Las llamas se alzaban rugiendo a mi alrededor, como si un depósito de gasolina se hubiera incendiado. Logré liberarme del fuselaje y rodé sobre mí mismo para salir de él, dándome manotazos frenéticamente al verme cubierto por las llamas. Cuando intenté ponerme a cuatro patas descubrí que mi pierna derecha se negaba a funcionar. Me arrastré por el suelo, tirando de mi pierna inútil, gimoteando de miedo mientras que el fuego me rodeaba y el aire que respiraba iba haciéndose insoportablemente cálido.
Seguí hasta encontrarme a unos doce metros de distancia. Tenía las uñas rotas, y mis manos estaban llenas de cortes causados por los guijarros del suelo. Rodé sobre mi espalda para mirar hacia atrás, temiendo el momento de echarle un vistazo a mi pierna y sabiendo que no tenía más remedio. ¿Qué había hecho conmigo mismo?
Alguien estaba gritando.
Ignoré el fuerte dolor que hacía palpitar mi pierna y volví los ojos hacia el planeador. Benito había salido despedido de los restos. Estaba corriendo hacia el planeador.
Corbett se encontraba atrapado entre el fuselaje y la tumba de hierro al rojo vivo, gritando igual que un alma condenada.
La idea de sacarle de allí ni se me pasó por la cabeza. Dentro de unos segundos estaría muerto. Su piel ya había empezado a llenarse de ampollas y estaba respirando una mezcla de humo y aire supercaliente. ¿Cómo podía gritar de esa forma con los pulmones destrozados? Era hombre muerto.
Benito no había pensado en eso. Corrió en línea recta hacia las llamas. Lleno de incredulidad, le vi tirar del brazo de Corbett, sin conseguir nada, mientras que el fuego rugía a su alrededor. Benito empezó a coger los restos llameantes del fuselaje con los dedos y los apartó, manoteando frenéticamente para liberar a Corbett.
¡Idiota! ¡Conseguiría que me quedase solo en este sitio, con la pierna destrozada, sin guía y sin nadie que me ayudara! Logré sentarme en el suelo e intenté levantarme para ir en su ayuda, pero el dolor de mi pierna era insoportable. Tuve que mirar hacia abajo.
Y contemplé dos fragmentos astillados de hueso blanco y rojo que asomaban de mi muslo. Sangre de un rojo brillante brotaba de la piel desgarrada. La sangre tenía aquel color rojo fuerte casi imposible de la sangre arterial. No lograba apartar mis ojos de ella.
No era la primera vez que me rompía un hueso. Cuando estaba en la universidad hice una mala jugada de fútbol y me fracturé un nudillo. Estuve a punto de perder el conocimiento, no sólo por el dolor, sino por la mera idea de que en mi interior había algo roto. Apenas si pude ir a la clínica. Y ahora estaba mirando los dos extremos de un fémur roto mientras que mi sangre se perdía a cada latido del corazón. Pensé que iba a desmayarme. Pero no fue así, y al final acabó ocurriéndoseme que debería hacerme un torniquete antes de quedarme sin sangre.
No tenía nada con que hacerlo, sólo mi túnica. Cogí el extremo entre los dientes y tiré con las dos manos. Nada, no había forma de romperla, y mientras tanto un chorro de roja sangre seguía brotando de mi muslo.
¡Benito! ¡Tenía una herida terrible y un hueso roto, pero aún había forma de salvarme! ¿Qué hacía Benito perdiendo el tiempo con un caso desesperado, un hombre al que apenas si había llegado a conocer? ¡un polizón! No era justo.
Corbett seguía gritando y Benito luchaba con el fuselaje. ¿De dónde sacaba fuerzas el piloto? Tendría que estar muerto, con los pulmones consumidos y el corazón parado, pero seguía gritando mecánicamente como si algo le arrancara aquellos sonidos de dolor.
El piloto quedó libre gracias a un último tirón de Benito y los dos se apartaron del fuselaje. Benito se puso en pie y tiró de Corbett, llevándolo a rastras hacia mí. Benito estaba chamuscado y casi sin pelo, con las manos quemadas y llenas de ampollas. Corbett era un cadáver calcinado, negro de la cabeza a los pies, con algo de carne color bistec poco hecho asomando por entre las grietas de su piel ennegrecida. No tenía ojos. Y, pese a todo, de aquellos labios hinchados y negros seguían brotando sonidos. Sentí deseos de taparme los oídos.
—¡Estúpido! —dije—. ¡Estúpido, estúpido, estúpido! ¡Tanto daba, dentro de un minuto estará muerto!
—Se curará —dijo Benito—. Antes ya estaba muerto.
—¿Que se curará?
—Desde luego.
Un terrible dolor me recorrió la pierna. Miré hacia abajo… y no pude apartar la vista. Seguí mirando, fascinado.
Ya no perdía sangre. Los dos extremos del hueso se fueron haciendo invisibles a medida que la piel crecía para cubrirlos. La piel creció y creció, cerrando la herida y dejando mi pierna retorcida en una posición bastante extraña. Y, sin que yo hiciera nada, la pierna fue enderezándose lentamente.
Una vieja cicatriz que me había hecho pescando reapareció lentamente allí donde antes estaba un hueso astillado y cubierto de sangre. El dolor se convirtió en un picor terrible. Y también el picor acabó desapareciendo.
Estaba curado.
Corbett había dejado de gritar. Ahora se limitaba a gemir suavemente. Le miré, temiendo lo que vería y temiendo también el no mirar. Gruesas placas de piel ennegrecida estaban desprendiéndose de su cuerpo y la piel que asomaba bajo ella tenía el rojo brillante de quien ha tomado demasiado sol, no el color de la carne cruda. Su tatuaje, igual que mi cicatriz, fue formándose bajo la piel igual que una foto revelándose por sí sola. Volvió a gemir y abrió los párpados.
Y ahora sus órbitas tenían ojos. Corbett me miró con una débil sonrisa en los labios.
—Supongo que no puedes volver a morir. Aunque cuando estaba ahí hubo algunos momentos en los que deseé que fuera posible…
—Es un deseo inútil y malsano —dijo Benito—. Los muertos no pueden morir.
—No. —Corbett empezó a inspeccionar su cuerpo.
Me puse en pie, aún inseguro. Benito me observaba sin decir nada. Podía mantenerme erguido. Podía caminar. Lo hice. Di unos cuantos pasos hacia la tumba reluciente, hasta que el calor se hizo casi insoportable, y la contemplé.
Bueno, Carpentier, habrá que cambiar de teoría, ¿no? Corbett no es ningún robot. Los Constructores habrían tenido que poner nueva piel bajo esa piel calcinada. Tendrían que haber planeado todo esto por anticipado. Tendrían que ser omniscientes.
¿Y qué hay de tu pierna, Carpentier? ¿Qué hay de tu pierna?
Ingeniería biológica. Regeneración rápida. Añadir ése a sus otros poderes. Pueden deformar el espacio y, posiblemente, el tiempo. Pueden quitarle la masa a un cuerpo humano dejándole el peso. Pueden meter la cola de Minos en…, ¿dónde? ¿El hiperespacio? Saben controlar el clima hasta sus más mínimos detalles y tienen robots infinitamente adaptables.
Y pueden alterar tu cuerpo, Carpentier, tu cuerpo, de tal forma que éste cura en minutos, y hacerlo sin que tú sepas que te han proporcionado tal habilidad.
La teoría empieza a volverse algo disparatada, ¿verdad, Carpentier? Un bonito juego de racionalizaciones, pero no va a funcionar. Entonces, ¿qué diferencia hay entre estos Constructores y el mismísimo Dios? ¿Qué puede hacer Dios que ellos no puedan?
Y una pequeña parte de mi mente no podía evitar el acordarse de lo que había gritado antes de salir de la botella.
Corbett se había puesto en pie y estaba quitándose pedazos de piel carbonizada tan grandes como platillos del pecho y los hombros.
—Hace calor —dijo.
Asentí, saliendo de mi aturdimiento. Hacía calor. Incluso a las tumbas que no brillaban les faltaba poco para estar al rojo vivo. Esparcidos por entre las tumbas se veían agujeros de los que brotaban chorros de llamas. Corbett, con su nueva piel, debía encontrarse bastante incómodo.
Recordé dónde estábamos. Tras los muros de Dis. ¿Cómo saldríamos de allí? Nos hallábamos rodeados por tumbas al rojo vivo, llamas, fuego…, calor por todas partes, salvo en una dirección, donde se veía asomar la oscuridad entre el resplandor rojo.
—Tenemos que salir de aquí —le dije a Benito—. O nos asaremos hasta…, nos asaremos hasta… —¿Hasta qué? ¿Hasta morir? No podíamos morir. No se puede morir dos veces, Carpentier.
—Por supuesto que debemos marcharnos —dijo Benito—. Recuerda tu promesa. Te ayudé con el planeador, y no funcionó. Ahora no tienes otra elección. Iremos hacia abajo.
—¿Por dónde? —En aquel momento no me importaba.
—No estoy seguro. Tanto da, podemos ir hacia un sitio donde estemos menos incómodos. —Nos llevó hacia la oscuridad. Las tinieblas nos atraían, prometiéndonos algo mejor que aquel calor y esa atmósfera asfixiante. Avanzamos por entre las tumbas ardientes y los grandes agujeros parecidos a marmitas dentro de los que bailaban las llamas. Junto a cada agujero había una gran tapa, con el tamaño justo para cubrir el orificio.
Allí donde terminaba la región cálida daba comienzo una neblina de un blanco marmóreo. El calor desapareció igual que si hubiéramos cruzado por una compuerta aislante, pero no había compuerta alguna. Ni tan siquiera me sorprendió. Para sorprenderme hacía falta algo más que barreras invisibles contra el calor.
Corbett entró tambaleándose en un pasillo y se dejó caer al suelo con un suspiro de alivio, la espalda apoyada en el frío mármol. Tuvo que inclinarse un poco para que su cabeza no topara con los adornos de estaño y latón que la cubrían.
Estábamos en el interior de lo que parecía un edificio interminable. Los pasillos tenían unos cinco metros de ancho y una altura aproximadamente igual. Cada pared estaba cubierta con cuadrados de mármol e hileras de placas metálicas y unos pequeños…, ¿qué? ¿Jarrones? Me acerqué a la pared y examiné unas cuantas placas, leyendo lo que ponía en ellas. Nombre, fecha de nacimiento, fecha de la muerte. De vez en cuando, algún poema estúpido. Todo aquello eran tumbas y esas cosas de latón eran jarrones y, naturalmente, no había flores en ellos. El pasillo se extendía interminablemente, y parecía bifurcarse a intervalos bastante frecuentes. Millones de tumbas…
—Más incrédulos —dije.
—Sí —respondió Benito.
—Pero yo también era un incrédulo. Era agnóstico.
—Por supuesto.
—¿A qué viene eso de por supuesto?
—Te encontré en el Vestíbulo —dijo Benito—. Pero ahora conoces la verdad.
Una respuesta de dos sílabas se me atascó en la garganta. En Infiernolandia la verdad era algo muy escurridizo. Podía hablar de tecnologías avanzadas hasta que el Infierno se congelara y Benito seguiría diciendo que todo eso eran milagros.
Había presenciado un milagro. Una fractura se había curado delante de mis ojos. ¡Y yo no era ningún robot!
Pero este sitio tenía que ser artificial. Era algo construido, diseñado. Estaba seguro de eso.
De acuerdo, Carpentier. Algo construido necesita la existencia de un constructor. Tiene que haber un diseñador. Busca a un Jefe de Ingenieros para los Constructores y llámale…, ¿qué nombre le das? ¿Los viejos y buenos nombres de los aficionados, nombres como Dhios, Dhu, Roscoe o el Techo? No. Llámale el Gran Jujú.
Pregunta, Carpentier. ¿Qué diferencia hay entre las habilidades del Gran Jujú y las de Dios Todopoderoso?
¿El tamaño? Este sitio es tan grande como un pequeño planeta. Carpentier, no tienes forma alguna de saber si el Gran Jujú no puede construir a una escala todavía mayor… Mundos, estrellas, universos enteros.
¿Leyes naturales? Puede dejarlas sin efecto a voluntad. Un embudo tan grande como un mundo, tan estable como lo sería una esfera en el espacio normal. Y…, y puede resucitar a los muertos. ¡A mí, por ejemplo! A Corbett, quien es imposible que fuera congelado después de morir. Jan Petri, el adicto a la comida sana, incinerado, Carpentier, quemado hasta convertirse en un montón de cenizas grasientas y unos cuantos pedazos de hueso, y ahora devuelto a la vida para que sea posible torturarle.
El Gran Jujú puede crear. Puede destruir. Puede resucitar a los muertos y curar a los enfermos. ¿Acaso le atribuyeron algún poder más a Jesucristo?
Volví la vista hacia las tumbas al rojo vivo. Seguían emitiendo calor, pero ni una sola partícula de él podía llegar hasta aquellos fríos pasillos de mármol donde estábamos.
—¿Hay gente dentro de esas tumbas?
Benito asintió.
—Herejes.
La palabra daba miedo. Herejes. Creían en los dioses equivocados, o adoraban al dios correcto de una forma equivocada. Y por esa razón habían sido resucitados para que fuera posible torturarles metiéndoles en cajas de hierro ardiendo.
Yago lo dice. «Credo in un Dio crudel». Creo en un Dios cruel. Y eso es lo que debes creer tú, Carpentier. La habilidad para crear un cosmos no presupone ninguna superioridad moral. No hemos visto ninguna prueba capaz de convencernos de que los juicios morales del Gran Jujú son mejores que los nuestros. ¿Acaso Dios torturaría a la gente?
Recordaba vagamente mis lecciones de la escuela dominical. No. Pero…, sí. Era una de las razones por las que me había vuelto agnóstico. ¿Cómo podía adorar a un Dios que poseía una mazmorra privada llamada Infierno? ¡Eso podía estar bien para Dante Alighieri, un italiano del renacimiento! ¡Pero Carpentier tenía unos patrones morales algo más elevados!
Una voz brotó de las profundidades de mi mente, una voz cansada que susurraba perdida en un montón de grasa. Estamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.
Estábamos en el museo privado del Gran Jujú.
—Tenemos que salir de aquí.
—Desde luego —dijo Corbett, y se quedó callado—. ¿Eso es música?
Agucé el oído. Música, sonando en algún punto de aquellos corredores de mármol. Algo dulzón y meloso, una obra menor de algún compositor importante, una pieza llena de notas melodramáticas decidida a utilizar todos los trucos. Alegría artificial en el Infierno.
—Encaja —dije—. Bien, admitiendo que estamos condenados, ¿cómo salimos de aquí? ¿Qué dirección tomamos?
Benito miró a su alrededor.
—Nunca había estado por esta parte.
—No quiero volver ahí fuera —insistió Corbett—. No a menos que no tengamos más remedio.
—De acuerdo. Tenemos tiempo de sobra —dije yo. Y me eché a reír.
Era un sonido horrible. Mis carcajadas rebotaron en el laberinto y volvieron a mí desde todas las direcciones imaginables, convertidas en sollozos desgarradores. Intenté parar. Corbett y Benito estaban mirándome fijamente. Intenté explicárselo:
—Tenía razón. Por una vez, tenía razón. Todo ese tiempo metido en la botella, todas esas teorías y conjeturas, y di en el blanco, al menos una vez. ¡La inmortalidad! Cuando me despertaran poseerían el secreto de la inmortalidad. —Maldita sea, estaba llorando.
Corbett me cogió del brazo.
—Vamos, Allen.
Seguimos pasillo adelante.