EL PACTO DE MATEO

Antes de que la Catedral cubriese su fachada occidental, la que mira el ocaso del sol tras el monte Pedroso, con la fachada barroca que los compostelanos bautizaron como «del Obradoiro», en ella brillaba desafiante la fábrica luminosa de un artista que pecó de soberbia. Este artista labró su imagen arrodillada al pie de su obra, una figura con rostro tan juvenil que extrañamente parece el de un niño. Como si pretendiese detener el paso del tiempo, salvar la inocencia.

Los santiagueses rinden culto a esta imagen desde tiempo inmemorial y elaboraron un rito propiciatorio consistente en golpear con suavidad la cabeza de sus hijos contra la frente de la figura para que ésta les contagie parte de su sabiduría y memoria. El vulgo cree que en virtud de este rito, sus niños son los más preclaros del orbe.

Lo que no saben o no quieren recordar los habitantes de la metrópoli apostólica es que el arquitecto anduvo por un camino oscuro y se adentró en zonas de sombra y perdición.

Mateo se sabía poseído por el genio del arte, sobre su oficio de cantero y alarife erguía su orgullo de artista, su inteligencia esclarecida que lo llevó a pensar que, sin saber griego ni latín, sin interpretar las Escrituras, él habría de servir al Sepulcro mejor que nadie; que él crearía un nuevo milagro brillante en el portal de la cueva divina.

Y ya estaba casi acabada toda aquella obra, bestias temibles y grotescas de bocas voraces que representaban los vicios y los pecados capitales sostenían en sus lomos la esfera celestial. Una columna de fino ónice, conocida como el Árbol de David, sostenía la imagen serena y dominante del Apóstol Santiago. Enfrente de él, las imágenes de los profetas y patriarcas. Sobre ella, Nuestro Señor Todopoderoso, juez y dueño de los destinos humanos, rodeado de los veinticuatro ancianos que entonan salmos y tañen instrumentos de música celestial. Y a los lados de tan armonioso conjunto, el sacrificio de Isaac, las escenas dramáticas del Juicio Final, pecadores devorados por los demonios a los que se habían entregado en vida. Una obra hermosa y terrible que ponía remate a la arquitectura de la basílica.

Y allí estaba Mateo, al filo de la madrugada, dando vueltas mientras transmitía las últimas órdenes, faltaba un día y otra noche para que el arzobispo, don Pedro Suárez de Deza, descubriese los lienzos que ocultaban la obra a las gentes de la ciudad. Alumbrados con la luz de las antorchas, los canteros pintaban siguiendo sus instrucciones los paños, los rostros de las figuras que a cada paso semejaban cobrar vida y querer alentar como si estuviese naciendo vida de dentro de la piedra. Su hijo querido, su prenda, el pequeño Mateo, ayudaba con las pinturas, subido a un andamio. El maestre había permitido que fuese él quien le diera color y vida al rostro del Apóstol, y el niño de hermosos rizos rubios, con la sonrisa de la juventud en el rostro, repasaba con el pincel el borde de los labios insuflándoles vida. Y entonces quiso la mala fortuna que, queriendo el joven aprendiz apartarse para ver mejor el efecto pictórico, perdiese el equilibrio y, como un Ícaro sin alas, cayese al pie de la columna. Una piedra que arrastró en su caída aplastó aquella frágil cabecita y aún rodó hasta golpear una pierna de su padre.

Las altas voces, los movimientos precipitados de los canteros, el grito del padre en la madrugada, todo resultó frágil como aire quebrado ante aquel cuerpo, aún no desarrollado del todo, caído sobre las losas. De su cabecita de delicados huesos nace una fontanela de líquido oscuro y por aquel orificio se escapó rauda la vida ante los ojos de los hombres que lo rodean asustados, como devotos ante un milagro. Cuando el padre por fin llega a arrodillarse y abrazarlo, ya la máquina del frágil pecho y el aliento se detuvieron, y los masajes y caricias del padre furioso no logran devolver la vida a aquella carne que pierde el divino calor, ya para siempre fría. El padre abraza al hijo, golpea el aire, se ensaña con las herramientas en las piedras causándoles heridas indoloras, jura a grandes voces y clama al cielo, a las figuras sagradas, ofreciendo su muerte por la vida del hijo. Su condenación eterna por la vida efímera del infante. Mas el cielo permanece en silencio y las figuras callan. También lo hacen los canteros fantasmales que envuelven piadosamente aquel cuadro del padre con el hijo en brazos, callan contemplando cómo aquella sangre fluida se escurre entre las juntas de las piedras como queriendo bautizar la obra acabada y alimentar aquellas piedras mágicas.

En las primeras horas de la mañana, el padre le ordenó al retén de canteros que llegaba que abriesen una fosa al pie de la columna central; allí donde había encontrado la muerte, descansaría su hijo. Y apartó una pieza de fina piedra para sí. Se levantó el sol a su alto con los calores y el maestre picó en la piedra, poco a poco fue naciendo una figura arrodillada que sostenía un cartel. En todo el día no apareció por allí el arzobispo don Pedro Suárez, que se encontraba de visita por los conventos de la diócesis, ni el abad de San Martín Pinario; solamente los familiares del cabildo. El hijo de un simple alarife no merecía la visita de los amos del templo. Aquella muerte insignificante no era digna del homenaje de la basílica. Y Mateo siguió picando y únicamente se detuvo, agotado, cuando ya sólo le faltaba el rostro a la figura. Así que hubo dormido unas pocas horas de sueño duro como piedra retomó el trabajo, escogió el puntero más fino y, después de acariciar el cuerpo amortajado del hijo, le esculpió a la figura un rostro, que era el suyo propio y el de su hijo, un rostro para siempre juvenil. Entonces, cayó derrotado por la fatiga.

Cuando se despertó recibió la visita del deán, que lo convocó al palacio arzobispal. Allí acudió un Mateo envejecido por el cansancio y el dolor, le pediría al arzobispo que oficiase el entierro de su hijo en la tumba que ya le había preparado. El arzobispo no le negaría aquel privilegio a quien estaba acabando aquella obra que tanto le satisfacía.

Pero cuando llegó al gran salón que don Pedro presidía, sentado en su sitial poderoso, el maestre se encontró con las caras adustas de un juicio. Y antes que de él saliesen las palabras humilladas para pedir, ya el arzobispo lo señaló con mano dura diciendo:

—Vos, Mateo, cantero impío, ¿cómo habéis osado abrir una tumba para vuestro hijo en el lugar que está reservado a los restos de los arzobispos de la basílica? ¿Y vos, arquitecto ensoberbecido, cómo habéis puesto al pie del Pórtico esa imagen que os representa como si fueseis los dueños del lugar?

—Me humillo ante vos, pero escuchad mi dolor, ha muerto mi prenda y la luz de mis ojos. ¿Qué va a ser ahora de mí? ¿Para quién voy a trabajar?

—Trabajaréis para vuestro amo, la basílica y la gloria de nuestro Patrón Santiago, el Hijo del Trueno y Dios Todopoderoso. Para esos amos trabajaréis, pues no sois dueño más que de vuestras manos pecadoras y orgullosas.

—Escuchad mi pena. Mi hijo ha muerto sirviendo a la basílica y al Apóstol, dejad que tenga allí su descanso eterno…

—Tu hijo será enterrado en donde todos los fieles de esta parroquia y vos quitaréis de allí esa sacrílega estatua que quiere perpetuar vuestra memoria junto a la de los santos. Saca hoy mismo el cuerpo de tu hijo de las obras de la basílica y dale sepultura donde le corresponde. Ésa es mi voluntad. Y ahora besa mi anillo y vete.

Y entonces Mateo permaneció allí en silencio, como si él mismo se hubiese convertido en estatua, y finalmente de su boca salieron estas palabras:

—Pues si el arzobispo y la catedral reniegan de mi hijo y de mí, yo reniego de ellos. Si nos expulsáis de esa obra que hemos construido para albergar esas cenizas, y no hay lugar en ella para las cenizas de mi hijo, yo rompo el trato con ese culto. Si la luz de Dios no alumbra a mi hijo y a mí, me quedaré fuera de ella.

La cara de don Pedro se retorcía sin conseguir expulsar fuera las palabras tremendas que le nacían dentro. Por fin exclamó:

—¡Alarife sacrílego, cantero impío! Tu nombre ya está tallado en la bóveda del pórtico y tu figura allí enclavada. Mañana, la cristiandad verá tu obra, pero tu nombre será proscrito en nuestro templo y en todos los templos consagrados de mi diócesis. Tu presencia herética será expulsada de cualquier iglesia que pises, el poder de la Iglesia te perseguirá para destruirte allí donde quieras ejecutar tu oficio. Saca el cuerpo de tu hijo y tu propio cuerpo de estas estancias apostólicas, pues no eres sino un enemigo del sepulcro. ¡Fuera, arquitecto demoníaco!

Y Mateo, sin decir nada y sin bajar la cabeza altiva, se giró dándole la espalda al arzobispo y abandonó el palacio arzobispal con pasos erráticos.

Ésa fue la última vez que lo vieron. Se cuenta que, después, abandonó las obras cojeante con el cuerpo de su hijo en brazos. Un grupo de leprosos que merodeaban por la robleda que cubre el castro en el cual Gelmírez había levantado años antes la iglesia bajo la advocación de Santa Susana, contó luego que le habían ayudado a cavar allí la tumba para su hijo, una caja de hierro envuelta en tierra blanda y húmeda.

Una vieja refirió que lo vio de noche en un cruce de caminos, al pie del Pico Sacro, y que lo advirtió de que no tomase el sendero que llevaba a la cima, pues era un lugar temible en el que aún alentaba el culto a una divinidad antigua, y que él avanzó por él ascendiendo hacia la montaña apartada. Cuentan también que, aquella noche, la campana, sin concurso de la mano humana, tañó trece veces.

Desde entonces no se volvió a saber de él ni apareció su tumba jamás, todo son leyendas confusas que se han ido desvaneciendo. Únicamente sabemos que la catedral guarda un vetusto codex en el cual la curia alerta sobre la amenaza de un enemigo del santuario. Las leyendas, los códices, son parte de esa memoria remota y temblorosa de nuestra ciudad, una memoria sobre la que aquí hemos querido arrojar un rayo breve de luz para deleite de los contemporáneos, aunque seguramente sin conseguirlo.

(Estampa anónima extraída de La Ilustración Compostelana, 1847)