Benito me siguió, cerrando la puerta a su espalda. Me dejé caer contra la pared, con todo el cuerpo temblando de risa.
Pero enseguida me aparté de ella. La pared estaba ardiendo. Olí a tela chamuscada. Un segundo más y me habría hecho una buena quemadura.
Estábamos en un pasillo que se extendía infinitamente en ambas direcciones. Tenía unos tres metros de ancho por otros tantos de alto, y a lo largo de él había puertas situadas a intervalos regulares. La gente iba y venía rápidamente en ambos sentidos, sin prestarnos ninguna atención.
¡Y había gente de todas clases! Hombres y mujeres con túnicas muy holgadas, con uniformes del Correo de los Estados Unidos, con trajes coloniales, con los cuellos duros que llevaba el oficinista dickensiano, con uniformes militares, vestidos de mandarines chinos, con trajes modernos, llevando monos con insignias en las que se veían planetas, estrellas y soles llameantes…, un torbellino de humanidad que no paraba de moverse y nos apartaba de su camino igual que si no estuviéramos allí.
Nadie iba a fijarse en nosotros por lo extraño de nuestra vestimenta.
El viejo que habíamos visto fuera pasó junto a nosotros, casi corriendo. Llevaba una caja llena de fango recién recogido y mientras corría no paraba de removerlo con un palo. Le vimos meterse por una puerta y desaparecer.
Alguien se había parado junto a nosotros y estaba riéndose. Vestía una toga romana.
—¿Habla inglés? —le pregunté.
—Desde luego. —Seguía riéndose.
—¿Quién era ése? —le pregunté.
El hombre dejó de reírse y me miró fijamente. Llevaba una especie de tabla de madera cubierta de cera y sobre la cera había letras.
—¿Eres nuevo aquí? —me preguntó.
—Venimos de otra división —se apresuró a decir Benito. Bajó la voz—. Misión especial.
El romano se apartó un poco.
—No creo que estéis interesados en Himuralibima, ¿verdad? Es nuestro funcionario más respetado.
Benito le miró, como quien sabe muy bien de qué está hablando. Yo seguía poniendo cara de no entender nada.
—El secretario de Hammurabi, ya sabes… Inventó los registros.
—Ah —dije yo. ¿Hammurabi? Oh, claro, es el secretario de Hammurabi. Y yo soy Napoleón Bonaparte—. Pensaba que después de todos estos años le habrían permitido descansar un poquito, ¿no?
—Pero es que no puede descansar —protestó el romano—. Le han ofrecido jubilarse pero tiene que rellenar los impresos adecuados y en su caso, naturalmente, están en escritura cuneiforme. Y, ¿te has fijado en el calor que hace aquí dentro?
No podía aguantarlo. Eché la cabeza hacia atrás y solté una carcajada que casi era un rugido. Me reí sin parar, auténticas olas de risa que me ahogaban, pensando en aquel primer burócrata que intentaba rellenar los impresos de su jubilación antes de que el calor secara el barro…
¿La Cala de Himuralibima?
Benito se limitó a asentir.
—Muy apropiado. Estoy seguro de que tendrá usted trabajo que hacer, signor…
—Oh, sí, por supuesto —dijo el romano—. Discúlpenme. —Pasó junto a nosotros y se alejó andando rápidamente por el pasillo. Nuestro oficinista salió de su despacho. El romano se detuvo ante él y los dos empezaron a hablar en susurros.
—Allen, ¿es que siempre has de hacer preguntas innecesarias? —me dijo Benito.
—Soy escritor. Y, naturalmente, hago preguntas.
—Por favor, deja de hacerlas. Aquí no. Por el momento estamos a salvo. Piensan que… —Me hizo una leve seña con los ojos.
No moví ni un músculo, limitándome a mirar. El romano había hecho pararse a otra persona y estaba hablando con él. El joven al que había hecho pararse, vestido con el uniforme del ejército de los Estados Unidos de los años 30, movió la cabeza, asintiendo. Unos instantes después hizo pararse a otra persona y los dos empezaron a miramos disimuladamente. Hicieron pararse a unos cuantos más…
—Están hablando de nosotros —dije.
—Sí. Y esperemos que estén diciendo lo que más nos conviene. Ahora tenemos que encontrar el centro de suministros.
Allí donde íbamos éramos precedidos y seguidos por murmullos. Y, además, la gente se apartaba de nuestro camino. Si queríamos cruzar un umbral, si dábamos la más mínima impresión de que ése era nuestro deseo, se producía una conmoción general en la que todos se esforzaban por abrírnosla.
—Desde luego, te tienen mucho miedo —dije—. Saben quién eres. —Lo cual era llevarme bastante ventaja.
—Creo que muy pocos de ellos me han visto o han oído hablar de mí —respondió Benito.
Oh, ¿de veras?
—Pues sabes moverte por este sitio.
—No. Sé moverme por las burocracias. Ésta es igual que cualquier otra.
—¿Fuiste burócrata?
Vaciló durante un par de segundos antes de responderme.
—Supongo que podrías llamarlo así.
—Y, exactamente, ¿qué…?
Una voz angustiada ahogó el final de mi frase. Estábamos pasando ante una puerta abierta y oímos la voz de una mujer gritando, llena de rabia y dolor.
—¡Pero ese impreso tiene veintisiete páginas! ¿Todo eso por una sola herramienta?
Eché una mirada, vi un perfil aquilino que me resultaba familiar, me di la vuelta y seguí caminando.
—No se te ocurra mirar —dije sin apenas mover los labios.
La otra voz nos siguió a medida que nos alejábamos.
—Tendría que haber cuidado más su sierra. Las reglas son muy claras…
En la puerta siguiente había una larga fila de personas desnudas, hombres gordos, chicas guapas, mujeres feas, tipos duros…, todas las formas y variedades de la humanidad, igual que el mostrador de recepción en una convención de nudistas. Estaban intentando llegar a un mostrador donde un tipo gordo les entregaba ropas mientras que dos mujeres flacas como palos iban anotando información en más impresos.
¿Qué era esto? ¿El centro de suministros de Infiernolandia? ¿Y quiénes eran esas personas, empleados, espectadores o…?
¿…o que?
Nos pusimos en cola, las únicas personas vestidas presentes. Un tipo delgado con una toga de erudito medieval salió de la nada, fue detrás del mostrador y habló en susurros con el encargado de repartir las ropas. El encargado hizo venir a sus dos ayudantes y todos empezaron a hablar en susurros.
Finalmente una de las mujeres salió de detrás del mostrador. Llevaba un mono de una clase que no pude reconocer, azul oscuro con extrañas insignias.
—¿Qué podemos hacer por ustedes? —preguntó. Intentaba mostrarse agradable, y estaba muy claro que jamás había aprendido cómo conseguirlo.
—A este hombre le han dado la ropa equivocada —dijo Benito—. Va vestido igual que yo. En nuestra sección un aprendiz de mensajero nunca lleva el uniforme de un supervisor.
La mujer frunció el ceño. Benito no daba la impresión de ir vestido como un supervisor. Parecía alguien escapado de un pabellón psiquiátrico para enfermos violentos. Y yo también. Pero Benito se limitó a devolverle la mirada y pasados unos cuantos segundos la mujer bajó los ojos.
—¿Y qué debería llevar? —preguntó.
—Un taparrabos. Y en mi sección hay nueve veteranos que tienen taparrabos y no tienen traje. Es intolerable.
—Oh. —No sabía cómo tomárselo. Volvió al mostrador y habló en voz baja con la otra mujer.
Mientras tanto la fila había seguido moviéndose. El encargado de repartir la ropa examinó sus papeles y luego alzó los ojos hacia el hombre gordo que estaba en el primer lugar de la cola. Fue hacia los estantes que había detrás del mostrador y volvió con un traje de abigarrado colorido que tenía mangas de terciopelo abiertas a los lados y unos pantalones ceñidos. Estaba claro que eran demasiado pequeños para él.
—No bueno. Doble más no bueno. Demasiado pequeño. Período erróneo —protestó el gordo.
—Mala suerte, amigo. Todos tenemos nuestros problemas. ¡El siguiente!
Las dos mujeres fueron hacia él y le dijeron algo en voz baja. El encargado nos miró.
—Eh, esto, señores… ¿puedo ayudarles en algo?
Tres hombres nos ayudaron a llevar la ropa mientras que un cuarto cerraba el desfile con unos fajos de papel llenos de sellos y cintas. Benito ni me miraba; se limitaba a ir delante como dando por sentado que todos le seguiríamos, y eso hicimos.
Doblamos una esquina y se paró.
—Ya está bien —dijo—. Denle todo eso a Allen. Ustedes tienen trabajo que hacer, y esto es tarea suya.
—Desde luego, señor. ¿Podemos hacer algo más por usted? —Aquella mujer llevaba uniforme de policía, con un aspecto vagamente norteamericano, aunque la insignia tenía una forma bastante extraña. Hablaba sin usar ningún artículo. Cuando hablaba con sus subordinados usaba un lenguaje que no entendí. Me daba miedo preguntarle en qué fecha había muerto.
—He dicho que ya está bien —respondió Benito—. Otras personas se encargarán de venir a buscarnos. Pueden irse.
—Gracias, señor. —La marimacho se dio la vuelta y se marchó, seguida por los demás.
En cuanto se hubo esfumado Benito pareció encogerse sobre sí mismo. Encorvó los hombros, el seco ángulo de su mentón se esfumó y casi dio la impresión de que iba a caerse.
Después se rió.
—Bien… Nada cambia. Ahora debemos salir de aquí antes de que alguien le hable de todo esto a un agente de seguridad interna.
—Esa gente cree que… ¿Qué es lo que creen? ¿Que somos funcionarios muy importantes?
—No. Naturalmente que no. Saben que nos limitamos a fingirlo.
—Entonces, ¿qué…?
—Pero no pueden estar seguros de ello. Podríamos ser funcionarios muy importantes. Pero la mayor parte de ellos creen que pertenecemos a la policía secreta.
—Pero ¿cómo sabes que aquí hay una policía secreta?
Benito pareció entristecerse.
—Allen, tiene que haberla. No puedes dirigir un estado burocrático sin tener policía secreta. Ven.
Encontramos una puerta que daba al exterior y Benito entregó uno de los documentos que había ido recogiendo. Cruzamos el umbral y volvimos a encontrarnos en la llanura de fango. Una brisa pestilente deliciosamente fría acarició mi cuerpo.
—Ahhh… —dije.
Lejos, a nuestra derecha, el anciano acababa de volver a llenar su caja de barro. Echó a correr hacia la puerta, escribiendo frenéticamente.