El sendero llevaba hasta una planicie de arcilla seca. Cuando llegamos al fondo Benito, sin abrir la boca, puso el brazo ante mi pecho indicándome que debía quedarme quieto. No sentí ni el más mínimo deseo de discutir con él. Ya me había dado cuenta de que los gritos y el ruido venían hacia nosotros.
La fuente del ruido se acercó a gran velocidad: era un peñasco esférico que tendría como cuatro o cinco metros de diámetro y que avanzaba rebotando sobre aquella superficie agrietada parecida al adobe, rodeado por una multitud que no paraba de chillar. La multitud se encargaba de hacerlo avanzar, corriendo junto a él y empujándolo con la cabeza y los hombros, todo un gentío de hombres y mujeres vestidos con los harapos más esplendorosos que jamás hubiera visto. Entre ellos había restos de trajes de noche y terciopelos de la Restauración, togas académicas y creaciones originales de Gernreich, todo hecho pedazos y cubierto de suciedad.
El jefe llevaba unos pantalones a rayas, un frac y un anillo que habría hecho atragantar a un hipopótamo.
—¡Esta vez sí! —gritaba a pleno pulmón—. ¡Esta vez… les daremos su merecido!
—Ahora ya podernos pasar —dijo Benito con mucha calma.
—¿A qué venía todo eso?
¡CRACK!
Miré hacia mi izquierda. Dos masas de piedra traslúcida azul claro casi idénticas oscilaban levemente de un lado para otro. Ochenta o noventa seres humanos ataviados con los restos de lo que habían sido trajes elegantes yacían alrededor de las rocas igual que si una mano gigante acabara de esparcirlos por allí.
Unos cuantos empezaron a levantarse. El jefe agitó el puño y gritó:
—¡Ladrones! ¡Tacaños, acaparadores! La próxima vez… ¡Venga, chicos, tenemos que coger más impulso! —Más y más gente empezó a levantarse del suelo, con expresiones de aturdimiento, y no tardaron en formar dos grupos que se apelotonaron alrededor de los dos peñascos y, con grandes esfuerzos, empezaron a hacerlos moverse en direcciones opuestas. El segundo grupo, el que estaba más lejos de nosotros, vestía de forma distinta: también llevaban harapos, pero sus trajes nunca habían sido gran cosa, ni cuando estaban enteros.
—Los Acaparadores y los Despilfarradores —dijo Benito—. Enemigos naturales. Se pasarán toda la eternidad intentando aplastarse los unos a los otros con esas rocas.
—Benito, juraría que esas rocas…
—¿Sí?
—Olvídalo. Estoy tan aturdido que soy capaz de creer cualquier cosa. —Seguimos avanzando a través de la llanura. A unos doscientos metros por delante de nosotros había una especie de seto que dejaba filtrar parte de los sonidos. Los tacaños estaban llevando su roca hacia allí, queriendo conseguir una buena distancia por la que tomar carrerilla y hacer otro intento. Les seguimos hasta que llegaron al seto y se detuvieron. Entonces se dieron la vuelta y empezaron a empujar la roca en sentido contrario. Un hombre barbudo que vestía los restos de un traje de 1890 se encaró con el otro grupo.
—¡No supisteis aprovechar todo lo bueno que había en vuestras vidas! —les gritó—. ¡Ahora tendréis que pagar por eso!
No podía soportarlo más. Agarré por el hombro a una matrona de ojos llameantes. Se debatió, intentando escapar.
—¡Suéltame! Tenemos que aplastar a esos derrochadores…
—¿Habéis conseguido aplastarles alguna vez?
—No.
—¿Y crees que esta vez vais a conseguirlo?
—¡Puede que sí!
—Oh, claro —dije yo—. Oye, ¿qué pasaría si dejarais de empujar esa roca y os tomarais un descanso?
Examinó mi rostro, buscando alguna señal que le revelara si era retrasado mental.
—Nos harían papilla.
—Bueno, ¿y suponiendo que los dos bandos decidierais dejarlo?
Se apartó de mí y corrió hacia el peñasco, pegando el hombro a la roca azul, y todos empezaron a empujar para hacerla pasar por encima de un obstáculo del terreno.
—No podemos confiar en ellos —me gritó la mujer—. Y aun si pudiéramos… Tenemos que seguir. Minos podría…
—Sí, podría llevarse la roca —dije yo—. Ya me parecía haber reconocido ese color…
Algunos miembros del grupo me miraron con suspicacia. Un par de hombres se apartaron de la roca y vinieron hacia mí.
—¡Eh! ¡Esperad! Yo sólo jamás conseguiría llevármela. Y no quiero robárosla…
Eso les calmó. Uno de ellos, un hombre que vestía los restos de una blusa de campesino, me dijo:
—Los hay que llevamos aquí los años de Dios. La reina Artemesia dice que cuando vino el pedrusco aún tenía facetas. Debía ser muy bonito… —Y dejó escapar un suspiro melancólico.
Sí, debió serlo. Eh, Carpentier, ¿cuánto tiempo hace falta para desgastar las aristas de un diamante que mide cinco metros? Me volví hacia Benito. Estaba hablando con alguien tumbado en el suelo.
Era un hombre, y tenía las dos piernas aplastadas. La roca debía haberle pasado por encima. Seguía sufriendo los efectos del shock, porque no gritaba de dolor, pero no tardaría en hacerlo. La pulpa que antes había sido un par de piernas estaba cubierta de sangre.
—Tened compasión —nos dijo—, sacadme de en medio. Bastará con que pasen de largo unas cuantas veces, después podré mantenerme apartado de ellos…
No tenía remedio. Su mente estaba en tan mal estado como su cuerpo. Después de todo, quizá fuese lo mejor. Tendríamos que haberle llevado a un hospital pero ¿por qué molestarse? Estaba acabado.
—Vamos a salir del Infierno —dijo Benito—. Primero iremos hacia abajo…
—¡Oh, no! ¡Ya sé lo que te hacen ahí abajo! Por favor, basta con que me dejéis un poquito más lejos, ¿eh?
Me pregunté dónde podríamos ponerle. Estábamos en una llanura de adobe cocido, sin ningún refugio entre el acantilado y el seto. Pero no podíamos dejarle allí, al descubierto. Le cogí por debajo de los brazos y le llevé a rastras hasta el acantilado para que pudiese morir en paz.
—Gracias —murmuró—. ¿Cómo te llamas?
—Allen Carpentier.
Su rostro se iluminó.
—Yo tenía todos tus libros.
—¡Eh! ¿De veras? —Había empezado a caerme bien.
—Es una pena que no tenga mi colección a mano. Podría pedirte que me los dedicaras. Tenía…, tenía todos tus libros. ¿Has oído hablar alguna vez de mi colección? Me llamo Allister Toomey.
—Claro. —Había conocido a muchos coleccionistas de libros y todos ellos, para su desgracia, habían oído hablar de Allister Toomey. Toomey había gastado una considerable herencia en libros, toda clase de libros, desde las primeras ediciones hasta los volúmenes con dos novelas en un solo tomo pasando por las noveluchas baratas y los tebeos que sólo ahora empezaban a resultar dignos de que alguien los adquiriese. Gran parte de sus posesiones habían sido únicas, insustituibles. Las guardaba todas en un enorme granero que había logrado conservar, no sé cómo.
Se lo había gastado todo en libros: no le quedaba ni un solo centavo para mantenerlos en las condiciones adecuadas. Los libros fueron pudriéndose dentro de aquel granero. Las ratas y los insectos cayeron sobre ellos, la lluvia empezó a filtrarse por el tejado. Si hubiera vendido unos cuantos habría conseguido el dinero suficiente para conservar los demás. Había conocido a un montón de coleccionistas, y todos ponían mala cara en cuanto se hablaba de Allister Toomey.
—Supongo que no hace falta que te pregunte por qué estás aquí.
—No. Fui las dos cosas a la vez…, un acaparador y un derrochador. No pertenecía ni a un grupo ni al otro, estaba en medio… Supongo que es justo. Ojalá hubiera aceptado… alguna de esas ofertas. Pero ¿qué habría podido vender?
Asentí, dándome la vuelta. Toomey siguió hablando, ahora consigo mismo.
—La colección completa de la revista Analog… No, eso no, desde luego. Y la Alicia en el País de las Maravillas tampoco. Estaba dedicada. ¡Dedicada!
Adiós, Allister Toomey, que acababa de morir por segunda vez. Esperé en silencio junto a Benito hasta que la turba nos dejó atrás empujando a su peñasco y echamos a correr.
¡CRACK!
Más allá del seto no había sino una angosta cornisa, y después de ella un acantilado. Su fondo estaba oculto por una espesa capa de niebla, pero se encontraba muy lejos de nosotros. No parecía haber forma alguna de pasar al otro lado.
Seguimos caminando junto a él durante kilómetros y kilómetros. Detrás del seto había más grupos de gente (¡CRACK!) gritando y maldiciendo (¡CRACK!) en varias lenguas.
Y poco después los sonidos acabaron cambiando. Maquinaria, tintineo de martillos y taladros, los ruidos que hacen los obreros y sus herramientas.
¡Herramientas! Necesitaríamos herramientas para el planeador. Eché a correr hacia adelante.
Una gran parte de la cornisa se había derrumbado y la sima iba desde el acantilado, bajando por toda la ladera, hasta llegar al comienzo del risco que se alzaba sobre ésta. Un arroyo pasaba por el fondo y sus aguas habían hecho que el precipicio fuera todavía más profundo. A lo lejos pudimos ver siluetas humanas que trabajaban frenéticamente para construir una presa.
Y otro grupo, tan frenético como el primero, intentaba destruirla.
A nuestra altura se estaba produciendo una competición similar. Un grupo intentaba construir un puente a través del abismo y otro grupo se esforzaba por desmantelar el puente. Los constructores del puente y sus destructores eran tan numerosos que los dos grupos opuestos se extendían unos cincuenta metros en cada dirección. El espectáculo producía la impresión de una considerable cantidad de esfuerzos malgastados.
Me volví hacia Benito pero éste se limitó a encogerse de hombros.
—Es la primera vez que vengo por aquí. No creo que Dante visitara nunca este sitio.
El grupo que teníamos delante estaba formado por obreros de fundición que trabajaban frenéticamente con martillos y remaches para unir vigas, soportes, placas metálicas y cuanto les viniera a las manos. A lo lejos se veía el resplandor de una pequeña forja que fabricaba remaches. Estuve contemplando el espectáculo sin entender nada… hasta que vi a Barbara Hannover.
Y, de repente, lo comprendí todo. Conocía a Barbara desde hacía mucho tiempo. No era cruel y no odiaba a la gente, pero amaba a los animales salvajes por encima de todas las demás cosas. Cada vez que alguien proponía construir algo, lo que fuese —un puente nuevo, una autopista, casas, minas, centrales energéticas, pozos de petróleo o campos de cereal—, ella tenía un millón de razones por las que no se podía hacer. Sinceramente, creo que si hubiera dado con una forma de conseguirlo, habría permitido que todos los trigales de Kansas volvieran a llenarse de praderas y búfalos.
Añádase a su celo fanático un doctorado en derecho por la universidad de Harvard y uno de los cerebros más brillantes de todo el país, y resultará fácil comprender por qué los amantes del progreso se echaban a temblar en cuanto Barbara se interesaba por lo que estaban haciendo.
Y, naturalmente, estaba intentando derribar su puente. De pronto tuve una idea y examiné más atentamente a los obreros que se esforzaban por construir el puente. Si Barbara estaba en esta zona de Infiernolandia, Peter no podía estar muy lejos… Y allí estaba, colocando remaches. Peter y Barbara habían estado casados durante un tiempo. Un tiempo bastante corto. Al igual que Barbara era incapaz de ver una casa en construcción sin sentir el deseo de conseguir un mandamiento legal para detener las obras y hacer venir a los bulldozer, Peter era incapaz de ver un paisaje hermoso sin sentir el deseo de mejorarlo añadiéndole una cabaña de troncos. Hicimos una excursión juntos. Los ochenta kilómetros del trayecto fueron un largo plan de construcciones y explotación del terreno, con ideas para mejorar el sendero de acceso, edificar albergues, presas de castores artificiales, poner barandillas allí donde el acceso era más difícil… Estuve a punto de matarle antes de que volviéramos al coche.
—Tiene sentido —le dije a Benito—. Sentido artístico, claro. Aquí abajo todo acaba encajando. Tanto Peter como Barbara eran unos fanáticos.
Ninguno de los dos se había fijado en mí. Y, de todas formas, no creía que esa clase de herramientas pudieran sernos de utilidad. Pero corriente arriba se veía un puente de madera, con un grupo dándole los últimos toques mientras que otro grupo intentaba destrozarlo usando sierras.
Contemplé las sierras y se me hizo la boca agua. Una sierra nos bastaría para construir el planeador. Había otras herramientas que nos serían de utilidad, pero podíamos improvisarlas, mientras que fabricar una sierra sería bastante difícil. Necesitaba apoderarme de una.
Lo gracioso es que cada grupo utilizaba las herramientas del otro. Por ejemplo, un tipo estaba dando martillazos para clavar una viga en su sitio mientras que otro iba aserrándola por la mitad… y se limitaban a eso, y a gritarse insultos los unos a los otros. Las reglas de Infiernolandia eran más complicadas de lo que había pensado en un principio.
O quizá fuera que aquellos robots estaban programados de una forma muy extraña.
Pero, desde luego, se parecían mucho a Pete y Barbara.
Esperé hasta que uno de los progresistas dejó su sierra en el suelo y me lancé hacia ella. Demasiado tarde. Una mujer de rasgos ascéticos la cogió y empezó a utilizarla en el soporte que el hombre había estado terminando.
La próxima vez fui más rápido. La mujer dejó en el suelo su sierra para coger un hacha y yo me apoderé de ella sin perder un segundo. Al lado de la sierra había un berbiquí, una sencilla espiral de acero más valioso que su equivalente en diamantes, y también logré apoderarme de él.
Cualquiera habría pensado que eran diamantes. La señora Cara de Halcón se lanzó sobre mí blandiendo el hacha y su compañero el constructor venía justo detrás de ella. No necesitaba un hacha. Podría haberme partido en tres pedazos.
—¡Corre! —grité.
Benito me oyó. Salimos disparados hacia el sendero que llevaba cañada abajo. Era angosto y sinuoso, pero parecía más seguro que cuanto dejábamos atrás.
Por lo menos había conseguido una cosa. Había hecho que aquellos dos cooperasen por primera vez desde que Infiernolandia fue abierta al público.
Por desgracia, el objetivo de su cooperación era hacerme pedacitos. El sendero trazó una curva y empezó a bajar por el risco. Lo seguimos.