5

Benito no pensaba rendirse y siguió intentando convencerles incluso mientras nos llevaban hacia la pared.

—¡Podéis salir de este sitio! —les gritaba—. ¡Héctor! ¡Eneas! ¡No sois cobardes, no debéis quedaros en un sitio agradable cuando podéis conseguirlo todo yendo a otro lugar! ¡Venid con nosotros!

No le hicieron ningún caso.

Debajo de aquellas armaduras había músculos muy duros: demasiado duros para luchar con ellos, incluso suponiendo que fueran hombres, cosa que dudaba. Héctor, Eneas: conocía esos nombres. Recordé al robot de Abe Lincoln que tenían en Disneylandia. Quizá la armadura fuera parte de sus cuerpos. Con placas que podían levantarse para inspeccionar el interior…

—¿Dónde está Virgilio? —seguía gritando Benito—. Ya no está aquí, ¿verdad? ¿Y el emperador Trajano?

—Tuvimos nuestra oportunidad —le dijo el más alto de ellos, el que tenía las espaldas más anchas—. No la aprovechamos. No habrá ninguna otra.

—¿Es que nadie ha venido aquí desde entonces? —les preguntó Benito.

Los soldados se rieron amargamente.

—Sí, han venido muchos.

—¿Y os parece razonable suponer que nunca tendrán ocasión de marcharse?

Habíamos llegado a la pared.

—Pensaremos en ello —dijo uno de los soldados—. Y ahora, fuera de aquí. Volved adonde debéis estar. —La puerta se cerró a nuestras espaldas con un golpe seco.

Me acerqué a la pared y empecé a examinarla sin demasiada alegría. Los asideros que Benito había utilizado eran tan pequeños que incluso a una araña le habría costado bastante subir por ellos.

Benito me observó con una sonrisa sarcástica.

—Nunca te rindes, ¿eh?

—No.

—La perseverancia es una gran virtud. La necesitarás, pero debes aprender también otras virtudes, como la prudencia. ¿Qué sucederá si vuelves a entrar en el Primer Círculo?

—Puede que esta vez no consigan pillarnos. No pienso acercarme a nadie hasta no haberme dado un baño y cambiado de ropas.

—No tientes a los ángeles —dijo Benito. Hablaba muy en serio. Sí, ¿y por qué no? Estaba en Infiernolandia y esperaba encontrarme demonios, ¿verdad? ¿Por qué no ángeles?

—Ese mensajero que esperaban ver llegar… Querían que apareciese.

Ellos sí. Pero nosotros somos fugitivos, Allen.

No había ningún asidero utilizable. Y esta vez Benito no me ayudaría. Seguía intentando trepar por la pared cuando una gran muchedumbre apareció por el otro extremo del pasaje. Hice un último intento de subir mientras que el gentío avanzaba hacia nosotros en un silencio terrible, igual que una inundación. Y un instante después cayeron sobre nosotros y nos arrastraron.

Estábamos en un palacio de mármol. Era enorme, y carecía de mobiliario. Las paredes estaban cubiertas con frescos en los que había toros, delfines y jóvenes muy guapas que llevaban falditas y unas chaquetillas abiertas por delante para enseñar sus pechos. El palacio estaba iluminado con antorchas sostenidas por aros de bronce clavados a las paredes, y no se veía ningún signo de tecnología moderna.

Dejando aparte al palacio en sí. El edificio era enorme, con una estancia detrás de otra, con inmensas escaleras junto a las que había columnas adornadas con inscripciones escritas en una lengua que no conseguí leer. Era demasiado grande; tenía que estar hecho con hormigón pretensado o con otro material aún mejor que ése. Me habría gustado quedarme por allí para echarle una mirada pero estábamos atrapados por la muchedumbre. Nadie hablaba ni nos prestaba atención. Me alegré de tener a Benito para que me hiciera compañía. Las multitudes de gente desconocida siempre me han molestado, y ésta era peor que los usuarios del metro de Nueva York: todo el mundo parecía absorto en sí mismo.

Acabamos llegando a una sala colosal con una abertura al otro extremo. Miré por entre las columnas. El suelo bajaba rápidamente de nivel hasta perderse en el paisaje más lúgubre y desolado que jamás había visto. El castillo se encontraba suspendido junto a una hondonada enorme, un cuenco en el que habría podido caber un mundo entero. En sus profundidades se veía la sombra del humo y el destello de las llamas. Todo parecía cubierto por una especie de neblina que no permitía ver demasiado lejos.

Al final de la gran sala de audiencias había un trono. Estaba ocupado por un alienígena. Tenía un aspecto vagamente bovino, pero se le habría podido confundir con un hombre de gran tamaño, a no ser por su cola.

¡Cola!

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Minos. El Juez de los Muertos —dijo Benito.

Los Constructores parecían haber metido algo de mitología egipcia o cretense en su cristianismo. O era eso o habían tenido que deformar su paisaje para dar cabida en él a un auténtico alienígena. Teniendo el tiempo y las ganas para ello, y quizá con algo de ayuda de unos buenos ingenieros biológicos, no me costaba demasiado creer que una res pudiera acabar convirtiéndose en un bípedo inteligente. Yo mismo había escrito relatos sobre ese tipo de cosas.

¿Sería Minos uno de los Constructores?

La gente iba avanzando hasta colocarse delante del monstruo. No pude oír qué estaba diciéndole la chica del vestido amarillo, pero la criatura sonrió, moviendo la cabeza. Y de repente su cola salió disparada hacia adelante enroscándose una y otra vez alrededor de la chica. La levantó por los aires.

La cola se fue estirando igual que los miembros del Hombre Elástico que salía en las historietas. La chica salió disparada por entre dos columnas y se encogió más y más hasta convertirse en un puntito. La cola de Minos debía tener decenas de kilómetros de largo. Unos instantes después la cola volvió velozmente hacia su propietario mientras que el puntito en que se había convertido la chica caía lentamente igual que un solitario copo de nieve.

Había estado dispuesto a suspender mi incredulidad durante cierto tiempo pero esto era demasiado. Me eché a reír histéricamente.

Nadie se dio cuenta. Nadie salvo Benito, que me observó con cierta curiosidad mientras me esforzaba por recuperar el dominio de mí mismo. Le cogí por el brazo, señalé hacia «Minos» y le dije:

—¡No puede hacer eso!

¡Ya estaba volviendo a hacerlo! La cola se estiró por entre las columnas igual que si fuera una serpiente infinita, dejó caer a un hombre vestido con uniforme de cartero por entre la oscuridad y regresó velozmente hacia su propietario.

¡Pero no había espacio para eso! Aun ignorando el momento cinético de ese miembro…, tanto peso situado al extremo de semejante longitud tendría que haberlo doblado y, ¿cómo era posible que una cola, una cola flexible fuera lo bastante fuerte para mantenerse casi recta? Pero, olvidémonos de eso y díganme: ¿dónde estaba el espacio suficiente para permitir que decenas de kilómetros de cola se enroscaran dentro de su cuerpo?

No tenía los pies clavados al suelo; le estuve observando hasta que vi cómo los movía. Así pues, la cola no estaba almacenada debajo del suelo…

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Benito.

Estaba empezando a verlo todo gris; sentía un picor en el cuerpo, igual al que experimentas cuando se te empieza a dormir un pie.

—Voy a desmayarme —le dije.

—No puedes desmayarte aquí. Aguanta. —Me puso la mano en el hombro y apretó.

La cola se enroscó alrededor de una mujer de cabello oscuro, bastante bonita, rodeándola una y otra vez hasta dejarla casi oculta, subió por el aire y la mandó dando tumbos hacia la hondonada. Después le tocó el turno a un hombre vestido con uniforme de taxista. Tres vueltas de cola y salió disparado hacia el espacio. Y otro, y otro más…

En aquella sala había millares de personas. Nos moriríamos de hambre mucho antes de que nos llegara el turno.

Pero no tenía hambre, y no la había tenido desde que salí de la botella, y de eso ya hacía unas cuantas horas. Además, al tiempo parecía haberle pasado algo bastante raro. «Minos» no parecía tener ninguna prisa. Al contrario. Se tomaba su tiempo para tratar cada caso, y había montones de casos, pese a lo cual la multitud iba disminuyendo mucho más deprisa de lo que habría sido lógico.

¿Adónde iban? No vi a nadie saliendo de la estancia, pero tenía que haber otras salas de audiencia, y gente que utilizaba pasadizos laterales para llegar a ellas. Tenía que haber centenares, quizá miles de copias de ese «Minos».

Todo esto es ridículo. ¡Pero esa cola, Carpentier…! ¿Escondida en el hiperespacio, entrando y saliendo de alguna línea temporal alternativa…? Si los Constructores poseen una tecnología semejante, ¿cuánto tiempo estuviste muerto? ¿Diez mil años? ¿Un millón de años?

Nos había tocado el turno. Fuimos hacia el trono, juntos. Muy pocas parejas se habían acercado a él.

—Sodomitas, ¿eh? —dijo Minos—. Séptimo Círculo, Tercer Nivel. ¿O tenéis algo peor que confesar?

—Me niego a responder basándome en que… —empecé a decir.

Cuando fruncía el ceño Minos se parecía muchísimo a un toro irritado, y no recordaba en nada a una máquina. Se volvió hacia Benito.

—Ya has estado aquí antes. ¿Por qué has abandonado el sitio que te corresponde?

—No sabía que eso fuera asunto tuyo. Como puedes ver, voy y vengo libremente por todo el Infierno.

—Sí. ¿Cómo lo haces?

—Porque así ha sido ordenado. No tienes derecho a ponerme trabas.

Minos me señaló con la mano.

—¿Y este otro?

—Viene del Vestíbulo —dijo Benito—. Te hago notar que ha venido por voluntad propia. Quizá no debas juzgarle.

—Abogados… —Minos se rió—. Siempre tengo problemas con los abogados. Hay tantos sitios adecuados para la gente de su calaña… Bien, ¿y adónde pensáis ir?

—Hacia abajo.

—De vuelta al Primer Círculo.

Habíamos hablado a la vez. Minos se rió.

—No puedes volver ahí. ¿Estás seguro de que no quieres que te juzgue, Allen Carpenter? Mi juicio es justo y equitativo. Quizá consigas labrarte un destino peor que la justicia.

—¡Basta! —le ordenó Benito. Estuve a punto de dar un salto.

Benito había cambiado. Su mentón se había endurecido en una mueca desafiante, y su rostro mostraba una calma inflexible: un aura de poder parecía flotar alrededor de su cuerpo. Hubo un tiempo en el que estaba acostumbrado a que todos le obedecieran.

—Tengo permiso para juzgar… —Y, de repente, la voz de Minos sonó débil y petulante.

—Ya me has juzgado. ¿Qué otro poder tienes? Y este hombre no se encuentra bajo tu jurisdicción. Déjanos marchar.

—No podéis volver arriba.

—No. Iremos hacia abajo.

Minos se rió. Su mano señaló los peldaños que nacían en su trono y bajaban hasta la gran hondonada.

—Marchaos. ¡Podéis partir! —Empezamos a bajar los peldaños y Minos siguió riendo, y sus carcajadas burlonas resonaron en nuestros oídos hasta que perdimos de vista el palacio.