14

Los corredores se iban ramificando, una encrucijada detrás de otra, y todos aquellos pasillos interminables eran iguales, pared tras pared de ataúdes recubiertos de mármol, cada uno de ellos con su jarrón vacío para las flores. Nuestros pasos despertaban ecos apagados. Nuestras sandalias no habían sido tocadas por las llamas. Aquella música jovial seguía sonando, sin hacerse más fuerte, y la luz nunca cambiaba, un eterno punto medio situado entre la penumbra y la claridad. Adelante, siempre igual, un pasillo detrás de otro. Finalmente decidimos detenernos.

—Hemos seguido en línea recta —dije.

Corbett asintió.

—Basta con seguir hasta haber recorrido ciento ochenta grados y podremos salir de aquí. Vamos.

Golpeé una placa de latón con los nudillos, medio en broma, y leí en voz alta el nombre y las fechas. Una silueta humana traslúcida apareció ante mí. La miré, horrorizado, y acabé encogiéndome de hombros. Un fantasma entre otros fantasmas…, ¿qué más daba?

—Disculpe —le dije—, ¿podría indicarnos cómo llegar al muro de Dis?

El fantasma tenía una voz muy débil que parecía a punto de quebrarse.

—¿Muro? ¿Dis? —Una tenue carcajada—. Deben haberle añadido más extensiones al Mausoleo. No recuerdo que «La Pradera» tuviese nada parecido a esto.

—Muy gracioso. Esto no es «La Pradera».

El fantasma pareció enfadarse.

—Se suponía que iban a enterrarme en «La Pradera». Pagué por eso antes de morirme. Estaba en mi testamento. ¿Dónde me encuentro?

—¿Me creería si le dijera que está en el Infierno?

Otra débil carcajada, como si llegara de muy lejos.

—Desde luego que no. Ni tan siquiera creo en los fantasmas. —Y un instante después no hubo nada más que la pared.

Corbett se había puesto a mi espalda y cuando habló me hizo dar un salto.

—Es un riesgo pero ¿y si probáramos uno de los pasillos perpendiculares? Creo que si giramos a la izquierda y seguimos en línea recta iremos en la dirección correcta.

El decorado cambió. Ahora había nichos con urnas, mucho más pegados los unos a los otros. Llegamos a una intersección en forma de T y fuimos girando hacia la derecha cada vez que nos era posible. Después otra T y una Y y un gran espacio circular vacío con pasillos alejándose en todas direcciones y un gran monumento justo en el centro…

… y nos encontramos en la parte elegante de la ciudad. Los sarcófagos ya no estaban metidos en la pared, sino que había pequeñas estancias con inmensos óvalos de mármol en el extremo, cubiertos de tallas y protegidos por toda la estatuaria tradicional. Caballeros y seres con alas vagamente asexuados que se suponía eran ángeles y bien podrían haber sido maricas; reproducciones de las obras más famosas de la escultura religiosa; creaciones originales, todas ellas mostrando una tremenda habilidad profesional y un monstruoso mal gusto.

Biblias de piedra abiertas en el capítulo 3 versículo 16 de San Juan. Réplicas de catedrales europeas a escala, con todos los detalles, como juguetes de bronce.

Una de las estancias tenía una verja de bronce y un enorme cerrojo. Todas las placas llevaban el apellido de la misma familia y todas estaban cubiertas de imágenes en relieve y adornadas con una réplica en bronce de la firma que habían usado cuando vivían. Le echamos una mirada, nos sonreímos y seguimos avanzando.

Orgullo. Monumentos increíblemente recargados comprados a un precio increíble: tumbas carísimas convertidas en prisiones. Me pregunté si serían copias de los monumentos funerarios de la Tierra. Claro, decidí. El Gran Jujú siempre sabe dar con lo más adecuado.

¿Adecuado?

Sí, en este caso, sí: lo adecuado.

Los pasillos seguían y seguían. Los muertos nos rodeaban por todas partes detrás de sus grandes paredes. Nuestras pasos eran apagadas intrusiones en la música interpretada para aquellos muertos llenos de orgullo. Los muertos caminaban por entre los muertos. Muertos. Muertos. Muertos. ¡Muertos! Palabra y realidad resonaban con el eco de cada paso. Palabra y realidad martilleaban mi alma. Muertos. Muertos. Muertos. Acabé sentándome en el frío mármol.

—¿Allen? ¿Qué te pasa? —La voz preocupada de Benito sonaba a una gran distancia.

—Vamos, hay que seguir en movimiento. Este sitio me da escalofríos. —Corbett me tocó con la punta del pie—. Venga.

Intenté hablar. No valía la pena pero, finalmente, oí mi propia voz, diciendo:

—Estamos muertos. Muertos. Todo acabó. Intentamos vivir y no lo conseguimos, y ahora estamos muertos. Oh, Corbett, ojalá hubiera muerto como tú.

Aquella música alegre y dulzona se burlaba de mí. Muertos. Muertos. Muertos.

Una luz verde se encendía y se apagaba a lo lejos. Estaba viéndola por el rabillo del ojo. Me irritaba, era una molestia, un factor que perturbaba la calma de aquella espesa capa de algodón que iba envolviéndome. Podía ver la fuente de esa luz sin volver la cabeza pero mover los ojos ya era todo un esfuerzo. ¿Por qué molestarse? Pero la luz seguía encendiéndose y apagándose y, finalmente, miré hacia su fuente, un letrero de neón que parpadeaba al final de un pasillo de los muertos. No hacía más que repetir mi pensamiento:

ASÍ SON LAS COSAS

ASÍ SON LAS COSAS

ASÍ SON LAS COSAS

… una y otra vez, sin parar, en un parpadeo de neón verde.

Tan lejos que resultaba inalcanzable, en otro mundo, en otro tiempo. Allen Carpentier había sido enterrado igual que una patata en una ceremonia con el ataúd cerrado. Los aficionados habían asistido al funeral —algunos de ellos—, y también habían venido unos cuantos escritores, y después se habían ido a tomar una copa y a hablar sobre los nuevos escritores. Carpentier estaba muerto y eso era todo. Podía especular para siempre sobre la superioridad moral del Gran Jujú, podía vagabundear eternamente a través del Infierno, ¿y qué?

ASÍ SON LAS COSAS

ASÍ SON LAS COSAS

La voz de Corbett resonó débilmente en mis oídos.

—Quizá tengamos que dejarle aquí. Durante la guerra vi pasarle lo mismo a un tipo. Está convirtiéndose en un autista.

—Yo también lo he visto suceder. Muchas veces. ¿Serías capaz de abandonarle aquí?

Tuve la impresión de que Benito me estaba sacudiendo por el hombro.

ASÍ SON LAS COSAS

ASÍ SON LAS COSAS

ASÍ SON LAS COSAS

¿…qué hacía aquel letrero de neón parpadeante en este sitio?

Una horrible sospecha fue abriéndose paso por entre las mantas que envolvían mi cerebro. Aparté a Benito de un empujón y logré ponerme en pie. Avancé tambaleándome hacia aquella luz que se encendía y apagaba. ¿Así son las cosas?

Al final del pasillo había un inmenso edificio cuadrado de mármol negro. El epitafio visible bajo el letrero de neón era largo y ampuloso, expresado en palabras de pocas sílabas y frases breves y sencillas. La historia de la vida de un hombre, una lista de libros y premios…

Corbett y Benito me miraron fijamente cuando volví a reunirme con ellos.

—Pareces dispuesto a matar a alguien —dijo Corbett.

Señalé con el pulgar hacia atrás. Al principio no pude hablar, tan grande era mi irritación.

Él. ¿Por qué él? Un escritor de ciencia ficción que negaba escribir ciencia ficción porque así ganaba más dinero. Escribió novelas enteras en un lenguaje digno de bebés, incluyendo en ellas dibujos que avergonzarían a un estudiante de sexto curso, llenándolas con ciencia de tercera categoría, y habría podido hacerlo mejor. ¿Cómo es que se merece semejante monumento?

Benito me miró con una sonrisa torcida en los labios.

—¿Envidias su tumba?

—¡Ya que quieres saberlo, yo escribía mejor que él antes de salir de la universidad!

—Estar muerto no ha afectado a tu ego —dijo Corbett—. Estupendo. Pensaba que te habíamos perdido.

—¡Tiene jarrones mayores que la botella dentro de la que me metieron!

—Tú eras un agnóstico. Egoísta, sí, pero sin llegar a extremos enfermizos —dijo Benito—. A juzgar por el tamaño de su tumba, debió fundar su propia religión. Y, posiblemente, se adoraba a sí mismo.

—No, bromeaba… Bueno, era una especie de broma. Pero fundó por lo menos dos religiones, aunque nunca tuvo seguidores y tampoco tenía intención de conseguirlos. Una de ellas quería que todo el mundo le contara mentiras amables a los demás. La otra era la Iglesia de la Razonable Competencia Divina. Quizá debería haberme metido en algo semejante.

—¿Por qué no lo hiciste? —me preguntó Corbett.

—Porque burlarse de gente que ha encontrado algo en que creer no sirve de nada. —Me volví hacia aquel inmenso edificio—. Ésa es la razón.

Benito meneó la cabeza, sorprendido.

—Estoy empezando a dudar de tu cordura. Él está ahí dentro. Tú estás aquí fuera, y puedes huir.

No le respondí, pero tenía razón. Le dimos la espalda al edificio. Durante algún tiempo pude ver el reflejo de aquella luz verde parpadeando ante nosotros.

ASÍ SON LAS COSAS

Estábamos perdidos en los interminables pasillos de los muertos. Benito caminaba con una estólida paciencia, pero el rostro de Corbett había adquirido una expresión ceñuda y hosca, cargándose de una desesperación que apenas si lograba contener. Yo guardaba silencio, no queriendo decirles nada.

Pero recordaba la habilidad del Gran Jujú para distorsionar el tiempo y el espacio.

Habíamos caminado mucho. Quizá no hubiera salida.

Y si lográbamos salir del laberinto, ¿qué?

Benito decía que teníamos toda la eternidad. Eternidad en Infiernolandia. O en el Infierno. Gran Jujú o Dios, no importaba; el problema era escapar.

Había construido un planeador y el planeador había logrado volar. Si conseguía atravesar la pared y si encontraba tela para las alas, volvería a intentarlo.

Pero tendría que hacerlo sin Benito.

Prometiste que irías con él, Carpentier. Hasta el centro, bajando, a su manera. Puedes cumplir tu palabra y puedes romperla; pero si la rompes lo harás sin que él te dé ninguna excusa para hacerlo.

¿Y si está loco? ¿Y si es un agente del Gran Jujú?

Entonces tendrás que arreglártelas tú solo.

Tonterías. Benito quizá pudiera engañar a esos malditos burócratas para que nos diesen lo que quisiéramos. Pero yo no sería capaz de conseguirlo. Podía encontrar tela, sí —en el peor de los casos, desnudando a los catatónicos—, pero ¿cómo cruzar la pared? Había visto demonios en la muralla. Y la puerta estaba vigilada por más demonios.

Miré de soslayo a Benito. Una paciencia estólida, una fe de hierro en Dios y los mapas de Dante Alighieri. Y en la palabra dada por Carpentier. Si lográbamos salir de este laberinto Benito seguiría hacia abajo. Podíamos seguirle o podíamos largarnos.

Sentí calor delante nuestro. Doblamos una esquina y nos encontramos con una pared llena de urnas al rojo vivo. El suelo parecía subir de nivel.

Corbett dejó escapar un grito de alegría.

—¡Por aquí! ¡Hacia la pared! —Su voz sonaba fuera de lugar en aquel mausoleo. Esperé que Benito protestara pero no dijo nada, y me pregunté si sabría algo que ignorábamos—. Podríamos pasárnoslo realmente en grande —gritó Corbett. Haber encontrado una salida parecía haberle vuelto loco de alegría—. Basta con que abramos esas urnas y tiremos las cenizas al suelo.

—Una vez llegué aún más lejos —dijo Benito—. Intenté establecer un gobierno local.

—¿Y funcionó?

—No.

—¿Por qué?

No obtuvo respuesta. Pronto quedó claro que no la obtendría. Otra cosa en qué pensar.

Llegamos a una encrucijada en forma de T y volvimos a encontrarnos rodeados de mármol frío. Seguimos por el pasillo durante un trecho, temiendo que acabaríamos volviendo a las interminables hileras de tumbas. El pasillo giró a la izquierda. Doblé la esquina precediendo a los otros dos y me di de narices con una insoportable oleada de calor. Me protegí los ojos con la mano…

—Por favor, ¿quiere darme sus documentos?

Intenté ver algo por entre los dedos.

Estaba ante una gran pared de hierro al rojo vivo, pared en la que había una puerta partida en dos mitades. En la mitad inferior de la puerta, que estaba cerrada, había un mostrador y alguien detrás de él, medio oculto en el oscuro interior y encuadrado por una brillante luz roja. En su mano sostenía un fajo de papeles. Aquel rostro aburrido no daba señales de haberme reconocido. Podía ser el mismo oficinista o uno distinto.

—Sus documentos. Venga, vamos, no dispongo de toda la eternidad. —Empujó el fajo de impresos hacia mí—. Tendrá que rellenar todo esto antes de que pueda subir colina arriba. Son las reglas.

Retrocedí, volviendo a doblar la esquina.

—No hagáis ninguna pregunta —le dije a Benito y a Corbett, que me miraban con expresión interrogativa—. Limitaos a dar la vuelta.

Volvimos por donde habíamos venido, buscando algún sitio por donde girar a la derecha. Acabamos encontrándolo y…

—Por favor, ¿quiere darme sus documentos?

Fui hacia el mostrador pero en realidad estaba examinando la puerta que había detrás del oficinista. Hierro al rojo pero sólo llegaba hasta medio cuerpo. Podíamos saltarla.

El mostrador se puso al rojo blanco cuando me acerqué a él.

—¿Y sus documentos? Tendrá que rellenar estos impresos. No hay excepciones.

Miré a Benito. Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Un instante después le seguí, odiándole. No pensaba ayudarme.

Y sabía que todo acabaría así. Tendríamos que ir hacia abajo.