Abro un documento nuevo en mi ordenador para relatar todo lo que ella vio y vivió en aquellos días aterradores en los que su vida fue partida en dos.

Ella vivía entonces abatida por el fracaso. Se imaginaba, sin embargo, que estaba viva, se imaginaba que era una activa escritora moderna, con una profesión que tenía parte del viejo arte y parte de oficios nuevos: escribía cuentos y novelas, pero también traducía y hacía guiones para cine y televisión. Se complacía en imaginarse compaginando la serenidad y la destilación de la gran literatura con el impulso eléctrico y el hervir del vino nuevo de la narración audiovisual. Ella no era una de esas escritoras antiguas que escribiera tediosamente largas novelas en su casa rodeada de cortinas y tapetes, una hidalga Virginia Woolf; ah, no, no, ella era también dinámica, rápida, aguda. Así se veía entonces, una mujer de hoy con una vida plena en todos los sentidos.

Ser de este tiempo era el único propósito, la única patria que tenía, y seguía la actualidad con ansia, las tendencias sociales de la cultura, de las artes. El pasado únicamente vivía en su vida como cultura, historia y obras artísticas. Y el presente le llegaba filtrado y reducido a través de la prensa, de la televisión y de las películas.

Se veía viva y plena, pero su vida no tenía mucha más sustancia que el argumento de un anuncio de compresas para chicas jóvenes. Y probablemente era tan real como cualquier vídeo-clip, imágenes tópicas que pasan, fluyen, sin peso y sin dejar huella en la memoria. Las torres de la catedral que divisaba desde su apartamento entre nubes y pedazos de cielo muy azul, con sus graves campanadas, monótonas y perpetuas, deberían haberle servido de aviso sobre la levedad de sus días.

Puede que, en el fondo, todo empezara cuando viendo Ricas y famosas de George Cukor se imaginara a sí misma como una de las protagonistas; en el origen de cada desilusión hay siempre una ilusión y cuántas ilusiones no nacen de un pequeño huevo puesto en nuestra imaginación por las películas, queridas películas. Dosis concentradas e instantáneas de sueño a las que una imperceptiblemente se va haciendo adicta.

Su apartamento proclamaba su fracaso, aunque para ella era imperceptible. El fino polvo de la desesperanza se había ido posando en sus libros, discos, vídeos y CDs, la gasa invisible de la derrota de su ánimo y de cualquier impulso vital que tuviera en otro tiempo; una braga sucia caída detrás de un radiador, ropa seca en un montón junto a la ventana esperando a que la desgana la metiese de cualquier manera en los cajones del armario, el sobre con el cuento que había presentado a un certamen y que no le habían premiado, caído al pie de una papelera. Sobre la soledad mejor no hablar, al menos por ahora. Su apartamento era su reino de invisible tristeza, impregnado de un difuso desorden, la asistenta pasaba por allí tres veces por semana para lavar la ropa y frenar el avance de ese signo de muerte que se acumulaba diariamente en forma de desidia. Sólo la pequeña alma de su gato paseaba por las estancias para que la vivienda conservase un aliento de vida.

Ella no era nómada, era tan sedentaria que no levantaba la vista del suelo para buscar un nuevo horizonte, sin embargo no era capaz de hacer del apartamento alquilado un lugar al que pudiese llamar «mi casa» y la confortase sólo con pensar en él. ¿Cómo hacían algunas mujeres de su misma edad para transformar cualquier espacio vacío en un sitio apropiado para vivir? ¿Por qué no había aprendido a ser más curiosa, por qué no había adquirido ella esas artes delicadas y tremendamente eficaces para tomar posesión de un lugar y hacerlo cálido, acogedor y amoroso? Probablemente porque le faltaban tantas pequeñas destrezas, femeninas o no, que les dan sentido a los lugares y a los días.

Ella sabía que había faltas en su vida, lugares vacíos que ni ella misma conocía ni podía llenar. Solamente era consciente de esas carencias.

Se sentía rara tan a menudo, y ella sólo quería ser «normal». A veces desconfiaba de no ser enteramente como las demás mujeres, como las demás personas. Como si le faltase algo, o como si, por el contrario, le sobrase algo, algo no común, no propiamente común a lo humano. En ocasiones, en días bajos, desesperaba de dar con alguien o algo de su misma sustancia, algo que le diera sentido, que justificase su existencia, su permanencia entre la gente. Como si ella no fuese una persona igual a las otras, como si fuese alguna clase de alienígena o de ángel caído, confundido y torpe.

Desde niña, el mismo hecho de ser zurda, de tener más destreza con la mano izquierda, le había reforzado esa conciencia de sí. La mano siniestra, la mano conocida pero desconocida. Era algo bastante corriente, pero ya entonces le había hecho sentirse distinta. Recordaba que allá en la aldea los vecinos la consideraban diferente, la miraban con respeto. Ella ya no recordaba por qué, hacía tantos años de aquello. Después se había trasladado a la ciudad con la abuela y aquella infancia aldeana se le había ido borrando, recuerdos huidizos, impregnados en algo de vergüenza y confusión y arrinconados en el olvido.

Fuera lo que fuese, debería haber sabido que aquella desidia, aquella falta de disposición y capacidad para crear un hogar, un lugar propio en el que morar, un útero en el que refugiarse, delataba que flotaba a la deriva llevada por la corriente y su yo estaba gravemente enfermo, aquejado de una enfermedad imperceptible. Simplemente vivía sin esperanza y seguía caminando sostenida únicamente por el hábito, un hábito que no estaba al servicio de ilusión alguna y que la precedía como una sombra triste.

Seguramente ella transmitía esa tristeza a las personas con las que trataba y por eso cada nueva amistad que hacía seguía siempre los mismos pasos, se deslumbraban primero por su conversación, que ella sabía tan brillantemente culta, irónica e inteligente. Digo se deslumbraban y sería más preciso decir que los aplastaba con su conversación pedante, ingeniosa y con un toque intelectual deslizado con naturalidad. El siguiente paso era cuando la otra persona se retraía de un modo imperceptible hasta para sí misma ante ese algo triste que irradiaba, ella estaba acostumbrada a reconocer ese leve movimiento de retracción.

Precisamente lo que le sucedió con Xacobe fue tan distinto que su relación con él no pareció natural, no parecía ella la persona adecuada para encarnar ese personaje, como si para el argumento de un guión trágico un mal director escogiera los personajes de una comedia. En todo caso, aquellos acontecimientos extraordinarios y terribles vinieron en cierta medida a rescatarla de aquella vida suya vacía y desorientada. Y, aunque no lo había podido saber en el momento, cuando se vio sumida en aquellos incidentes fue como si ella ya estuviese entonces a la espera y preparada para aquello.

Cuando se cruzaron Xacobe y ella, él dirigía una productora de cine y televisión, se comentaba en la profesión que estaba a punto de trasladarse a Madrid y ascender a un cargo superior dentro de la empresa de comunicación en la que trabajaba. Ella lo había conocido antes, cuando escribía guiones para una serie de televisión que había producido su empresa, por entonces él era un empleado más y le había parecido un poco estúpido, el clásico listillo que no tiene talento y que sin embargo te trata con displicencia porque está en su mano decidir si te contrata o no. Ésa era la idea global que tenía de él. Cuando un par de años más tarde, siendo Xacobe ya director general, intentara hablar con él, la confirmó; el tipo entonces ya iba de jefe por la vida y no quería rebajarse a hablar con ella directamente, estaba muy ocupado, le mandaba entrevistarse con un subordinado.

Ella no sabría decir a qué fue debido, tal vez pasaban los años y empezaba ya a estar cansada de todo, tal vez se hartó de tener que humillarse ante un tipo más joven y que incluso llevaba en la empresa menos tiempo que ella, con menos conocimiento de lo que era una película o una serie de televisión, o de qué era la ficción, un mamón como tantos que lo único que sabía era ser sumiso, beneficiarse de la complicidad masculina en la empresa, lamer culos y esperar la oportunidad de ascenso. La historia de siempre, ver cómo la sumisión y la astucia derrotaban al talento. Así que cuando su secretaria le volvió a decir con aquella voz tan fría e impersonal que estaba ocupado y no se podía poner al teléfono, ella decidió personarse allí al día siguiente. Iría a ver a aquel soplapollas y al menos que se lo dijese a la cara.

Aquella noche tuvo una pesadilla de túneles y oscuridades que la despertó sudando de madrugada. Intuyó entonces que aquellas vivencias siniestras del sueño eran un prólogo a algo, que algo aguardaba ante ella. Aun así, su voluntad madrugó y salió a la calle aquella mañana de lluvia, como había decidido de víspera, con idea de plantarse en la oficina hasta que alguien le diese una respuesta en persona. Que no insistiese, ya que no la iba a recibir, que tenía mucho trabajo, se mantuvo la secretaria, aquella muralla. Mas ella siguió allí, esperando ante la puerta de su despacho, donde el señor importante no paraba de hablar por teléfono o trabajar en su ordenador. La secretaria dudó si llamar o no al servicio de seguridad y finalmente optó por dejarla quedarse allí, a ver si se cansaba y se iba.

La secretaria continuó atenta al monitor de su ordenador, que estaba apoyado en un soporte giratorio y que, cuando ella se acercara antes a hablar, había movido de modo que no pudiese ver la pantalla. Contemplándola allí, ante sí, concentrada en su trabajo, pudo al fin dejar salir la irritación que le causaba. Aquella situación le resultaba especialmente tensa por la presencia de aquella persona, por algo que transmitía o que quizá no transmitía, que le faltaba, y consideraba qué podría ser.

Había algo en aquella mujer que se resistía a su ojo de escritora acostumbrada a reducir a la gente a personajes esquemáticos, a caracteres. Ella estaba orgullosa de ver en cada persona que la rodeaba una psicología y de ser capaz de inventarle una biografía verosímil. Su intuición de escritora y de guionista le permitía extraer de cualquier desconocido un personaje y un argumento. Lo hacía a veces por desafío para epatar a conocidos, señalaba a alguien por la calle y le inventaba una vida plausible sobre la marcha, como una Sherlock Holmes que sólo se valiese de las artes deductivas y de la imaginación. No obstante, aquella mujer, allí delante sentada, tiesa ante su pantalla de ordenador, le resultaba opaca y refractaria a su mirada.

Su vista resbalaba por ella, como si su superficie fuese de sustancia impenetrable y muerta, piedra blanda, y fuera toda de una pieza homogénea, sin otra cosa dentro. Los signos que veía en ella eran confusos, como si no fuese una persona particular sino una idea genérica, señora de mediana edad. Si buscaba en ella los atributos de mujer los encontraba, incluso de mujer hermosa y pálida, pero era como si en aquel cuerpo faltase algo previo, la emanación de la feminidad, de ese rasgo humano propio de las mujeres. Detrás de su mesa y delante de su ordenador le hacía pensar en una autómata de carne, la Octavia del cuento de Hoffman. Una presencia humana incompleta. Tal vez era eso, su frialdad, quizá le faltaba el calor de la carne viva que hace que los poros desprendan el leve olor corporal. Ella no lo sabía decir en aquel momento, pero aquella mujer era como una figura bien esculpida en carne pálida, como una estatua, como un ángel de mármol que guarda un panteón.

La mujer percibió que la estaba observando y apartó la vista de la pantalla para mirarla provocando en ella un repentino escalofrío. Desvió enseguida la mirada de aquel rostro vacío y la paseó por la cotidianidad vulgar de la oficina para tranquilizarse, dirigiéndola hacia el despacho de Xacobe. Allí estaba él, sentado detrás de un cristal con persianas semicerradas que le permitían ver desde dentro hacia fuera, de manera que tenía que saber perfectamente que ella estaba allí esperando para hablar con él.

Esa mañana, allí sentada en aquella silla de plástico naranja y tubo de metal presenció cómo la leve brisa de lo extraordinario es capaz de descomponer completamente el cabello delicadamente peinado de la realidad diaria. Fue así, entró un chico de la empresa con un montón de sobres de distintos tamaños y colores y los dejó en la mesa de aquella mujer. Fue una escena común pero ahora puede resultar significativa. Vemos entrar al chico, lleva un jersey rojo con escote de pico y corbata azul oscura sobre una camisa blanca con listas granates, los sobres separados del cuerpo como si portase una bandeja. Lo vemos arrojando los sobres sobre la mesa muy ordenada de la secretaria con un gesto medido que es más familiar y cómplice que descuidado o desidioso. Vemos a la secretaria que contempla los sobres sin ningún desánimo ante el trabajo que llega y se renueva también ese día, la vemos consultar mecánicamente el reloj de pulsera, mientras el joven sale tarareando, confirmando ella que el correo llegaba a su hora, así pues los días tenían un orden y de ese modo todo estaba bien. Ella organizó la correspondencia con agilidad sin dejar de observar alternativamente la pantalla y de seguir escribiendo en ella a ratos. Se iniciaba así ante ella, con aquella correspondencia que llegaba, un acto insignificante que se repetía cada día, una cadena de hechos que se precipitarían como la corriente de un torrente turbio.