—Decididamente, la situación de Allen Carpentier está mejorando.
—¿Cómo has dicho? —Benito estaba mirando hacia el pantano, un paisaje de árboles medio podridos envueltos en niebla.
—Tenemos un sitio tranquilo donde trabajar, he logrado fabricar unas cuantas herramientas de pedernal y disponemos de todos los materiales necesarios para el planeador. ¿Qué más podemos pedir?
Benito suspiró y yo volví al trabajo. Lo primero era encontrar un sitio desde el que lanzar el planeador. Nos encontrábamos en una pequeña área algo más elevada que el resto: tendría unos treinta metros cuadrados y se encontraba pegada a la base del risco. Aquel tipo de tan pésimo temperamento se interponía entre nosotros y todo lo demás. No dejaría pasar a nadie, y no tenía intención de molestarnos. La niebla apenas si me dejaba ver su espalda.
Primero lo primero. Utilicé un tronco para alisar una zona de suelo más grande de lo que iba a ser el planeador y después corté un arbolillo bastante flexible para que sirviese de quilla. Pasado un rato tenía toda una colección de arbolillos de varias longitudes y grosores.
Hay que dibujar el esquema del planeador en el suelo y después vas colocando los listones —en este caso, los arbolillos—, en los puntos más importantes. Con eso consigues una buena curvatura. Así es como los hermanos Wright diseñaron aeroplanos, y así diseñaron el Pájaro Loco de la Douglas. Los aeroplanos no empezaron a ser diseñados en mesas de dibujo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando la era de la aviación ya tenía bastantes años de adelanto. Antes de aquello los construían en el suelo, igual que se hizo con las embarcaciones durante siglos enteros.
No tengo ni idea de cuánto tiempo necesité para que me saliera bien. No tenía prisa, y Benito jamás intentó hacer que me apresurase. Pasado un tiempo, incluso acabó entusiasmándose un poco con la idea.
¿Han intentando alguna vez colocar listones curvados y hacer que se mantengan en una posición determinada atándolos con lianas? Listones que han sido creados usando sauces del pantano, naturalmente… Como forma de ir desarrollando la paciencia, hay pocos trabajos que puedan compararse a ése…
Finalmente la cosa acabó pareciéndose a un planeador. Las alas no eran demasiado simétricas, y las superficies de control se movían sobre soportes de madera con clavijas fabricadas usando cuchillos de pedernal y metidas en agujeros hechos con taladros de pedernal; la tela estaba cosida con zarcillos de liana metidos en agujeros hechos con un espino; pero parecía un planeador.
Me acordé de esos nativos de los mares del sur que adoraban a los aviones y los cargamentos que éstos dejaban caer.
Los isleños habían lamentado mucho ver marcharse a los aeroplanos cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Los magos nativos fabricaron simulacros de aeroplanos y pistas de aterrizaje. Era un intento de magia simpática destinada a conseguir que los auténticos aeroplanos volvieran trayendo consigo los grandes días del comercio y los cargamentos. Le hablé a Benito de los Cultos del Cargamento, para gran diversión suya, y sólo más tarde comprendí qué me había hecho pensar en ellos.
Lo que estaba construyendo jamás lograría tener el aspecto de nada que no fuera la tosca imitación de un aeroplano. ¡Pero volaría!
Me pasé casi tanto tiempo haciendo herramientas como trabajando en el planeador. Un taladro: cójase un pedazo de madera curvado, igual que el utilizado para hacer un arco; désele una buena curvatura y, en vez de una flecha, coja usted un pedazo de madera flexible. Ate la madera curvada al pedazo de madera. Coloque el pedazo de pedernal para taladrar en un extremo y fíjelo allí. Necesitará un bloque de madera o roca dura sobre el que la punta de la rama girará libremente, ya que antes habrá hecho una pequeña depresión. Sostenga ese bloque en una mano, ponga la punta del taladro donde quiera y empiece a mover la madera curvada con la otra mano, adelante y atrás. La rama gira. La punta de pedernal gira. En aproximadamente una semana habrá podido hacer un agujero.
Había oído decir que los fabricantes de barcos de Asia preferían usar sus taladros de madera a los taladros eléctricos norteamericanos. Deben estar locos.
Trabajé. No había nada que pudiera distraerme. Los Constructores debían haber hecho alteraciones bastante radicales en mi cuerpo. No tenía hambre, sed o sueño, no podía sentir ninguna excitación sexual y nunca necesitaba ir al cuarto de baño. Me pregunté en qué me habría convertido. ¿Cuál era mi fuente de energía actual? ¿Una fuente de energía que no necesitaba alimentos y no producía ningún tipo de desperdicios? Si se trataba de algún tipo de energía transmitida mediante ondas Benito y yo lograríamos desconectarnos a nosotros mismos en cuanto hubiéramos llevado el planeador más allá de la pared.
Más allá de la pared… No había pensado mucho en eso. ¿Qué encontraríamos al otro lado? Dante había hablado de un bosque oscuro, un lugar salvaje y desolado. ¿Por qué no? Un mundo de baja gravedad, sin que nadie le hubiera puesto obstáculos al desarrollo de la vegetación nativa…
Sin ningún tipo de garantías, Carpentier. Quizá no hubiera nada más que la misma Infiernolandia, un tremendo cono construido en un espacio sin atmósfera con una masa puntual, un agujero negro cuántico, por ejemplo, colocado en el extremo para proporcionarle gravedad. En ese caso, moriríamos.
Seguí trabajando.
Y, finalmente, allí estaba. El Cucurucho de Helado, por Carpentier y Compañía. «Esto es un modelo para demostraciones, señora. El modelo final tendrá muchos más accesorios, como tren de aterrizaje, sillones para la tripulación y remaches metálicos…».
—¿Crees que eso aguantará? —Benito no parecía particularmente preocupado. Sus palabras expresaban una mera curiosidad abstracta.
—Creo que sí. No deberíamos someterlo a ninguna tensión excesiva, pero me he dado cuenta de que no pesamos tanto como deberíamos. Infiernolandia parece estar construida en un planeta de menos gravedad que la Tierra.
—Tu fantasía particular es la más curiosa de cuantas he encontrado hasta ahora en este lugar. Bueno, si es capaz de volar supongo que lo mejor será intentarlo… Cuanto más pronto hayas terminado con esta idiotez, antes podremos llegar al centro y escapar.
Estuve a punto de matarle. Con que el Cucurucho de Helado no le parecía hermoso… ¡Volaría! Y, como forma de escapar, era mucho mejor que la suya.
No intenté matarle por tres razones. Primera, me habría roto el cuello. Segundo, Benito me había sido útil como guía; me había conseguido la tela. Tercero, necesitaba su ayuda para llevar el Cucurucho de Helado a un punto de ese risco que teníamos encima lo bastante alto como para lanzarlo.
Fuimos subiendo el planeador por la cuesta y lo izamos hasta que el suelo se alejó de nosotros en una brusca caída a pico. El pantano no paraba de hervir y burbujear, con pálidas lucecitas reluciendo por entre las extrañas siluetas de los matorrales y árboles.
—Si caemos allí abajo jamás lograremos salir —dije—. ¿Puedes manejar este trasto?
—He volado en ellos. —Benito se rió, con un auténtico buen humor.
—¿Cómo?
—Ya he hecho esto antes. Lanzamos el planeador desde un risco mucho más alto. Un soldado austríaco vino a sacarme de una situación algo apurada. —Se instaló ante los controles.
Esa historia me resultaba familiar… pero Benito estaba mirando hacia el pantano, y no quise hacerle preguntas al respecto. Tenía un aspecto terriblemente pesado y corpulento para ser piloto de planeador, y necesité recordarme a mí mismo que no pesábamos tanto como deberíamos pesar. Puse las manos en el fuselaje y empujé.
No habría funcionado, de no ser porque apenas si debíamos tener masa. Ni en aquellos momentos podía dejar de pensar en ello. El problema irritaba mi mente igual que un diente roto atrae a la lengua. ¿Cómo era posible que tuviéramos peso y no tuviéramos masa? El peso estaba mal y…
Infiernolandia. La Disneylandia de los Condenados. ¿Cuánto tiempo me habían tenido dentro de esa botella? La ley de Clarke pasaba una y otra vez por mi cabeza, un viejo axioma de la ciencia ficción: «Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
En mi época hacer que tanta gente careciera no de peso sino de masa sólo habría podido conseguirse mediante la magia…, lo sobrenatural. No había forma alguna de extraer la inercia y dejar el peso, ni tan siquiera en la teoría. Pero ellos podían hacerlo…, los Constructores, Divinidad S. A. ¿Porqué? Debía haberles costado mucho. ¿Qué cantidad de público dispuesto a pagar tenían?
¿Quién nos estaba observando ahora?
Seguí empujando el planeador y un instante después me encontré demasiado ocupado para seguir pensando. El planeador cayó igual que una piedra, conmigo agarrado a la cola, arrastrándome hacia adelante para llegar al asiento de atrás. Desde luego, Benito sabía cómo manejarlo… Nos dejó caer, esquivando el risco por un pelo, hasta que hubimos adquirido la velocidad suficiente; después niveló el planeador, llevándonos por encima del pantano y hacia la ciudad al rojo vivo.
Dis. Dante había descrito esa ciudad en la que se veían torres al rojo vivo, con demonios montando guardia en sus murallas. Yo no había visto ningún demonio. Pero estaba dispuesto a creer en su existencia. Si los Constructores podían crear a Minos, serían capaces de hacer demonios.
Nos encontrábamos a unos treinta metros por encima del pantano y manteníamos una altura constante. El estofado infernal que teníamos debajo debía emitir corrientes de aire caliente. Un instante después pasamos por encima de la pared y Benito nos hizo girar bruscamente hacia la izquierda para meternos en la corriente de aire ascendente. El planeador empezó a subir, deslizándose a lo largo de la suave curva de la pared.
—Esto no va a servir de nada, ¿comprendes? —gritó Benito.
—Estamos subiendo, ¿no? —Señalé hacia abajo. El pantano se había encogido de tal forma que podía ver la silueta del risco más allá de él. Risco y pared al rojo vivo eran dos arcos de círculos concéntricos.
El paisaje que teníamos a la derecha parecía perderse en el infinito. Una espesa cortina de vapor se alzaba más allá de lo que daba la impresión de ser el mayor laberinto jamás construido. A través de los desgarrones que el viento creaba en la cortina pude distinguir fábricas que eructaban un desagradable polvo negruzco, una hilera de torres eléctricas, el brillo amarillento de un desierto…, y todo aquello seguía y seguía, sin acabar nunca.
¿Cuánto había costado? Miles de veces más que Disneylandia. ¿Qué clase de gente sería capaz de construir Infiernolandia y poblarla con almas condenadas a su pesar?
Si esto funcionaba, nunca llegaría a saberlo.
Estábamos a una altura superior a la de los riscos de nuestra izquierda. Daba la impresión de que habíamos subido deprisa, mucho más deprisa de lo que teníamos derecho a esperar. Pero apenas teníamos peso y carecíamos de masa. El planeador sólo tenía su propio peso estructural que levantar. Seguimos subiendo hasta encontrarnos en la horrible niebla gris que hacía de cielo en Infiernolandia.
Apestaba: excremento, aceite, contaminación, olor a hospitales y mataderos…, todos los olores más horribles combinados. Ni tan siquiera quedaba el consuelo de sentir el honrado y familiar olor de los vestuarios masculinos.
—Tendremos que dar la vuelta —dijo Benito—. No podemos seguir dentro de la corriente ascendente si no sabemos dónde está.
—Tienes razón. ¡Adelante!
Giramos hacia la izquierda y seguimos en línea recta. La niebla empezó a disiparse. ¡Lo estábamos consiguiendo! Estábamos pasando sobre los anillos que tanto nos había costado atravesar. Un vendaval cargado de cuerpos sin peso nos hizo rebotar de un lado a otro y acabó soltándonos. Pasamos sobre el palacio de Minos. Era mayor de lo que había pensado. El muro estaba delante nuestro, íbamos a conseguirlo.
¡Chupaos ésa, Constructores! ¡No podéis tener encerrado en el Infierno a un escritor de ciencia ficción!
Aun así, ningún héroe sobre el que valiera la pena escribir habría abandonado Infiernolandia dejando tantas preguntas por contestar. Habría encabezado una revolución contra los Constructores, sin importarle que el triunfo fuera casi imposible. El planeador habría sido utilizado con propósitos de reconocimiento, no para escapar.
Heinlein, Van Vogt, «Doc» Smith, Robert Howard, todos los hombres que escribieron relatos sobre héroes llenos de recursos: ¿qué pensarían de mí ahora? ¿A quién le importa eso? ¡Adelante, Carpentier! ¡Adelante, adelante!
Las villas del Primer Círculo pasaron rápidamente bajo nosotros.
Y, de repente, nos encontramos volviendo a perder altitud. El planeador empezó a descender rápidamente cuando pasábamos por encima del río y su frialdad. Tendría que habérmelo imaginado.
—¡No estamos lo bastante altos! —grité.
—Obviamente no. ¿Y ahora qué hacemos?
—¡Llévanos de vuelta a las comentes de aire caliente! Sube más, para que podamos volver a intentarlo.
—Como desees. —No hizo ningún comentario de que no fuese a funcionar. Se limitó a girar nuevamente hacia la izquierda y nos llevó de regreso al cuenco. Hacia los vientos. La iluminación de Infiernolandia no resultaba buena ni tan siquiera por debajo de la niebla gris. Penumbras y noche por todas partes. Infiernolandia era un gran embudo que llevaba hacia abajo, hacia abajo…, abajo, donde Benito decía que debíamos ir. Y estábamos volando en ese sitio.
De repente nos encontramos metidos en los vientos. La gente flotaba a nuestro alrededor igual que hojas otoñales, algunos en grupos, otros solos. Un torbellino delante nuestro, que Benito evitó. Y ahora hacia la izquierda para metemos en una corriente ascendente, con siluetas humanas que agitaban los brazos mientras subían, indefensas, hacia el techo invisible de Infiernolandia. Un segundo antes de que se desvanecieran en aquella pestilente niebla gris, la comente de aire dejó de subir y las siluetas salieron disparadas hacia los lados.
—Allí —le dije, señalando con la mano. Benito se encogió de hombros en un gesto muy expresivo.
—¡Estoy empezando a cansarme de tu actitud derrotista!
Nos llevó hacia la corriente de aire y de repente nos encontramos subiendo tan deprisa como si fuéramos en un ascensor. Vi pasar rostros sorprendidos y unas cuantas víctimas del torbellino intentaron nadar hacia nosotros a través del aire, pero estaban subiendo más deprisa que nuestro planeador. No podían alcanzarnos. Me alegré de ello. Quizá no tuviéramos masa pero podía sentir el rugido del viento en mis oídos, tirándome del pelo, y tener un montón de gente agarrada a las alas crearía una turbulencia insoportable. Nos estrellaríamos.
Salimos de la corriente de aire y nos vimos arrastrados junto con los demás. Y, naturalmente, nos encontrábamos allí donde empezaba la niebla, por lo que apenas si podíamos ver nada debajo nuestro. ¡Exacto! Estábamos a la misma altura que antes, y mucho más cerca de la pared.
—¡Ahora! —grité.
Cuando giró hacia la pared Benito llegó a sonreírme. ¡Esta vez lo conseguiríamos!
Cuando giraba algo bastante grande le dio en la cara y le hizo derrumbarse contra su asiento. Un instante después ese algo cayó sobre mí. Luché por quitármelo de encima y aquella cosa se debatió entre mis brazos. Habíamos recogido un pasajero.
—¡Déjame los controles! ¡Era piloto de planeador! —El autoestopista logró apartarse de mí y se instaló en el otro asiento.
Benito no intentó resistirse.
—Déjale hacer —dijo.
El planeador giró con una tremenda rapidez. Habíamos perdido altura. Pude ver algo por encima del hombro del desconocido: risco, pantano, una línea de un rojo brillante…
Empezamos a girar y nos encontramos más allá del lugar de los vientos, volviendo hacia los círculos interiores de Infiernolandia.
El desconocido nos sacó del giro. No lo hizo con demasiada sutileza. Se limitó a usar los alerones para detener nuestra rotación y después tiró de los alerones de cola, manteniéndolos bien sujetos. Volvíamos a volar en línea recta, yendo hacia el pantano. El desconocido nos miró, mostrando un rostro delgado y jovial y una corta cabellera revuelta por el viento.
—¿Adónde?
—Arriba y lejos de aquí. Por encima de la pared.
—Buena idea, pero hay un problema. —Movió la mano, señalando hacia el risco. Estábamos bastante por debajo del nivel de los vientos.
—Ahí abajo hay murallas al rojo vivo —le dije—. Buenas corrientes de aire caliente… Giraremos a su alrededor hasta encontrarnos lo bastante arriba, después volveremos a meternos en los vientos…
—No pienso hacerlo.
—¡Tenemos que hacerlo! Esos vientos están llenos de corrientes ascendentes. Antes de que te entrometieras estábamos lo bastante arriba para salir de este sitio.
—Y ahora estamos abajo, donde tenemos que estar —dijo Benito.
—¡Olvídate de eso!
Se encogió de hombros.
—Ahora no podemos seguir ningún otro camino.
—Ni hablar. —Volvimos hacia el pantano, sintiendo la presión del aire que apenas si era lo bastante fuerte para mantenernos a la altura actual. Si no lográbamos encontrar una corriente que subiera nos estrellaríamos en el pantano.
El problema era que estábamos buscando algo invisible. No puedes ver el viento, sólo puedes ver lo que hace. Me dediqué a buscar turbulencias creadas por el calor, o formaciones rocosas que pudieran romper una corriente de aire horizontal y mandarla hacia arriba; cualquier cosa. Cuando el viento estaba lleno de actores, reclutas o lo que fuesen, localizar las corrientes de aire ascendente había sido muy sencillo…
Delante nuestro, por entre la penumbra, podíamos ver el resplandor rojo cereza de los muros de Dis. Se parecía un poco a la primera imagen de una ciudad en pleno desierto de Nevada y por un momento pensé en café y comida, máquinas tragaperras y chicas…
Estábamos encima de un punto caliente del pantano. Una silueta se alzó del fango y nos amenazó con el puño. Llevaba un complicado peinado afro, lleno de rizos. Dejó de interesarse en nosotros cuando un hombre que llevaba una gran túnica blanca y una gorra puntiaguda se levantó del fango y empezó a amenazarle a su vez. Cuando nos alejamos de allí ya estaban en pleno combate.
—Tómatelo con calma —le dije a nuestro piloto—. Cuando nos sacaste del giro creo que vi doblarse un poco el ala izquierda.
—Sí, yo también lo noté. ¿Con qué has construido esta cosa?
Se lo dije. Puso cierta cara de preocupación.
—¿A qué clase de planeadores estás acostumbrado? —le pregunté.
—A los hipersónicos.
—¿Eh? —dijo Benito.
—¿Qué? —dije yo.
El desconocido se rió.
—Jerome Leigh Corbett, a vuestro servicio. Era piloto de lanzadera espacial. Tenía una docena de vuelos en mi haber y entonces… ¿Habéis tenido alguna vez uno de esos días en que todo sale mal?
—Desde luego que sí —dije yo. Benito se rió, asintiendo.
Parecía que estábamos a la altura suficiente para llegar a las murallas. Estaban tan cerca que podíamos distinguir sus detalles a través de la penumbra y el brillo rojizo. Corbett daba la impresión de saber qué hacía.
El barro oscuro que teníamos debajo empezó a removerse. Una mano brotó de él, con el dedo medio extendido. Las telarañas y el musgo que colgaba de las ramas no se movían. No había viento, nada; sólo las ondulaciones del fango.
—Uno de esos días… —dijo Corbett—. Primero, un retraso de veintiséis horas mientras reemplazábamos uno de los propulsores sólidos. Eso no fue más que una pequeña molestia. Perdimos uno de los tres motores principales al subir. Después, cuando nos pusimos en órbita, una de las abrazaderas de los depósitos de combustible se negó a funcionar. ¿Alguno de vosotros dos sabe qué aspecto tiene una lanzadera espacial?
Dije que yo sí lo sabía. Benito dijo que no tenía ni idea.
—Bueno, el tanque es grande, redondeado y barato. Llevamos los motores principales en el dardo, la sección con alas, pero dejamos que el tanque se queme en la atmósfera. Si no hubiéramos podido desprendernos del tanque allí arriba bajar habría sido inútil.
—¿Y lo conseguiste?
—Claro. Encendimos los motores orbitales a ráfagas hasta que la abrazadera funcionó dejándonos libres del tanque. Después tuvimos que usar más combustible para volver a nuestra órbita. Se suponía que debíamos dejar carga y cambiar de órbita pero no teníamos el combustible suficiente. Tuvimos que bajar.
Benito ponía cara de no entender absolutamente nada. Para él todo aquello debía sonarle a tonterías.
—¿Qué pasó? —le pregunté a Corbett.
—No lo sé. Salí de la nave y le eché una mirada a la abrazadera del tanque. Juro que no parecía haber nada malo. Pero quizá fuese fatiga del metal, o quizá la escotilla que había encima de la abrazadera tuviera algo que ver… Bueno, de todas formas ya estábamos a medio descenso, yendo tan deprisa como un meteoro, cuando se nos quemó el morro. Oí gritar a los técnicos de mantenimiento en la sala de instrumentos —eran la carga que no había podido entregar—, y un instante después todo el morro se volatilizó ante mí. Desperté en ese transbordador. La multitud me fue empujando hasta llegar a Minos y él me arrojó al torbellino.
—¿Y por qué estás aquí? —preguntó Benito. Corbett sonrió.
—Ser piloto de lanzadera da mucho prestigio. Las chicas me apreciaban.
Estábamos sobre los muros de Dis y giramos para seguir la corriente de aire. Sentí la consoladora presión de mi asiento en el trasero… y el ala izquierda se dobló por la mitad. El Cucurucho de Helado se dio la vuelta y empezó a caer.
Corbett bajó el morro. El ala, liberada de la presión, se enderezó. Pero cuando intentó subir volvió a doblarse. Habríamos estado en mejor situación si la parte dañada se hubiera soltado, pero seguía unida al resto del planeador, tirando de nosotros hacia abajo.
Corbett hizo cuanto pudo. Intentó volar con el ala rota, subiendo el alerón de la derecha para compensar el planeador. Con eso logramos cierto impulso ascendente pero no había duda sobre el desenlace final: acabaríamos estrellándonos.
Dentro de los muros de Dis había tumbas. Docenas, centenares, miles de tumbas, algunas reluciendo con un brillo rojizo, otras a oscuras. Todo el paisaje visible estaba cubierto de tumbas.
Y en los muros había… cosas. No se parecían a esos encantadores diablillos que salen en los dibujos animados de Disney. Parecían enfadadas con nosotros y en cuanto las vio Corbett hizo bajar el planeador para conseguir más velocidad y alejarse de ellas.
El ala se dobló del todo. Corbett empezó a manejar los controles igual que un virtuoso del órgano, pasando por encima de las tumbas y dirigiéndose hacia un área despejada llena de vapor que se encontraba detrás de ellas, a un nivel algo más bajo, pero ya habíamos perdido demasiada altura y seguíamos perdiéndola, íbamos hacia las tumbas…
Caímos en medio de ellas. El planeador besó el extremo de una tumba, rebotó y chocó de frente con una pared de hierro al rojo vivo.