16

Avanzamos a través de la sangre hirviendo, y el líquido nos llegó hasta el mentón antes de que el suelo volviera a subir de nivel. Después de una eternidad llegamos a la otra orilla y nos dejamos caer en el suelo, cada uno envuelto en una silenciosa envoltura solipsista hecha de su propio dolor. Estábamos tendidos en lo que parecía ser cemento blanco, y resultábamos de lo más visible. Cuatro blancos. Si los guardianes querían pillarnos, podían hacerlo cuando les diera la gana.

Bastante tiempo después Corbett logró encontrar las fuerzas necesarias para rodar sobre sí mismo.

—Están al otro extremo de la orilla —nos informó—. Observándonos. Nazis, indios…

—Olvídalos —dijo Benito—. No nos harán daño. Nunca molestan a los que intentan ir hacia las profundidades del Infierno.

—Qué alivio —dijo Corbett.

Yo no estaba tan seguro pero decidí seguir callado. Inspeccioné mis pies, mis piernas y mis nalgas. La carne colgaba fláccidamente de mis huesos. Tendría que haber muerto ahí abajo; así habría dejado de sentir dolor. Mala suerte, Carpentier.

Y Billy, quien debía haber sentido un dolor tan grande como el mío, estaba sonriendo.

—¿Qué es lo que te hace tan condenadamente feliz? —gruñí.

—Para empezar, ésta es la primera ocasión de tumbarme que he tenido en cien años. En segundo lugar, ya no tengo que matar a nadie, incluso si me chillan. En tercer lugar, la gente de esa isla no me gustaba demasiado. Puede que vosotros resultéis más agradables.

—Quizá. ¿Quién eras?

—William Bonney. Un simple vaquero al que le hicieron unas cuantas malas pasadas y que logró darle su merecido a unos cuantos de los que se las habían gastado.

—¿Bonney? —Corbett se irguió de repente. Se había curado mucho más deprisa que yo—. ¿Billy el Niño?

—Amigo, en esa isla hay una docena de hombres que afirman ser Billy el Niño.

—¿Y tú qué dices sobre eso?

—Yo soy el auténtico.

Podía ver los engranajes girando dentro de la cabeza de Corbett. ¿Se suponía que debíamos pasarnos toda la eternidad preguntándonos si decía la verdad?

—Como quieras —dijo Corbett—. Yo pilotaba una nave espacial.

—¿Qué? ¿Quieres decir que has estado en la Luna?

—Así es.

Benito dejó escapar un gruñido, se puso en pie y volvió a dejarse caer con otro leve gruñido de dolor. De la cintura para abajo toda la piel de su cuerpo estaba de un rojo brillante, y aún parecía muy tierna. Igual que Corbett, se había curado deprisa pero todavía no estaba en condiciones de andar explorando por ahí.

—Benito, ¿en qué clase de sitio vamos a meternos? —le pregunté—. Está claro que no podemos volver atrás, pero…

—Delante nuestro se encuentra el Bosque de los Suicidas. Comparado con esto es un sitio agradable, si podemos evitar a los perros.

—¿Perros?

—El Bosque es el castigo destinado al pecado de los suicidas —explicó Benito—. Cada árbol contiene el alma de alguien que se quitó la vida. No nos harán correr ningún peligro. Pero el Bosque es también el sitio donde sufren los Derrochadores Violentos y los perros se encargan de castigarles. No creo que haya muchas jaurías. Es un pecado que ha ido quedándose anticuado.

Corbett alzó los ojos.

—¿Cómo es posible que un pecado acabe quedando anticuado?

—Las costumbres cambian. En la época de Dante había hombres que celebraban una fiesta en la cual quemaban parte de sus riquezas para mostrar lo ricos que eran.

—¡Un potlach! —grité.

—Gesundheit —dijo Corbett.

—No, maldita sea, escuchad. Había una tribu india de la costa oeste que solía hacer justamente eso de lo que habla Benito. Daban una fiesta y quemaban un montón de objetos valiosos. Era una especie de competencia entre ellos. No sabía que los italianos hicieran lo mismo.

—Lo hacían —dijo Benito—, su castigo es correr a través de esos bosques perseguidos por perros salvajes. Si los perros consiguen atraparles les hacen pedazos.

Billy estaba sentándose.

—¿Y pueden llegar a curarse después de eso?

¡Yo también me estaba curando! Seguía sintiendo dolor en las piernas y las nalgas pero la carne había recobrado su firmeza y podía mover los músculos. Fascinado, observé la nueva piel que iba creciendo ante mis ojos.

—Los perros y las almas a las que persiguen deberían ser muy escasos —dijo Benito—, y los árboles no pueden hacernos daño. Creo que esa etapa del camino no nos resultará muy difícil. —Se puso en pie—. ¿Estamos listos?

Yo seguía teniendo la piel de los pies algo tierna y Billy estaba quejándose también de lo mismo, pero daba la impresión de que no tendríamos que salir corriendo hacia ninguna parte. Corbett y Benito ya se habían curado.

Nos pusimos en marcha, adentrándonos todavía más en el Infierno. Aquello había acabado convirtiéndose en una obsesión. Cualquier cosa era mejor que esperar… y si me pasaba demasiado tiempo recordando la agonía del lago nunca llegaríamos a ponernos en marcha.

Salimos del cemento para pisar tierra. Llegamos a lo alto de una pequeña loma y el terreno se convirtió en una serie de cañadas creadas por la erosión, arcilla roja y amarilla incrustada de gravilla y surcada por los lechos secos de las torrenteras. Tuvimos que irlas salvando una a una. Algunas tenían el fondo lleno de agua, agua sucia en la que había botellas rotas y tapones, preservativos usados, grasa, algún que otro charco de colorante y sustancias químicas que hacían arder nuestros pies calzados con sandalias. Aquí no crecía ningún tipo de vegetación; sólo había tocones de árboles muertos y lianas resecas, cables marrones que se alzaban del suelo igual que los dedos de una anciana muerta. El aire estaba lleno de olores extraños: incongruentes vaharadas de algo que parecía los gases de un tubo de escape, ácidos, petróleo y goma quemándose.

Billy gruñó.

—No veo árboles, Benito. ¿Dónde has puesto los malditos árboles?

—Tendríamos que haber llegado al Bosque ya hace mucho. No lo entiendo. Pero hemos de seguir.

Salimos de la torrentera y miramos hacia abajo. Teníamos una buena vista del Infierno.

Parecía un Infierno sobre la Tierra. Nada vivo crecía allí. Teníamos que gritar para hacernos oír por encima de un continuo estruendo. A lo lejos sombras rectangulares asomaban por entre la penumbra y la gruesa capa de niebla y contaminación. ¿Edificios? ¿Fábricas?

—El progreso ha terminado con tus bosques, Benito —le dije.

Oímos un fuerte ruido metálico cercano a nosotros, algo que venía del interior de una nube de humo. Una mujer salió corriendo del humo, con el rostro lleno de terror y el cabello suelto flotando sobre sus hombros. Llevaba un traje de noche medio roto con un broche de diamantes y pendientes, así como zapatos de tacón alto adornados con joyas. Corría sosteniéndose la falda con las manos.

Billy gritó e intentó detenerla. La mujer le esquivó y siguió corriendo. El estruendo metálico se hizo más fuerte y un bulldozer emergió del humo, rugiendo. Un hombre huía de él, con la pala casi rozándole. El bulldozer dejaba escapar un reguero de humo, y estaba acercándose cada vez más al fugitivo. No tenía conductor.

Billy estaba en el fondo de la cañada, hecho un ovillo, con los brazos protegiéndole la cabeza. Cuando el monstruo se hubo alejado fui hacia él. Estaba farfullando algo ininteligible y cuando le toqué todo su cuerpo se estremeció, como galvanizado. Se levantó de un salto, preparándose para luchar contra lo que fuese.

—Jamás he tenido miedo de ningún hombre —dijo—. Pero esa cosa me asustó. ¿Qué era?

—Un bulldozer. Se usa para remover la tierra.

Billy volvió los ojos hacia la niebla, asombrado.

—Con eso se podrían derribar montañas enteras.

—Ya lo hicimos —dijo Corbett—. Hay muchas formas de convertirse en un derrochador violento.

Billy frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—La contaminación… Éste debe ser el sitio para la gente que destroza el medio ambiente. —El rostro de Corbett mostraba claramente su disgusto—. Ellos le hicieron esto a la Tierra.

—Pero, la gente perseguida por esas cosas…, ¿quiénes son?

—Supongo que deben ser promotores inmobiliarios. Especuladores de terrenos. Este sitio no debería darnos demasiados problemas… —Corbett nos miró—. ¿O sí?

Siempre he estado a favor de conservar la naturaleza. Si la justicia poética del Gran Jujú seguía siendo fiel a sí misma, debería encontrarme razonablemente seguro.

¿O no? ¿Había caído por accidente? Desde luego, si trepé al alféizar de esa ventana fue por voluntad propia… Si un bulldozer me enterraba en este sitio, ¿acabaría convirtiéndome en árbol?

—Vámonos —dijo Billy—. Este sitio me da escalofríos.

Y, por consenso tácito, nos pusimos en marcha.

—De todas formas, ¿adónde vamos? —preguntó Billy.

—Cerca de aquí hay un desierto —dijo Benito—. Un desierto llameante, un sitio demasiado caliente para que nada viva en él, con llamas cayendo del cielo. Sólo conozco una forma de cruzarlo, y es la que utilizó Dante. El desierto se encuentra atravesado por un río, el caudal sobrante del lago de sangre. Enfría el desierto a medida que va moviéndose por él.

—Milagrosamente —dije yo. Había tenido intención de mostrarme despectivo pero no me salió demasiado bien. Ya había visto demasiados milagros, y todos ellos desagradables.

Benito asintió.

—Por supuesto. Debemos encontrar ese río, o no podremos cruzar el desierto. Pasa por el Bosque. Camaradas, debemos encontrar el Bosque. —Giró hacia la izquierda y siguió caminando.

—¿Por qué hacia ahí? —Billy se rió—. No tienes ni idea de dónde cae ese Bosque.

—No, pero si caminamos lo suficiente tenemos que acabar llegando a él. Es una mera cuestión de tiempo.

Sí, y teníamos grandes cantidades de tiempo. Y el Infierno era una serie de círculos concéntricos, y sólo Dios sabía lo grandes que eran. Podíamos tardar años. ¿Y qué?

—¿Por qué no vamos en sentido contrario? —insistió Billy.

Benito se encogió de hombros.

—Cuando iba hacia abajo Dante siempre torcía hacia la izquierda. Pero si quieres iremos hacia la derecha.

—No. Tanto da.