Fuera de aquella iglesia en obras, fuera de aquel espacio vacío, parecía que los ruidos de la vida se reanudaran, el fragor del tráfico, una voz por la calle, sus propios pasos sobre las losas. Caminó hacia la catedral, se sentía perfectamente, se había recuperado y su cuerpo respondía con vivacidad. Sus pasos eran cada vez más ligeros guiados por un ansia de conocer el final de aquella pesadilla que la había devorado aquellos días.

Ya estaba anocheciendo y brillaban las losas de la Quintana de Vivos, pulidas y húmedas. Se dirigió a la Puerta de Platerías, entró en el portal atenta a cualquier huella que la alertase del paso de algo extraordinario. Pero todo estaba igual, la basílica resplandecía alumbrada en las bóvedas por potentes focos, el brillo del altar, recovecos en penumbra, algunas mujeres sentadas en los bancos. Olor a cerrado, al sudor de los cientos de personas que habían pasado por allí aquel día, el aliento de la humedad. Caminó hacia el Pórtico de la Gloria, los confesonarios cerrados. Y el Pórtico estaba vacío, oscuridad, figuras en penumbra, nada. No había nadie. Todo estaba en orden.

Oyó unas voces, una mujer y un hombre que se aproximaban hablando en voz baja. Ella era del personal de limpieza, traía puesto un mandilón azul y llevaba una escoba y un recogedor en cada mano; el hombre que la acompañaba vestía traje oscuro con un dibujo semejante a un galón dorado en la manga. El hombre le indicaba algo que había al pie del pilar central del Pórtico, junto a la estatua del Santo dos Croques. Ella se acercó al lugar justo cuando llegaban ellos, en el suelo un montoncito de algo como cal, o cemento.

—Mira tú lo que vienen a echar aquí… —Y la mujer, con movimientos precisos, metió aquello con la escoba en el recogedor—. Pues acababa de barrer. Esto fue alguien que vino aquí a última hora a dejar la cagada, dispensando.

Ella se atrevió a dejar caer un comentario.

—¿Y entonces eso…, qué es? Parece cemento…

El hombre de traje oscuro la miró y no contestó nada, la mujer de la limpieza acabó de pasar la escoba.

—Pues es como harina. Aunque harina no es, parece como ceniza humedecida, o piedra molida… —dijo. Y se dio la vuelta cargando con el recogedor—. Esto lo tiro por el váter, que es fino. Tiro de la cadena y, hala, se va por el Sar abajo. Al mar.

Ya se marchaban los dos.

—Pero ¿quién tiraría eso aquí…? —aventuró en voz alta hacia ellos.

El hombre del traje oscuro, dándose la vuelta, se animó a contestar.

—Antes vi pasar a alguien que venía hacia aquí, me pareció una figura extraña y vine detrás a ver qué hacía. Cuando llegué ya no lo vi, pero ahí estaba esa porquería. Debió de tirar eso ahí y salir por la Puerta del Obradoiro.

La estatua del Santo dos Croques arrodillado miraba al altar mayor, que brillaba en pan de oro. Ella se detuvo a su lado intentando ver lo que aquellos ojos vacíos estarían mirando, pero sólo contempló la altura de aquel espacio, el esplendor del altar, personas dispersas por los bancos en silencio. Algún hombre mayor, mujeres de distintas edades, el chubasquero brillante de un peregrino. Una hora común, un momento cotidiano en la catedral. Pensó que pronto serían las nueve y cerrarían la basílica, y salió de aquel lugar en el que se sentía una extraña. Ella no tenía un lugar así al que agarrarse, sólo tenía su vida, una vida que entonces le pareció insignificante. Sin ánimo, se dirigió a su casa.