéticamente. Logró encontrar algún punto sobre el que ejercer tracción, no sé dónde: retrocedió, sus ruedas se agarraron aún mejor y salió del charco justo cuando Corbett saltó sobre él, pasando limpiamente por encima de la portezuela.
El coche lanzó un bocinazo de rabia. Retrocedió, girando bruscamente. Creo que intentaba volcar. No llegó a conseguirlo. El motor se apagó y el coche asesino rodó unos cuantos metros hasta detenerse.
Corbett se irguió en el asiento del conductor, con una sonrisa radiante en los labios. Las llaves del coche colgaban de su mano.
Benito y yo salimos del charco, chorreando aceite.
Corbett había levantado la capota del coche asesino y estaba inspeccionando el motor.
—Hice unas cuantas carreras —dijo—. Probablemente podré conducirlo. ¿Qué os parece, cruzamos el desierto cómodamente?
—Ocúpate de eso —le dije. Benito y yo fuimos en busca de Billy.
Yacía en una postura tan retorcida que ningún hombre vivo habría podido adoptarla. Le pusimos bien. Su cuerpo estaba totalmente fláccido. Tenía un lado de la cabeza aplastado y cubierto de sangre. El ojo bueno se abrió y nos miró.
Benito se inclinó sobre Billy y le cogió la mano.
—No sé si puedes oírme —le dijo—. Quiero que sepas que acabarás curándote. Te dolerá mucho, pero te curarás.
Le hice una seña a Benito y nos apartamos de Billy, allí donde no pudiera oírnos.
—¿Crees que debemos llevarle con nosotros? —le pregunté.
—Creo que sí. No podrá ayudarnos mucho hasta que se cure pero ¿qué importa eso? Dentro de un automóvil debería estar razonablemente a salvo. Puede ir detrás.
Volvimos hacia donde estaba Corbett.
—No conozco este modelo —nos dijo—. Tiene un motor muy potente pero está bastante mal cuidado. Ya visteis la cantidad de humo que soltaba. He estado comprobando los frenos y parecen encontrarse en buen estado…
—El problema es si obedecerá al volante y al resto de los controles —dijo Benito—. Le vimos funcionar sin conductor.
—Sí. —Corbett frunció el ceño, estudiando el coche igual que uno examinaría el rostro de un prisionero de guerra. ¿Nos daría información? ¿Diría la verdad o mentiría?—. Es un descapotable. Siempre podríamos saltar —dijo—. Aunque no tiene sentido correr riesgos. ¿Por qué no os ponéis a cubierto mientras me lo llevo a dar una vuelta?
No había ningún sitio donde refugiarse. Fuimos al otro extremo del charco de aceite, preparados para saltar dentro, y Corbett puso el contacto. Estuvo conduciendo el coche durante unos minutos, poniéndolo a prueba tanto en suelo liso como en zonas más abruptas. Acabó volviendo al charco y, prudentemente, quitó la llave del contacto antes de bajar.
—Parece que va bien. Procuraré ir despacio durante todo el trayecto. Así al menos tendremos tiempo de reaccionar si pasa algo. Si veo que el cambio de marchas empieza a moverse por sí solo, daré un grito.
—Hay otro problema —dije yo—. Somos cuatro y hay dos asientos. Benito, ¿te parece que vayamos en las aletas?
—No se me ocurre nada mejor.
El cambio ocurrió de forma gradual. La atmósfera se fue recalentando. Los charcos de aceite desaparecieron. La roca dejó paso a una arena bastante caliente y Corbett empezó a preocuparse por los neumáticos. Un minuto después ya se había olvidado de los neumáticos; estaba demasiado ocupado intentando quitarse de encima unos gruesos copos de algo que ardía.